Guerra de generaciones
Por: Gustavo Páez Escobar
Han pasado ya los tiempos en que el «señor alcalde» era una figura inmensa, respetable y respetada. A la primera posición municipal se elegía a personas maduras y de virtudes acrisoladas, forjadoras del progreso comarcano y que, como tales, llegaban a regir el destino de la comunidad respaldadas por la autoridad de largas ejecutorias.
Aquellos señores patriarcales en quienes se identificaba el espíritu de sus territorios han ido borrándose para dar paso a nuevos estilos de mando donde prevalece la presencia de la juventud con reducción de la etapa otoñal que nos narraron los costumbristas, otra escuela desaparecida.
Y es que los tiempos han variado. Las generaciones anteriores tenían moldes muy diferentes a los actuales. La mayoría de edad se adquiría, teóricamente, a los veintiún años, pero solo después de los veinticinco la persona comenzaba a ser incorporada en los puestos públicos. El señorito de aquellas calendas hasta entonces no se sentía comprometido con la sociedad, luego de haberse quemado las pestañas entre profundos tratados y de haber estructurado su personalidad.
La mayoría de edad se consigue hoy, teóricamente también, a los dieciocho años, pero el ímpetu de la nueva era hace que el muchacho –y también la mujer, que se dice liberada– abran los ojos a los secretos del mundo antes de los quince años y vayan penetrando a las posiciones claves.
Si en otros tiempos hubiera sido inconcebible, por ejemplo, un «señor alcalde» de veintiocho años, en los actuales también parece fuera de sitio uno de cincuenta, y menos el de sesenta, de panza majestuosa y aspecto rubicundo. Este personaje está sustituido por líneas estilizadas y contornos dinámicos. La juventud llegó al mando.
Pasados los cuarenta años —barrera incómoda, que la sociedad ha tornado vergonzante, sin serlo—, hay algo invisible, ambiental, que frena al individuo. La empresa, sin pregonarlo, lo rechaza. Hasta en los avisos que ofrecen empleos ejecutivos (¿por qué ejecutivos, si hay tan pocos ejecutores?) se pide, fuera de uno o dos títulos académicos y de una sólida experiencia, una rebosante juventud de treinta años. O sea, se exigen requisitos imposibles.
La ley colombiana, inexistente en muchos casos, dispone en alguno de esos artículos que nadie recuerda y menos practica, que las nóminas de las empresas deben estar compuestas por un porcentaje de personas mayores de cuarenta años. Las solicitudes de empleo –una farsa más– han suprimido el renglón de la edad, como si esta no se llevara en la cara.
Vaya usted a pedir colocación con cuarenta calendarios a cuestas y verá cuántos portazos recibe. Es, como contrasentido, la época en que comienza a adquirirse mayor dominio y mejores aptitudes. La personalidad entra en la etapa del raciocinio, del temple para discernir los problemas, del rigor para formar el carácter. Pero el prematuro “anciano”, con alientos y lucidez para largas jornadas, se ve desalojado por caduco e incapaz. Está por fuera de la moda. Por fuera del mercado.
Las riendas del poder, en cambio, las asumen jovenzuelos encasillados por los cánones del nuevo estilo, de pronto sin habilidades para el trabajo, pero con exceso de juventud. Esta guerra de generaciones está trastocando a la sociedad. Se desprecian las luces y las experiencias de los «viejitos» de cuarenta años y se da entrada de honor a líderes inmaduros. En algunos casos resulta el experimento, porque no siempre se fracasa. Se pensará que por eso las cosas van así, en contravía.
El país necesita volver a posesionar al «señor alcalde» de los tiempos idos. Este símbolo no puede declinar. Se echan de menos, en los despachos grandes y pequeños, personas con autoridad, con experiencia, con talante. La edad y la experiencia marchan unidas. ¿Por qué pretender separarlas?
El Espectador, Bogotá, 24-IV-1978.