Tunja tiene sed
Por: Gustavo Páez Escobar
Vuelve el agua a escabullirse… La sequía se apodera, otra vez, de la ciudad blasonada que con todos sus títulos parece condenada a morirse de sed. A poca distancia de Tunja, un monumento recuerda la mayor gesta de la independencia colombiana. Se conserva intacto el puente por donde pasaron las tropas patriotas que nos dieron la libertad, y bajo él, por más simbólico que sea, el agua se desliza como evocación de una tierra humedecida para la exuberancia.
El turista se embelesa ante la solemnidad del paisaje pastoril que cautiva el espíritu y la mirada. Las aguas, mientras tanto, corren sigilosas en los contornos. Es el Puente de Boyacá lugar de silencio, de meditación, de alborozos patrióticos. Hilos constantes de llovizna fina se descuelgan refrescando la gleba con invasiones de rocío. El corazón, también inundado de riegos, se siente vaporoso.
Tunja, entrelazada por la misma historia, sobrevive, apenas a pocos kilómetros, sin agua. Ciudad de cielos húmedos y quieta en su pasado, está castigada por la sequía. Es una sequía penosa y humillante. ¡Tunja, la brújula de la libertad a donde hay que dirigir el ojo inquisidor, semillero de gestos heroicos, tiene sed! Es una sed recóndita y vergonzante.
El precioso elemento no circula por las tuberías. Nunca ha circulado. Son apenas burbujas que rumian los pesares de una ciudad acosada. Ahora el pueblo, cansado de su suerte, protesta. Quiere romper su tradicional mansedumbre y quitarse el yugo. ¿Pero acaso la esclavitud ya no pasó? Es otra, ahora, su sumisión. El enemigo armado quedó derrotado en mitad del campo de batalla, allí mismo donde hoy se levanta un monumento impresionante, rodeado de aguas puras. Puras como la libertad. Aquel otro enemigo, soterrado y bárbaro, silba en la penumbra. Es una ignominia para la dignidad tunjana, para la dignidad boyacense.
El boyacense, elemento sufrido y bueno como el pan campesino, no conoce la libertad absoluta. No ha aprendido a protestar. Las cosas le llegan incompletas, con lamentos de tubería. Los gobiernos se acostumbraron a entregar a Boyacá las obras por tajadas. El asfalto que se cree ha de llegar algún día hasta Cúcuta, se endureció, se volvió boyacense, apenas saliendo de Tunja. Años enteros se gastaron rectificando la vía entre Tunja y Duitama, y otra eternidad hasta Paipa. De ahí, hasta Soatá, tramo de vital importancia, pasarán varias generaciones si alguien no vuelve a redimirnos….
Tunja es la ciudad olvidada. Se le nombra, con unción, como una reliquia. Alrededor suyo se teje mucha literatura. Nos acostumbramos a mirarla como un mito, más que como el centro que respira, que ama, que siente sed. El desarrollo urbanístico es lento, perezoso. Los retoques de lo que deteriora el tiempo son incomprensibles dentro del concepto de la dinámica. La ciudad continúa quieta, estancada. Es un pasado de leyendas que perjudica, que incomoda, en lugar de beneficiar, porque no solo de glorias vive el hombre.
Boyacá es el corazón de la República. Se conserva allí inextinguible la semilla que ha fecundado a grandes poetas, escritores y guerreros. Cuna de políticos y presidentes, hoy está abandonada. Triste abandono en medio de glorias inmarcesibles.
Cuando escucho el propósito de convocar a un foro para delimitar, en los momentos actuales, responsabilidades por la falta de agua y esgrimir, para seguir limitándola, la ausencia de guarismos millonarios, siento tristeza por mi tierra. Es un juicio escapista que no debiera intentarse. ¡Tunja necesita agua! ¿Para qué lavarse hoy las manos cuando la garganta está seca? Tunja siempre ha vivido sedienta.
Hace veinte años, cuando por sus calles silenciosas, tiznadas de lluvia, de recuerdos y afectos, se deslizaba la juventud plena del cronista, ya sentía en mi fibra boyacense una restricción. El agua, en la ciudad de los cielos frescos y los vientos mojados, ha sido siempre escasa. A los domicilios llegaba y sigue llegando con aliento calmoso, como murmurando entre penurias.
¡Tunja tiene sed! Es la sed que le llega al boyacense por más distante que se encuentre, y que en ocasiones se vuelve, más que física, sed moral. No parece que deban repartirse responsabilidades, para evadirlas, cuando la víctima está agonizando por desamparo.
El Espectador, Bogotá, 26-VI-1978.