El imperio de los bartolos
Por: Gustavo Páez Escobar
Anda de malas Hernán Gallego Arbeláez, secretario de Hacienda del departamento, cuando a la aburridora interinidad a que lo tiene sometido la politiquería regional se suma un borracho marihuanero que las emprende a golpes contra su asaltado organismo.
Según la noticia del periódico, el sujeto Bartolo Dávila, vecino del secretario de Hacienda, venia rondándolo desde tiempo atrás, como lo hace el gato sobre el ratón, hasta que al fin logró encontrarlo de cuerpo entero y, sin darle ocasión de reaccionar, le descargó soberana tunda, a mandoble limpio e impulsaos alienados, dejando desorientadas las finanzas oficiales.
Hernán Gallego Arbeláez, tranquilo ciudadano que con nadie pelea, no se imaginaba que el denuncio que había puesto para que Bartolo Dávila dejara de alterar la paz del barrio con un gramófono a todo volumen y con sus frecuentes bohemias, provocara semejante arremetida. Hernán Gallego intervino a nombre de todos los vecinos e invocó el peso de su autoridad, la que en este caso se volteó contra él mismo, porque la órbita de mando de Bartolo era superior.
Se suponía que en corto tiempo se restablecería la tranquilidad, pero todo hace pensar que ha quedado más alterada. Desde que Bartolo viene convertido en jefe de una pandilla juvenil y entregado al deporte de saltar en motocicleta los obstáculos que Gallego Arbeláez hizo construir sobre el pavimento, demuestra que no le tiene miedo al jefe de las finanzas departamentales.
Desde entonces El Nogal, barrio que ignoraba el alboroto, no ha vuelto a tener sosiego. Hernán Gallego no tendrá así cabeza serena para combatir el contrabando de licores ni enderezar las cifras de su despacho.
Eran dos fuerzas que se encontraban a hurtadillas: la de mi estimado amigo Hernán Gallego, de espíritu tranquilo y tranquilizador, y la del alborotado pandillero que goza retando la resistencia de las autoridades y la paciencia de sus vecinos, entre los que hay jueces, magistrados y economistas, y entre todos no son capaces de desalojar el ánima perturbadora.
Había indicios fundados para el triunfo de la razón sobre la locura, pero sucedió lo contrario. Bartolo, que está sobreprotegido en su hogar, se sentirá hoy rey del barrio, si la fuerza pública no ha podido interferir sus andanzas y calaveradas.
La ciudad está llena de bartolos y vive intimidada por ellos. Cuando no son los motociclistas que, sin respetar norma alguna, irrumpen en cualquier dirección exponiendo la vida de los transeúntes, son los marihuaneros que al amparo del paternalismo incursionan por los mundos del atropello y el desenfreno.
La sociedad mira atónita estos desvíos de la conducta y no consigue defenderse de los peligros que la acechan detrás del muchacho desubicado que salta fronteras, como lo hacía Bartolo, y como lo continúa haciendo, seguro de que nada malo habrá de sucederle. Cuando más, lo llevarán al permanente y lo someterán al rutinario interrogatorio del que saldrá bien librado.
De nuevo en el barrio o en el sitio de reunión con sus camaradas, tramará la manera de vengarse de quien lo hizo conducir al permanente. Vendrá el ajuste de cuentas, como sucedió en este típico episodio de la vagancia, y perderá el ciudadano honrado, el personaje del cuento representado por Hernán Gallego, caballero cabal, el sujeto preciso para ser vapuleado en la vía pública. Pero la víctima bien puede ser usted, que parece reírse de estas trastadas del destino, y también el cronista, que no ignora de lo que son capaces los bartolos.
Vamos a tener que encomendarnos a algún santo protector de las trompadas, pues bien claro está que no valen influencias oficiales ni asociación de vecinos para huir de los espíritus traviesos. O utilizar sus mismas armas, como quien dice, aprender a manejar la yerbita y luego volar por los aires a merced del arrebato mental y la emoción delirante.
La Patria, Manizales, 11-XII-1980.