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Cimientos flojos

sábado, 8 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Muchas construcciones ave­riadas y otras derruidas dra­matizan hoy, después del terremoto, los efectos de la fuerza devastadora. En el país y sobre todo en sitios más afectados, como el Viejo Caldas, se sintió un grito de angustia cuando la tierra crujió y ame­nazó con la catástrofe. Lo que ha podido ser demoledor para la nación entera, y lo fue en no pocos casos particulares, se detuvo por fortuna y apenas arremetió contra sencillas y también vistosas estructuras, agrietándolas o derrumbándo­las, y por desgracia dejando también un sensible saldo de muertos y heridos.

Pasado el pánico, las ciudades y los pueblos comienzan la difícil etapa de la reconstruc­ción. El inventario de las desgracias crece todos los días con nuevas averías y nuevos blo­ques venidos al suelo. La gente, por natural instinto, ha corrido a examinar sus cimientos para asegurar mejores defensas contra otro remezón que más por nerviosismo que por lógica se teme a la vuelta de los días inmediatos.

Sería oportuna esta general revisión de las bases físicas de edificios y viviendas para que el país, perplejo todavía ante lo que ha podido ser peor, escrute sus cimientos morales y se pregunte si está preparado para otra clase de cataclismos, superiores a los eventuales de la naturaleza. De ese examen de conciencia debe salir la conclusión de que nuestras fuerzas están flojas.

El deterioro de las sanas costumbres, cuando se han perdido elementales nociones de decencia y firmeza moral, es una grieta que avanza con ímpetu destructor. Si a los cargos públicos se llega en plan de saqueo y se arremete contra los bienes del Estado sin ningún escrúpulo y sobre todo sin ningún castigo, la sociedad es la lesionada. Peor el caso cuando se abusa de las posiciones y las canonjías para  montar suculen­tos negociados, no solo con detrimento de las finanzas ofi­ciales, sino con merma de la credibilidad ciudadana. De la corrupción administrativa so­mos víctimas todos los colombianos.

Ese afán tan característico de los nuevos tiempos, de enrique­cerse a toda costa desde los altos despachos y también en los oscuros empleos, marca la tendencia de este país que carece de valores éticos y prefiere la vida fácil, sin esfuerzo y con trampa, al decoroso compor­tamiento. La gente es más dada a las artimañas, las ficciones, los negocios oscuros, los tráfi­cos subterráneos, las politique­rías y el deterioro de la conciencia, que al trabajo ho­nesto y enaltecedor, porque pocas cosas enaltecen hoy cuando la mediocridad es el común denominador.

Ser honrado, en estas calen­das y en todo el sentido de la palabra, parece un vicio. Pero no habrá salvación posible si la honradez, con todos sus atribu­tos, dejara de ser una guía social, sobre todo en los mo­mentos de tinieblas.

Graves desgracias habrán de ocurrir si no se rectifican los vicios de esta sociedad que ha olvidado los principios morales. Más que a los terremotos de la naturaleza, hay que temerle  a la corrupción de la conciencia.

Las ciudades averiadas se recomponen con hierro y cemento. Pero a las generaciones con cimientos flojos solo las endereza el paso de los siglos.

El Espectador, Bogotá, 22-XII-1979.

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Comentario:

La nota enfatiza sobre la crisis moral. No hay que olvidar que el contenido ético es la esencia y el gran soporte de cualquier organización humana. Se ha impuesto una moral triunfalis­ta. A los jóvenes se les dice que hay que hacer dinero “aunque sea ilíci­tamente”. Que se debe llegar a la meta a cualquier precio. Y se agrega: “Lo importante es reunir los primeros cinco millones, que la honradez viene después poco a poco”. Esto ha creado una moral de emulación, un espíritu de rivalidad. Pero emulación y rivalidad de la mala, de la destructora. Se aniquila el espíritu de solidaridad, de ayuda, de cooperación. El pernicioso afo­rismo maquiavélico de que “el fin justifica los medios” impera en la profesión, en el comercio, en el medio académico y en el agitado mundo de los negocios. Lenin, calificado de santo laico, no triunfó en Rusia por la fuerza de sus doctrinas. No. El zarismo llegó a tal extremo de descomposición moral que cualquier sacudida podía de­rrumbar el sistema. ¿Quién manda en Rusia?, se preguntaba. Y el pueblo decía: el zar. ¿Y quién manda en el zar? La zarina. ¿Y quién manda en la zarina? El libidinoso y corrupto brujo Rasputín. El artículo Cimien­tos flojos de Gustavo Páez Esco­bar, publicado como segundo edito­rial de El Espectador, invita a reflexionar sobre un tema de enor­me trascendencia. Horacio Gómez Aristizábal, Bogotá.

 

 

 

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