Rasguños del sectarismo
Por: Gustavo Páez Escobar
En vísperas del desmonte del Frente Nacional nadie quiere confesar que la pasión partidista vuelve a apoderarse de los hábitos colombianos. Por doquier se escuchan, tanto de prominentes figuras de la política como de caciques de pueblo, censuras a los viejos rencores que dividieron al país en dos partidos irreconciliables.
Muchos afirman que sus posiciones no son sectarias y hasta agregan presagios sobre el surgimiento de una patria mejor al término del Frente Nacional, pero siempre que sea su propio partido, y jamás el contrario, el que dirija los destinos de la República durante el incierto cuatrienio que se aproxima, y ojalá durante interminables períodos de predominio de su causa.
Conservadores y liberales, en el fondo una misma cosa, y apenas diferenciados por ligeros matices de color, consideran por separado que su doctrina es la mejor y se ufanan de ser los abanderados de programas de avanzada. Al grito de los partidos vuelve a resucitar, casi sin propósito, el morbo del sectarismo y tal pareciera que veinte años de receso en la pugna brutal y fratricida del pueblo no han sido suficientes para cicatrizar las heridas que flagelaron la vida del país durante épocas de dolorosa recordación.
Triste sería admitir que la terapia del Frente Nacional, habiendo impuesto una tregua en mitad de la guerra de los partidos, no logró la cura completa. El país actual es diferente al de hace veinte años, y mucho más civilizado, en el trato de los partidos, al de épocas distantes incrustadas en otros estilos de imposible vigencia en nuestros días.
Ya, por lo menos, liberales y conservadores se saludan de mano. El milagro del Frente Nacional no puede desconocerse cuando ha sido capaz de tornar corteses y hasta cordiales a enemigos furibundos que perpetuaban, de familia en familia y de generación en generación, el fermento del odio y la persecución.
Duele, y hay que confesarlo con sentimiento patriótico, que ciertos lenguajes que se escuchan a lo largo del país, y no únicamente desde la tribuna de barrio sino desde respetables órganos de la prensa, estén azuzando al animal político que todos quisiéramos dejar sepultado para que no termine devorándonos. Los candidatos presidenciales se acusan mutuamente de sectarios y se declaran exentos de esa alimaña.
Parecen olvidar que una manera de hacer sectarismo es el invocarlo. Las masas, que se dejan contagiar de las emociones que les transmiten sus jefes, terminan adoptando posiciones de prevención y recelo, cuando no de franca hostilidad para con su contendiente ideológico, quien en la más de las veces no pasa de ser el simple observador o el inofensivo practicante de la abstención o el escepticismo.
A liberales y conservadores solo debiera unirnos la suerte de la República. Los rótulos banderizos, en momentos tan azarosos como los actuales, no aportan ninguna fórmula redentora. Aparte del voto en blanco, a los colombianos poco les interesa, en su inmensa mayoría, votar por el peor candidato con tal de complacer su recóndito afán de emulación partidista.
La gente movida por el sectarismo y ansiosa de hegemonías –no importa de cuál partido, si en ambos hay barbaries y cruces–, defiende su intransigencia, sin detenerse a pensar si mañana tenga que llorar los infortunios del país y los suyos propios.
Cualquiera puede equivocarse. Lo grave es equivocarse por sectarismo, una fiera que suponíamos derrotada y que ha vuelto a arañar en el subfondo de las pasiones. Y ojalá que esos arañazos solo sean para recordarnos el horizonte de barbaries y cruces que los dos partidos, sin excepción, no pueden suponer que no resurgirá si se incentiva, y que nadie ha de desear para sus hijos.
El Espectador, Bogotá, 29-V-1978.