El maletín negro
Cuento de
Gustavo Páez Escobar
I
El titulo no da para nada, me censuró el amigo cuando le anuncié la intención de este relato. El título no es lo más, mi querido amigo, aunque usted suponga que de un maletín negro no puede salir un acontecimiento memorable. Lo intentaré, por lo menos.
Yo siempre he creído que las cosas triviales, bien observadas y mejor condimentadas, son las que eslabonan los grandes sucesos de la vida. El meollo va por dentro. Le llevaré, por lo tanto, la contraria al amigo que piensa que con semejante anuncio quedará predispuesta la atención del lector a pensar en el hecho oscuro, policíaco, con visos de encrucijada. Le demostraré que de un maletín, por más negro que sea, pueden brotar chispas. ¡Y vaya si me he metido en la grande!
Por otra parte, mi amiga Inés me tiene acosado para que escriba la historia del Maletín negro, con la que tanto se divirtió cuando se la narramos con mi esposa. Quiere Inés que se mantenga auténtica la historia, y como a las mujeres hay que hacerles caso, negra habrá de ser mi suerte si no logro trasladar al papel, con pelos y señales, como ella lo pide y como yo lo quisiera, los detalles de aquel suceso. A ella también se le ha ocurrido que soy un genio para emborronar cuartillas y vive recordándome que si pude satisfacer a mi parienta Susana en Los puros de un frac, también he de complacerla a ella con las peripecias de un viaje por la Costa Atlántica.
Dicho sea de paso, y ya que se atravesó de nuevo el frac que tantos apuros nos hizo padecer, parece que a mi querida familia no le agradó del todo que yo hubiera sido tan fiel con los detalles. Hubieran preferido, por ejemplo, que Susana fuera doña Ramona, y Jairo don Pánfilo, y María del Pilar la sílfide dormida. Uno no sabe, en definitiva, cómo agradar a la gente.
¿Ve usted, mi caro amigo, cómo fluye, poco a poco, la historia? Y espere, que la cosa sigue mejor.
Aquí me tiene en Medellín, con mi mujer y mis hijos, despegando a las cinco de la mañana con rumbo desconocido. O no tan desconocido, porque la intención era llegar ese día a Tolú, donde un amigo nos tenía reservada la cabaña. Seria una tierna temporada a la orilla del mar, con resplandor de luceros y susurro de palmeras. Las vacaciones, por más taquicardias que produzcan en su sola programación, tienen la ventaja de volver inspirada a la gente, así al regreso estemos más cerrados que el cielo para las casadas infieles.
La parienta de Medellín nos insinuó una y otra vez que hiciéramos el viaje directo a Cartagena. Eufórico yo con poder botar al mar las asperezas de un año de fatigas, lo mismo daba que el recipiente fueran las aguas de Tolú o las de Cartagena, y por el camino fui canturreando aquello de que «caracoles y corales formarán un sendero tapizado hacia el mar»… Me sedujo, de repente, la idea de pasar «otra noche en Cartagena, pero contigo»… Repito que las vacaciones le vuelven a uno el alma romántica.
Así me fui aletargando entre el sopor del día calcinante, pero plácido, y el espectáculo de la naturaleza pintada de arreboles. En Puerto Valdivia habíamos saboreado un pescado reconfortante y bien estaba que como sobremesa intentara un poco de reposo.
II
Mi mujer hace mil proezas con el volante, sobre todo cuando lleva a su lado al marido dormido. Discutimos antes la inconveniencia de pasar de largo por Sincelejo, que ya lo presentíamos a menos de dos horas y por donde debíamos desviar hacia la cabaña que nos tentaba a pernoctar. Era incorrecto, desde luego, que no observáramos la cortesía debida con el amigo de Sincelejo, gracias a cuyo esfuerzo teníamos listo el dulce remanso en las playas de Tolú, una hazaña en época de temporada.
Resuelta la estadía, mi mujer se recreaba con el esplendor de la naturaleza, alegremente taciturna, mientras yo restauraba las energías en gratas evasiones. Cuando desperté, volví a soñar con la llegada, que ya se hacía esperar, y de nuevo se me ofreció la cabaña meciéndose al impulso de la brisa. ¡Qué placentero resulta poder recrear el espíritu con tonificantes expectativas!
Algo brilló de pronto sobre la tersura de la vía, si por brillo puede entenderse un manchón negro que se atraviesa en el asfalto. Hacia él avanzábamos a pasos acelerados, sin adivinar que había aparecido —¡al fin!— el bendito maletín que anda refundido en las líneas de este relato. Allí estaba, solitario, esperándonos, el flamante maletín ejecutivo, abandonado en plena vía. Algún santo debió de tirarlo a nuestro paso para hacer más gratas las vacaciones. Habíamos encontrado, sin duda, un tesoro oculto.
Sólo un camión venía atrás, pero de seguro no había observado, como nosotros podíamos hacerlo, la magnética aparición. La indecisión en la vida daña muchas empresas. Un instante de zozobra puede echar a perder un futuro de prosperidad. Yo estaba todavía adormilado, rumiando la placidez de la siesta, y no hay que culpar a mi mujer, tan respetuosa del dominio ajeno, el que no hubiera frenado en el sitio exacto. Tres metros de distancia fueron suficientes para que nuestros competidores se lanzaran, como aves de rapiña, sobre la prenda.
Nos detuvimos, medio azorados y medio ansiosos, a un lado de la carretera, mientras los camioneros, más intrépidos para encarar el riesgo, y camioneros al fin y al cabo, descendían de la bramante cabina y se apoderaban de la presa. El pecado, por fortuna, atemoriza. Tanta incertidumbre debieron experimentar ellos, como nosotros la estábamos disimulando, y con pasos de animal grande se nos aproximaron con el maletín.
Eran tres hombres fornidos, templados en la inclemencia de largas travesías y duros insomnios. Uno de ellos tenía la cara cortada de lado a lado; a otro le relampagueaban los ojos con impresionante fiereza; y en el tercero aparecía la brusca expresión de los seres toscos.
—¡Se nos cayó! —aseguró mi mujer sin vacilación.
Su firmeza salvó el momento. Deduje después que ellos se habían acercado a proponernos un reparto amistoso, pero ante la actitud categórica de mi mujer habían quedado desarmados. Me miraron corridos, pidiéndome aprobación, y yo sólo hice un leve movimiento de cabeza. Recibí el maletín sin la suficiente naturalidad y no se me ocurrió siquiera extenderles una gratificación.
III
Echamos a rodar. Estaba, por fin, en nuestro poder el tesoro incógnito. Hasta entonces volvimos a respirar tranquilos, pero ávidos al propio tiempo por despejar el misterio. Mientras mi mujer encarecía que no lo abriera, mis pequeños hijos cerraban los ojos y se tapaban los oídos ante la detonación que presentían. Para mí el hallazgo significaba, ante todo, suerte. Nunca había encontrado nada en el camino de mi vida y no podía ser reacio ahora al llamado de la fortuna.
Desoyendo clamores, abrí el maletín. Ninguna bomba estalló, lo que era magnífico augurio. De entrada me tropecé con el finísimo reloj; luego, con el anillo montado en diamantes; más allá, con la cadena de oro; en otro sitio, con cheques y documentos, y por último, con varios billetes de loterías millonarias… En fin, allí podía estar el tesoro de Alí Baba. Y no seguí escarbando porque mi mujer me avisó que el camión venía persiguiéndonos.
Cuando quisimos reaccionar, ya nos habían atravesado el vehículo por delante del nuestro, mientras los tres mastodontes humanos descendían de él y se aprestaban a cercarnos. Se ignora cómo mi mujer pudo burlar la encrucijada y, ante el desconcierto de los perseguidores, escaparse por un agujero.
En dos volandas los camioneros arrancaron en abierta persecución. Nunca había visto yo, ni siquiera en las películas de terror, que un camión fuera capaz de tanta velocidad. Pero para eso estaba mi mujer, serena, muy posesionada de su función salvadora, que apenas miraba despectiva al espejo retrovisor para medir distancias con la banda satánica. El velocímetro pasó rápido a 80, a 90, a 100, a 110, a 120… Pero seguía pisándonos los talones el implacable enemigo. Parecía un monstruo alado.
Cuando mi mujer gritó que no daba más, en un abrir y cerrar de ojos estaba yo en el volante. La operación para traspasarnos el dominio del carro en plena marcha tuvo que ser acrobática y no se sabe cómo en tan apretadas circunstancias puede hacerse tanto. Ya estaba despierto del todo para dejarme alcanzar y de ese momento en adelante perdí la noción de la velocidad. Como imágenes tenebrosas pasaban por mi mente el rostro cortado de un camionero, la mirada luciferina del otro y el aspecto torvo del tercero. El camión poco a poco se fue haciendo pequeño y terminó desapareciendo.
Era bastante descanso, pero el peligro no había terminado. Pensábamos en la desinflada de una llanta, en el retén, en la escasez de gasolina… Nada de eso sucedió, por fortuna.
Por lógica, dejamos al amigo con la cabaña armada. A nuestro paso por Sincelejo nos acordamos de la recomendación de la parienta y, confusamente conformes, saludamos las playas de Tolú a las que prometíamos regresar algún día para refrescarnos en aquel remanso de paz, pero no ahora que íbamos en plan de guerra. Sobra decir que el amigo nos retiró desde entonces la amistad, y todo por el negro maletín.
IV
Cuando entramos a Cartagena advertimos que sólo habíamos gastado nueve horas en un viaje que está hecho para más del día. ¡Lo que puede el miedo! En la Ciudad Heroica —¡y vaya si cabe el calificativo a mi acción!— una cabeza muy sesuda terminó recomendando que antes de pensar en la propiedad del maletín, que proclamábamos como indiscutible, debíamos meditar en el muerto. ¿El muerto? ¡Sí! ¡El muerto! No podía descartarse, de ninguna manera, que el maletín pertenecía a alguien que había sido asesinado. Los asesinos éramos nosotros, si no entendí mal.
El lío era tremendo. La solución consistía en desprendernos del cuerpo del delito. ¿Pero cómo? ¿Acaso no quedaban testigos tan peligrosos como los camioneros? Ante hechos tan amenazantes estuve tentado a devolverme en busca de aquellos tiranos de la vía para proponerles el reparto del botín, como quien dice, el reparto del muerto. Al llegar a esta parte tengo, necesariamente, que hallarle la razón al amigo que me censuró el título, para convenir en que un maletín negro no puede suponer sino algo oscuro, policíaco, con visos de encrucijada.
V
Antes de enterrar el tesoro en lo más profundo del mar Caribe, justo era que, por lo menos, no lo lanzáramos con los ojos cerrados. No estaba mal el inventario, acaso para contarle a la posteridad que de nuestras manos se había escapado una fortuna esquiva. Con ojo sigiloso fui desempacando el contenido: el finísimo reloj que había visto en medio del azoramiento no era más que una maquinaria oxidada; el anillo enchapado en diamantes era físico cobre; la cadena de oro resultó un escapulario de trapo; los billetes de las loterías millonarias eran de tres años atrás…
Siguieron apareciendo, en su orden, unos calzoncillos limpios, un pañuelo a medio ensuciar y unas medias sucias. En un bolsillo secreto hallé unas cuantas monedas de a centavo, y antes de reservarme una para la buena suerte, me condolí de la devoción del muerto por esta clase de agüeros. Lo que restaba era poco: un lápiz sin punta; el aviso sobre unas letras de cambio, de las que no podía hacerme cargo; una notificación de cobro, que tampoco podía aceptar; la prescripción de una clínica de reposo, que no estaba mal para mi estado de ánimo, y una libreta de direcciones.
La libreta, por lo menos, me proporcionó alguna idea sobre la personalidad del difunto. Había sido, sin duda, empedernido tenorio, pues sólo aparecían nombres de mujeres. Juro, por respeto a su memoria, que no he hecho uso de ninguna de ellas.
Ya ni siquiera valía la pena lanzar el pobre equipaje al fondo del mar. Resolvimos arriesgarnos a dirigir al tenorio un mensaje a la dirección que habíamos descubierto. Pasaron dos días, tres, cuatro, cinco, sin recibir respuesta. ¡Más muerto no podía estar!
Como último recurso, y para no continuar echando a pique el descanso, nos propusimos, en acto heroico, olvidarnos del incidente. ¡Que viva el muerto!, exclamamos dos días antes del regreso, cuando ya las vacaciones se habían aguado. Y, efectivamente, el muerto resucitó. Recibimos un mensaje elocuentísimo que se deshacía en palabras de gratitud por la noble acción y nos anunciaba que ya venía en viaje para conocer y retribuir a sus honrados guardianes. Alcanzamos a pensar en las albricias, con las que le compraríamos a nuestro pequeño hijo un barco de fantasía y nos resarciríamos, en alguna forma, de los sustos recibidos.
El maletín permanece en Cartagena sin ser reclamado. Y seguramente nunca lo será, porque me parece entender que no existe ningún atractivo para rescatar unas mudas sucias. Y el resto vale menos, como dijo el poeta.
Soy gran propagandista de las vacaciones por tierra. Son un formidable remedio contra la neurosis o la fatiga. La fórmula es bien sencilla: deslícese por esas carreteras de Dios y espere paraísos insospechados. Pero no se le ocurra, nunca, detenerse a recoger un maletín, porque puede hacerle ver las chispas del infierno.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 18-I-1976.