Los huecos del país
Por: Gustavo Páez Escobar
El viaje por carretera de Armenia a Cartagena, que acabo de realizar, hubiera sido más confortable sin las trampas del camino. Un país puede medirse por el estado de sus vías. En los Estados Unidos los huecos son inconcebibles. En Venezuela el petróleo mantiene verdaderas autopistas. Y en Colombia el café, que debe generar progreso, es un personaje improductivo.
Hay una pregunta que mucho se ha repetido: ¿Qué se hizo la bonanza cafetera? Habrá que agregar, en el caso colombiano, que esos profundos y traicioneros huecos que aparecen en el sitio menos pensado y en las mejores autopistas, simbolizan el alma nacional. Un país que deja deteriorar sus carreteras está atropellando la vida de los ciudadanos.
En las temporadas de vacaciones las familias se desplazan a la Costa Atlántica y otros lugares de turismo en busca de descanso y las emociones de una naturaleza pródiga en paisajes y contrastes, en climas y sorpresas. Es una manera de escaparse de la fatiga y tropezarse con la muerte. A cada momento acechan al desprevenido viajante los desniveles, los tramos carcomidos, los vacíos, los hundimientos del terreno, sin señales que adviertan el peligro ni trabajadores que reparen los desgastes.
Las señales que orienten al viajero sobre las distancias de los pueblos y que en caso de confusión le indiquen la ruta precisa, o están borradas o nunca han existido. Sigo hablando de la carretera a la Costa, que es el mismo descuido que se observa en general.
Si en ocasiones aparecen las maquinarias oficiales es apenas para recordar que algo hacen los impuestos. Más adelante caeremos de nuevo en los baches que no se logran evitar y que rompen resortes y destrozan la paciencia.
Esos son los huecos no solo de un recorrido de Armenia a Cartagena, o de Ibagué a La Dorada, o de Tunja a Cúcuta, sino del alma colombiana que no logra mantenerse sana.
¡Pobre Colombia, tan descuidada y tan remendada! Si el viaje que hacemos por una de las tantas vías irregulares, convertidas a veces en verdaderas trampas mortales, lo intentamos por los caminos del espíritu nacional, poco cambiará.
Colombia es un país de huecos e improvisaciones, no solo en su topografía y sus obras públicas sino también en sus costumbres. Esos baches incrustados en la conciencia de los malos ciudadanos parecen reproducirse en las vueltas de las carreteras. Hay ineficacia para mantener las vías y también para impulsar el desarrollo y preservar la moral. El dinero no alcanza para las obras públicas porque ha desaparecido entre peculados y «serruchos». El ánimo se conturba, pero la protesta no pasará de ser un lamento en el vacío.
Las monstruosidades que se suceden con facilidad y que menoscaban el presupuesto y pervierten la moral pública, hacen dudar de nuestro destino. Oímos que las mafias, que todo lo corrompen, avanzan sobre Colombia como un ejército destructor. Los funcionarios públicos prefieren las trampas y no le tienen miedo al negociado, porque viven ausentes de principios. Primero la vida fácil, luego el servicio, parece ser la norma general. La gente se acostumbró a la molicie, a la improductividad, a la conducta irresponsable. Este vacío de la conciencia es peor que el peligro de las carreteras.
La inflación no se detiene y amenaza la estabilidad de los hogares. El dinero, todos los días más insuficiente para remediar las necesidades elementales, crea malestar y desesperanza. La canasta familiar sube mientras bajan las oportunidades de empleo y de una vida más digna. El techo y la educación no están al alcance del común de los colombianos. Frente a esta situación dramática, los padres de la patria toman sus valijas, llenas de viáticos oficiales, y se escapan por los caminos del mundo, más cómodos que los nuestros, sin baches ni sobresaltos.
Nuestras carreteras nacionales son un espejo del país: deterioradas, angostas, inhumanas, llenas de huecos…
El Espectador, Bogotá, 4-VIII-1980.