Soatá, «Ciudad del Dátil»
Por: Gustavo Páez Escobar
He vuelto a Soatá, mi pueblo natal, después trece años de ausencia. Ausencia solo física, cuando la patria chica late en el sentimiento como una arteria vital. El hombre, siempre en vía de regreso e introspección, vuelve una y mil veces al solar nativo por los caminos del afecto, la manera más auténtica de reencontrarse con uno mismo, con la propia gleba.
Años atrás, en un Festival del Dátil –y que de vez se recuerde que mi pueblo natal, capital de la provincia del norte de Boyacá, es la Ciudad del Dátil– recibí gentil invitación de las autoridades locales a hacerme presente en la Fiesta del Retorno, bonito pretexto para que los soatenses regados por todos los confines de la patria nos acordáramos de la madre tierra. Pregoné entonces, desde estas acogedoras columnas de El Espectador, que mi tierra, por más pequeña que sea y por más distante que la vean quienes no la conocen –y que el cielo los perdone– es sitio amable y pintoresco, limpio y ordenado, tibio para el afecto y constante para la hospitalidad.
Regreso ahora de sorpresa, silenciosamente. No es la Fiesta del Retorno con cuñas y algarabías, pero es el auténtico reencuentro con la tierra, el paisaje y las emociones, de este soatense, ahora vuelto escritor, que se siente muy a gusto mirando desde una ventana sobre la plaza la majestad del pueblo sosegado que camina despacio, es cierto, pero que no se ha dejado robar sus encantos. No es que los ojos del afecto lo hagan ver así: es que en los pueblos silenciosos, no invadidos aún por el modernismo, la vida, por tranquila, es más vida.
Es posible que esta crónica llegue a mi pueblo cuando ya con mi mujer y mis hijos haya regresado a otros lares. Para entonces podrán darse cuenta mis paisanos, al ver el nombre de Soatá en letras grandes de imprenta, que les cumplí la cita. En breve y vitalizante estadía me encontré de nuevo con la filosofía pueblerina, movida por menudos y al propio tiempo característicos personajes locales, con sus quejas y sus angustias, sus desvelos y sus aspiraciones.
Es apenas elemental rendirle honores al turismo de mi departamento. Al exterior se viaja con humos de superioridad y se olvida que es Colombia, por excelencia, tierra pródiga para la contemplación. Se vuelve por lo general del exterior con fatigas e indigestiones, sin asimilar nada cuando se carece de bases para meterse en otros ambientes y otras culturas. Al colombiano le falta conocer mejor su patria.
Boyacá, rica lo mismo en epopeyas que en horizontes turísticos, es uno de los mayores atractivos del país. El paisaje se vuelve embrujado con solo tocar la primera piedra del camino. Eso lo saben muy bien quienes transitan las carreteras de Tunja, Paipa, Duitama, Sogamoso o Villa de Leiva, entre trigales y aires campesinos. Algún día –y parece que no en este siglo, ¿verdad, don Eduardo?– la carretera asfaltada, tan lenta y tan esquiva, llegará finalmente a Cúcuta. Entonces se apreciarán mejor los atractivos de Soatá y Tipacoque, sitios que ahora disfrutamos quienes, desafiando el polvo y los trotes del camino, sabemos extraer lo mejor de estos parajes bucólicos.
Pueblos tranquilos, sembrados al paso de la vía, con sus placitas dormidas y sus iglesias tristres, saludan al viajero y lo empujan a seguir la marcha. Tunja, Paipa, Duitama, Santa Rosa de Viterbo, Belén, Cerinza, Susacón…. y ¡Soatá! Veinte minutos más y estaremos en Tipacoque, el fortín sentimental de don Eduardo Caballero Calderón, antes corregimientos de Soatá y ahora independiente por obra y gracia de don Eduardo, su primer alcalde.
Antes de llegar a Tipacoque, donde Caballero Calderón me espera gentilmente, pespunto estas líneas sobre mi pueblo. Reverdecida por árboles frondosos que alguna autoridad quiso echar al suelo –que Dios y la ecología se lo perdonen–, se extiende la plaza pulcra y acogedora, bien pavimentada, con sus faroles soñadores y su pileta rumorosa. ¡Quiera el cielo que, de progreso en progreso, no se llegue nunca al gigantismo destructor que acaba con el alma de los pueblos!
Un magnífico hotel de turismo que puede envidiar cualquier población tropical invita al viajero a pernoctar y quedarse. Dotado de todas las comodidades, atrae turistas de muchos sitios próximos y lejanos. Las calles del pueblo, empolvadas en otra época, ahora relucen por el pavimento. En el parque de la entrada, otro bello lugar siempre florecido, está la efigie del patriota Juan José Rondón, hijo de Soatá según afirmación del canónigo Peñuela. En la historia local se le considera tan soatense como Laura Victoria, Cayo Leonidas Peñuela, los Villarreal o los Escobar.
De resto, todo permanece igual, maravillosamente igual. Solo se extraña la ausencia de raizales familias que tuvieron que radicarse en otras ciudades en busca de universidades para sus hijos. Pero su recuerdo permanece vivo, una manera de estar presentes.
Algo habrá que decir, para terminar, sobre la carretera. Según la regla de tres expuesta en El Espectador por Caballero Calderón, la calle real de Colombia, que va desde Bogotá hasta Cúcuta, se terminará de rectificar y pavimentar hacia el año 2020. Yo la encontré aceptable, a pesar de la polvareda. Fue grata la sorpresa, después de trece años de ausencia.
Así lo pensaba, y casi me marcho con una mentira a bordo, hasta que alguien me comentó que la vía estaba “pasable» por haber sido arreglada con motivo del viaje del Ministro de Obras Públicas, quien dejó a los soatenses con las ganas de hacerle comer tierra. A última hora, como suele ocurrir, suspendió la visita, decisión muy sentida por el vecindario y muy aplaudida por el periodista, quien pudo gozar, si no del asfalto del año 2020, sí de la ficción de un sueño mentiroso. Redoblemos, por lo tanto, las baterías, desde Tipacoque y desde Soatá.
Mis paisanos me perdonarán si me les vine furtivamente, por fuera de programa. Pero aquí les dejo la constancia del retorno.
El Espectador, Bogotá, 7-VII-1979.