La eterna escasez
Por: Gustavo Páez Escobar
Artículos y servicios de uso cotidiano se extinguen con frecuencia en los caminos del libre comercio, creando un estado de explotación que las autoridades, a pesar de los medios correctivos que la ley pone en sus manos, son incapaces de controlar. La vida, mientras tanto, registra niveles cada vez más especulativos, y la gente, que a duras penas logra flotar en medio de tantas penurias y sobresaltos, no consigue, en ocasiones a ningún precio, elementos indispensables de la canasta familiar.
Tal, por ejemplo, el caso del azúcar. Mediante estrategias conocidas, esta fue desapareciendo de las tiendas en abierto reto a las autoridades que amenazaban con aplicar rígidas medidas para los traficantes que en el mercado negro especulaban con precios desorbitados. Cuando la mano negra de la especulación se mueve en la oscuridad, se necesita una mano más fuerte para garantizar el acceso razonable a los artículos del diario subsistir.
No se ve, en el caso del azúcar, que la situación esté corregida. Se sigue abusando, con este como con otros artículos, de los precios autorizados, para imponer tarifas arbitrarias que el consumidor rechaza entre dientes pero termina pagando porque no le queda otro camino.
En meses pasados se llegó a un hecho increíble. La sal se había esfumado, como si alguna mano invisible la hubiera recogido. El especulador, que permanece con el ojo abierto en estas maniobras accionadas por los pulpos de los grandes negociados, aprovecha la ocasión para retirar de las vitrinas, al trasfondo del negocio, las mercancías en crisis, que se valorizan velozmente conforme acosan las necesidades.
Es, desde luego, un artificio bajo, para poner otros elementos rezagados, el de hacer surgir como por obra de encanto la libra de azúcar, de sal, o la botella de aceite, cuyos precios no deben discutirse en estos forcejeos del fuerte contra el débil.
Se dice que los elementos enunciados y otros que no es del caso citar se consiguen ya en cualquier tienda. Pero no a los precios anteriores. En esta guerra de precios, que los economistas llaman inflación, la canasta familiar vale más todos los días.
Es ilusorio esperar que el costo de la vida se detenga con sólo anuncios oficíales. Detrás de cada amenaza o multa —tan desacreditadas como irreales— viene la nueva alza, autorizada oficialmente unas veces, y casi siempre impuesta por los explotadores.
Es, por desgracia, método efectivo para subir el precio de una mercancía el de comenzar por la escasez artificial, pasar luego al mercado negro y finalmente surtir las tiendas y supermercados cuando ya los hogares han tenido que soportar el rigor de las arremetidas. La situación se normaliza, pero a otro precio.
El más grave problema del momento lo constituye el gas. Su expendio está limitado porque las fuentes normales del país se han disminuido. Conseguir un cilindro de gas es una proeza. A veces se consigue depositando un billete en la mano del operario. Pero esto es una solución a medias, y además ensucia la conciencia.
La alternativa es la cocina eléctrica, pero el bolsillo no alcanza. Superada de pronto esta emergencia, no hay luz. Si se adopta la estufa de gasolina, tendremos que hacer colas interminables ante un surtidor insuficiente para tanta demanda. La gasolina blanca, como derivada del petróleo, es artículo de lujo.
Cuando no falta el azúcar, será la sal. Al otro día, el aceite, y luego, el chocolate. Más tarde, la gasolina, o la gaseosa, o el fluido eléctrico; o el teléfono, o la carne. El transporte se vuelve escaso en vísperas del aumento de tarifas. Y el salario, cada vez más estrecho, si es que existe, apenas rinde para una alimentación a medias.
La paciencia, mientras tanto, se resigna a todo. Pero cabe preguntar: ¿Hacia dónde vamos? ¿Quién remediará tanta angustia de los hogares? ¿Resistirá el pueblo más privaciones?
El Espectador, Bogotá, 9-VII-1977.