Entre contribuyentes
Por: Gustavo Páez Escobar
Mirando de lejos la manifestación de Belisario en la Plaza de Bolívar de Armenia, una vecina me aseguró que la campaña ganaría muchos votos y hasta la propia Presidencia si el candidato encontraba la fórmula para garantizar a las clases trabajadoras la disminución de impuestos.
«Los impuestos —expresó mi amiga— nos tienen medio muertos a los pobres empleados que no hacemos sino producir para el Gobierno. Año por año aparecen nuevos sistemas para triturar los ingresos cada vez más reducidos de los pobres. Los ricos, en cambio, se valen de mil maniobras para dejar de contribuir…».
Mi amiga, en diez minutos, había conseguido amplio auditorio. Ella, sin darse cuenta, estaba poniendo el dedo en la llaga. Hablaba del mercado que aumenta todos los días, del alza incontrolada en todos los renglones, del abuso en los colegios, de la escasez de artículos y de mil cosas más.
«Ahora —repetía con énfasis e indignación— estamos sufriendo las travesuras de unos jovencitos que acaban de graduarse de doctores y quieren sobresalir inventándose unos endiablados acertijos en los formularios fiscales».
«Para declarar renta en Colombia —corroboró alguien del grupo— se necesita la inspiración divina. Todos los años cambian formularios y los enredan en tal forma que no los entienden ni sus autores, esas ‘lumbreras’ que usted menciona con algo de desprecio, mi buena señora».
«Con desprecio absoluto» —acentuó la enfurecida contribuyente que había encontrado la fórmula para hacer electorado Y le comentó al grupo que ella dictaba clases en un colegio oficial y su marido era catedrático en la universidad. No tenían fincas para declararlas por la décima parte, ni café que se vende a precios de bonanza y se pone a figurar en pérdida, ni honorarios de médicos o de abogados que se atomizan milagrosamente, ni hatos de ganado que se evaporan para efectos fiscales aunque se multiplican más que las angustias de los pobres…
«Cada hijo nos cuesta un dineral —agregó alguien más— porque ya no alcanza la plata para la leche, ni para las drogas, ni para la despensa, ni para un techo decente. ¡La vida ha perdido su dignidad! Las personas a cargo ya no restan, sino suman…».
A estas alturas, Belisario trataba el problema de los cuatro millones de colombianos sin acceso a la educación y se preguntaba a dónde iban a dar los millonarios ingresos del Estado. Los integrantes de mi vehemente tertulia antiimpuestos se sintieron inspirados con la alusión de este país de analfabetos, y otro tomó la vocería:
«Por eso estamos como estamos. La educación es solo para las clases privilegiadas. A los pobres nos cuesta muchas privaciones llevar un hijo al colegio. Y para qué hablar de la universidad! Con un país instruido a medias no se consigue un pueblo digno. Las diferencias entre ricos y pobres son cada vez más notorias…».
El candidato seguía arremetiendo. Se preguntaba por qué la Federación de Cafeteros no estaba comprando la cosecha. Se impacientaba, y hacía impacientar al auditorio, con el ambiente de inmoralidad que sacude a Colombia. Ofrecía que en su gobierno no habría más pillaje y se castigaría con mano dura a quienes traficaran con el decoro del país. Prometía educación para todos y más alivios para las clases marginadas…
«Marginados somos el noventa por ciento de los colombianos —se inspiró de nuevo mi amiga la catedrática—. Somos marginados de los viajes al exterior, de los carros último modelo, de las residencias decorosas, del cambio de muebles y vestuario, ¡de una vida decente!… Acabo de hacer la declaración de renta y el Estado termina llevándose el 45 por ciento de los ingresos. ¡Y son rentas de sudor, de dignidad humana! ¿No ven ustedes que estos mecanismos fiscales le quitan estimulo y significado al trabajo honrado?».
«Se habla —intervino por primera vez el marido— de mafias internacionales, de grandes tráficos de narcóticos, de corrupciones por lo alto, de bajezas de todo orden. Los pobres trabajamos para que los mafiosos —¡una nueva Colombia!— se queden con nuestros impuestos»….
Hubo un aplauso cerrado. La excitación, o mejor, la ira del par de catedráticos había logrado conmovernos. Se marcharon asegurándonos que el Gobierno que lograra disminuir impuestos a los empleados, los de nómina abierta, conseguiría el respaldo del pueblo. La eventual oradora nos explicó, sin saber que acababa de ganar votos de adhesión, que en vista de las marañas del formulario habían tenido que contratar un asesor tributario (un impuesto más) para repartir las cifras.
«Y si no terminamos esta noche, el Gobierno terminará con nosotros, por extemporáneos» —remató con una mueca de dolor y escepticismo.
El Espectador, 17-IV-1978.