Dar las gracias
Por: Gustavo Páez Escobar
Gracias, señora, por ayudarme a levantar hijos de bien. Gracias por su maestría de cada minuto en el afán doméstico. Gracias a usted, menudo corredor del barrio, por la botella de leche que coloca todos los días en la puerta del hogar. Gracias por el periódico que bien de mañana permite tomarle el pulso a mi patria. Gracias, señor vigilante, por sus horas de insomnio. Gracias por su amistad…
No es la jaculatoria que aparece en los periódicos comunicándose con el Espíritu Santo. Es una manera de recordar que la gente ya no da las gracias. Una de las palabras más sencillas y expresivas, ¡gracias!, entra en desuso. Al igual que la moral. El deterioro de las buenas maneras atenta no solo contra las tradiciones y los códigos, sino contra la decencia.
Esa fácil expresión está escapándose del lenguaje ordinario. Y además del sentimiento, lo que es peor. Los servicios no solo hay que pagarlos, sino además agradecerlos y estimularlos. Es elemental acto de justicia, que también lo es de elegancia.
Señal de buena crianza ha sido aquel «Dios se lo pague» que sale con tanta humildad y sinceridad de labios del boyacense. Una vez, en tierras nariñenses, una mujer humilde me entregó una bolsa con cuatro huevos por un minúsculo servicio que le había prestado. Alguien me explicó que se trataba de una tradición, de una fórmula simple de mostrar gratitud. La buena mujer acompañó su gesto con un «Dios se lo pague», y sentí que algo grandioso había sucedido.
Esto, en contraposición con la vida ruda e iracunda que niega las buenas expresiones. Carreño, personaje obligado de otras épocas que invadía el hogar y el aula escolar, para no abandonarnos nunca, está proscrito. La metamorfosis de los tiempos, que ha deshumanizado al hombre y que lo vuelve tosco, soberbio, grosero e ingrato, intenta anular una de las manifestaciones más auténticas.
¡Gracias, Señor, por permitirnos subsistir en este mundo conflictivo! El corazón parece como si se acomodara, como si cupiera en esta misteriosa composición de letras que vuelve dulce el tono y elocuente el mensaje, sin necesidad de discursos ni sofocos.
Dar las gracias es un acto primario. Nada nos llega por obligación. Los dones de la vida los recibimos por generosidad. A cada momento, y hasta en los hechos más triviales, la vida circula con apremios. Siempre necesitaremos la mano amiga. El lustrabotas, que humildemente se pone a nuestro servicio de pronto para estimular la vanidad, merece un reconocimiento.
También el taxista y el portero. La maestra que endereza al muchacho inquieto se tiene ganado un mérito que no todos le reconocen. El libro que se envía al amigo o al lejano escritor que alguien nos sugirió, y que resulto empenachado, exige, por lo menos, aviso de recibo.
El médico o el boticario o el radiólogo, por más retribuidos que estén, son merecedores de un gesto amable por el tiempo que nos dispensan. El cajero de banco espera de usted una sonrisa por haberle ayudado a cuadrar los billetes malolientes. La persona despedida del empleo es más digna de gratitud que de lástima.
Solo la ordinariez no es bien educada. Hay quienes ni se toman el trabajo de coger la mano que los sostiene en la caída. ¡Gracias, amigo, por su solidaridad! ¡Gracias por considerarme su amigo! Es un alborozo en la confraternidad. El gesto se hace espontáneo, casi infantil, o sea, incontaminado. La rosa expresa gratitud inclinando el tallo, y el jilguero, con un aleteo.
No dar las gracias es rasgo indecente, soberbio. Es mostrar arrogancia. Hasta el acto torpe, pero bien intencionado, debe agradecerse. ¿Acaso al hijo no le correspondemos sus travesuras con creces? Ser gratos con la vida es una postura de las almas elegantes, y lo contrario, una tacañería y una quiebra del buen gusto. La gratitud es un medio de convivencia que prodiga satisfacción. La ingratitud, una vergüenza y un pecado social.
El Espectador, Bogotá, 10-VII-1978.