La carretera: un atropello
Por: Gustavo Páez Escobar
Un pavoroso accidente acaba de ocurrir en la carretera entre Viterbo y Pereira, con saldo, hasta el momento, de catorce muertos y numerosos heridos graves. La excursión que un grupo de estudiantes de las universidades Tecnológica y Libre de Pereira había organizado para disfrutar del sano esparcimiento dominguero, se cortó bruscamente cuando el bus donde viajaban, conducido a velocidades absurdas por el chofer ebrio, perdió el control y quedó convertido en llamas.
Algunos sobrevivientes informan que desde el primer momento el chofer desarrolló altas velocidades, sin importarle las protestas de los varios pasajeros y estimulado por el ambiente festivo que reinaba en el bus y que hace confundir, en ocasiones como esta, la alegría con la muerte.
Es un nuevo y doloroso episodio que protagoniza un chofer irresponsable. Nuestras carreteras son escenario continuo de estos bárbaros del timón para quienes poco o nada interesa la suerte de las personas que no han tenido alternativa distinta a la de ocupar un medio masivo de transporte convertido hoy en uno de los mayores suplicios.
Cuando no es la guerra del centavo, que atropella toda norma de tránsito, es la insensatez de los conductores perturbados por el alcohol o la fatiga, que se lanzan sin freno y sin ley por nuestras maltrechas carreteras, considerándose dueños absolutos de la vía.
Vehículos no sometidos a controles frecuentes, pero ni siquiera a ninguna revisión antes de emprender el viaje, juegan con la vida de los pasajeros y en no pocas ocasiones disponen de ella a la menor falla. Hay tres causas que, de tanto repetirse, son ya monótonas: cuando no son las fallas mecánicas, es el exceso de velocidad o la embriaguez del conductor. O todo junto. ¿Quién es castigado por estas irregularidades? ¿Quién paga los muertos?
Muertos, heridos, lisiados de por vida, hogares destrozados suele ser el epílogo de estos desastres. Los sobrevivientes terminan confesando su disgusto por el abuso del conductor y describen todo un itinerario de tortura, en presencia de la catástrofe irreparable, pero no se conocen actos de solidaridad, de protesta colectiva, de defensa ciudadana, que dominarían los ímpetus del asesino en potencia. No es posible que una persona en tales condiciones juegue con la vida de treinta, cincuenta o más viajeros, y que nadie proteste.
El deterioro de las carreteras contribuyea la inseguridad sobre ruedas. Vías de tráfico pesado que requieren, en razón de su importancia y de su desgaste natural, adecuada conservación, quedan olvidadas de la protección oficial, convirtiéndose en verdaderas trampas mortales. Esto para no hablar de tramos menores que por falta de mantenimiento terminan en caminos veredales. Uno de los mayores avances de la civilización consiste en abrir vías de enlace con la humanidad. Y a más de abrirlas, en sostenerlas, pero que sean seguras y confortables.
Viajar por las carreteras de Colombia no es ninguna comodidad, como en otros países. El placer de los paisajes se menoscaba con los sobresaltos del camino. Las reglas de circulación están relegadas y los encargados de hacerlas cumplir se vuelven indiferentes, o sea, cómplices del atropello. Los policías viales, cuando aparecen, se muestran más complacidos en mortificar al conductor honrado que en frenar la alegre irresponsabilidad.
El luto que embarga a la ciudad de Pereira con esta tragedia que aflige a no pocos hogares se suma al impresionante drama de las vías, que casi no se nota por su inusitada frecuencia. Diríase que nos acostumbramos al infortunio. Y es preciso reaccionar.
El vistoso accidente de aviación, en primera página, no es menos sensible que la cadena de percances en carretera, reducidos estos a hechos parroquiales que casi no se notan, pero que al igual que aquel causa hondas heridas.
El Espectador, Bogotá, 17-VII-1977.