El vendedor de dulces
Por: Gustavo Páez Escobar
Lo veo llegar todos los días muy temprano a su tenderte instalado en una de las esquinas céntricas de la ciudad. Camina animoso, respirando vida. Saca del bolsillo el manojo de llaves y abre con cierta ceremonia las puertas de su establecimiento.
No tiene que hacer demasiado esfuerzo, pues su venta de dulces no demanda pesadas puertas metálicas ni complicados sistemas de seguridad. Pero, por más desprovisto que sea su depósito, le paga unos honorarios al celador nocturno que deambula por la manzana para que le proteja el pequeño capital escondido entre aquellas cuatro tablas que para él son la pesada estructura del negocio que le permite subsistir sin afanes.
Tiene 77 años pero revela menos de 60. Cuenta con salud envidiable e increíble. Otro sería tal vez un anciano decrépito. Atribuye su buen estado físico a sus costumbres ordenadas. No fuma ni toma bebidas alcohólicas. En cambio, madruga con pulmones rejuvenecidos y mente despejada para afrontar las contingencias del quehacer cotidiano. Recorre a pie una buena distancia para mantener lubricada la sangre y a buen ritmo el corazón. Su corazón que anda sin apremios. Es, además, un órgano amplio para querer a la humanidad.
Lo veo solícito y cordial cuando deposita en cualquier mano el dulce mentolado que despista el tufo aguardentoso, o cuando cuenta los tres cigarrillos que el transeúnte menudo, gran personaje de las calles urbanas, solicita en secreto por no poderlos adquirir a cajetillas llenas.
Así, alrededor del puesto callejero de este comercio casi ignorado, se mueve el pequeño empresario que no necesita de empleados ni de sistemas complejos para ganarse la dura subsistencia. Vive feliz en su mundo limitado, sin temor a intempestivas alzas salariales ni a desahucios por no cumplir el arrendamiento. Tampoco sabe de los impuestos agobiantes sobre la renta y el patrimonio, ni requiere de abogados que lo defiendan de los atropellos de la vida. Su capital se reduce a bien poco, y no necesita más para vivir con tranquilidad.
Cuando era comerciante de fierros y cacharros y disponía de mostradores y local cubierto, la lucha era superior y las ganancias inferiores. Un día, cercado por compromisos que ya no daban más espera, no pudo evitar la quiebra. Quiebra honrada, pero afrentosa para quien trabajaba con honestidad. Antes que practicar métodos torcidos y de sostener a mentiras un negocio que ya se había derrumbado, lo clausuró con dignidad.
Recuperado más tarde del descalabro, se dedicó a vender dulces en una esquina de la ciudad. Escogió un sitio concurrido y allí, asegurado al poste de la electricidad, montó su tienda. Cuenta hoy con un público más abundante y más fiel. No hace ventas voluminosas, pero sí compra lotes grandes y variados de dulces para irlos vendiendo al detal a un público que, aunque no se crea, es exigente con sus gustos. Hay personas que no consumen sino determinada goma de mascar, o no refrescan el paladar sino con cierto sabor del anís o de la frambuesa.
Pocos saben hallar la felicidad en espacio tan reducido. Faustino Castañeda Alzate dejó de pagar impuestos, de torear sobregiros en los bancos y de vivir enredado entre angustias mercantiles. Hoy su mundo es más simple, pero más tranquilo. Su mercancía, una mercancía elemental y aromatizada, en cambio de los fierros mugrientos de otra época que lo llevaron a la quiebra, le da buen tono para vivir sin asfixias. Aprendió el arte de respirar tranquilo y de alargar los años sin acosamientos de casas comerciales ni de competencias perturbadoras.
La Patria, Manizales, 2-XII-1980.