La guerra de los números
Por: Gustavo Páez Escobar
Dicen que la vida volverá a subir por varios motivos importantes, entre los que se mencionan los siguientes: nueva alza de la gasolina, proximidad de diciembre, la guerra en el Medio Oriente, la recolección del café, la reapertura de los colegios…
O sea, la vida sube por cualquier cosa. Sube, sobre todo, por contagio. Un alza contagia a otra alza. No hemos finalizado el año escolar y ya los colegios y las librerías están listos a elevar matrículas y textos. La tienda, donde se resume toda la economía doméstica, procura tener la mayor cantidad de mercancía para que sus depósitos sigan valorizándose, pero se encuentra con la misma dificultad por la que atravesamos todos los colombianos: la de estirar el peso.
Tan seria será la situación, que ya no existen billetes de $ 1. Los de $ 2 casi han desaparecido de la circulación. Una moneda por el mismo valor abulta el bolsillo: pesa, pero no vale. El billete de $ 5, de tanto trajinarlo como cosa insignificante, vive apenado; y la moneda equivalente se confunde con la de $ 2.00: es mejor que con ellas siga jugando el niño a ser rico. Y llegamos al billete de $ 100, ese papel que en la antigüedad constituía un capital y con el que la señora logra pagarse apenas un arreglo de uñas; y sólo las de las manos, porque si la vanidad llega a los pies, el gasto pesará.
El billete de $ 200 se consume en unas gaseosas, para que la familia no viva sedienta. El de $ 500, colorado y potente como toro de casta… ¡ese sí vale! Es el tesoro para defender. Ayer, por ejemplo, mi mujer se fue alegre con una colección de ellos a la galería y regresó furiosa. Los había gastado todos y volvía con el canasto a medio llenar. No hablo de canastos, porque estos también están escasos en los hogares.
Eso de echarse la mano al bolsillo, que es la manera habitual de decirle a alguien que gaste, que no sea tacaño, ya no cuenta en nuestros días, porque el bolsillo vive limpio. En el Quindío estamos en la época de recolección del grano, ese calumniado símbolo de prosperidad, y la plata llegará a manos llenas. A los cafeteros, se supone. Pero ellos también están cariacontecidos, y furiosos con el ministro de Hacienda, como mi mujer puede estarlo con el carnicero.
Los cafeteros están peleando con el almacén agrícola por el alza de los implementos; transando unos jornales cada día más costosos y menos productivos; forcejeando con el bulto que no quiere comprarles la Federación por «aguado», cuando hay mucha agua, o por «tostado», cuando hay mucho sol; y disculpándose a la postre con el gerente de banco por no alcanzar a cubrirle sino la tercera parte de la deuda y prometiéndole que en la próxima cosecha sí se desquitarán. Es una manera de estar «salados».
El servicio doméstico, que se acabó pero que todavía se usa, a precios astronómicos, se entiende, y al cual hay que darle más permisos que a los sindicalistas de las empresas, se alegra con razón cuando llega la cosecha. Tira el empleo, y sin ningún preaviso, ya que éste no se hace valer para con la patrona, como tampoco se usan ni la cortesía ni los buenos días, sale corriendo a los campos en busca de billetes.
Los cafeteros son de buenas con las recolectoras, y de malas con la economía nacional y con su propia economía, porque el aroma se les evaporó. Consiguen recolectoras, pero en cambio desmantelan sus hogares de servicio doméstico. El remplazo de la chapolera, si es que logra conseguirse así sea uno de esos residuos: humanos que da pena mostrar, significará no sólo otro esfuerzo, sino también un susto tremendo, porque lo más posible es que resulte ladrona y marihuanera.
Moviendo apenas unas pocas fichas de la economía colombiana, como aquí se ha hecho, se ve que ese fenómeno que los economistas llaman inflación, y los profanos llamamos carestía, consiste en darnos palo los unos a los otros, hasta hacer disparar la resistencia del país.
El Espectador, Bogotá, 22-X-1980.