La bonanza y la cantina
Por: Gustavo Páez Escobar
Miles de obreros venidos de todos los sitios del país invadieron por estos días los campos del Quindío y de otras zonas cafeteras, atraídos por las cosechas que comenzaron a despuntar luego de algunas lluvias aisladas. Tan especial es la bondad del café, que esas lluvias esporádicas bastaron para que el grano acelerara su germinación.
Las cosechas, ya recogidas en buena parte, determinaron que multitudes de obreros invadieran las fincas en demanda de trabajo, y de paso presionaran altos salarios ante el milagro de las pepas de café cargadas de bonanza y de inflación, que se salían de su propio calendario para engrosar los ríos de la fecundidad.
Esa población nómada que va de cosecha en cosecha y que un día se ubica en el Quindío y más tarde en el Cesar o el Tolima, configura un interrogante para los sociólogos. Son familias desadaptadas, sin apego a ningún sitio y siempre insatisfechas dentro de ese constante deambular que las convierte en seres extraños para la región de turno. Por eso mismo, se tornan hurañas y hostiles.
Estos flujos humanos significan una carga para las zonas de cosecha. Como al finquero no le es permitido clasificar la mano de obra, sino que debe contratar hileras enteras de trabajadores sin forma de rechazar al marihuanero, al holgazán o al secuestrador, pierde autoridad para ejercer el legítimo derecho de defender su propiedad. No puede aspirar a nada mejor, pues en un abrir y cerrar de ojos, si no se apresura, otros finqueros engancharán las cuadrillas sobre las que se detuvo a sospechar.
El recolector de café es uno de los obreros mejor pagados del país. En estos días de presión, un trabajador idóneo devenga más de $ 20.000 mil mensuales, libres de gastos, pues el patrono debe atender el hospedaje y la alimentación. La suerte de esos dineros, que bien manejados deberían remediar no pocas penurias de la familia, resulta deprimente. Al final de la semana, los obreros, al sentir en los bolsillos el cosquilleo de la bonanza, corren a las cantinas con ansias desaforadas para el vicio y el despilfarro.
Son dos días de orgía colectiva, de embrutecimiento de la voluntad, que terminan succionando el jornal semanal y enriqueciendo los apetitos cantineros en un alarde tonto por mostrar el poder de la plata que todo lo compra y todo lo pervierte, desde la botella de aguardiente por la que no importa pagar tres veces más su precio normal, hasta la damisela que también eleva su tarifa a precio de explotación.
En Calcedonia se presentaron escenas insólitas. Veinte mil trabajadores se lanzaron a las cantinas con gruesas cantidades de dinero en los bolsillos, ante la mirada impaciente de las autoridades que solo contaban con unos pocos policías y se veían incapaces de contener aquella jauría humana. En corto tiempo se agotaron las existencias de trago y comida en la población, y las damiselas, por más que multiplicaban sus favores, no alcanzaban a atender la excesiva demanda.
A la postre, hubo necesidad de decretar el toque de queda, y ni siquiera así pudieron evitarse varias muertes y un número considerable de heridos. En una cantina, donde se bailó repetidamente la cumbia, se mantuvo, en lugar de la antorcha tradicional, un ramillete de billetes que se cambiaban cada vez que los anteriores eran devorados por las llamas.
No es preciso entrar en más detalles para pintar el drama humano de estas corrientes de trashumantes que van de campo en campo, como autómatas, en demanda de los pesos tentadores que luego son quemados, como en el caso de Caicedonia, al son de la cumbia y de la insensatez, y que lanzan al mercado de la prostitución llenos de odio y resentimiento.
La familia, mientras tanto, sufre los rigores de esta movilización colectiva que pasa de cosecha a cosecha trastornando la vida de las regiones y llevando a ellas un cúmulo de taras sociales, de iras contra los patronos, de alcoholismo y drogadicción. En una palabra, de peligrosidad.
Algo habrá que hacer para modificar este mercado del salario estimulado por una bonanza contradictoria que crea malestar y no prosperidad. La sociedad necesita protección. Es preciso preservar la moral y la paz de los campos. Las regiones agrícolas deberían interesarse en sus propios recursos humanos. Las modestas mujeres del pueblo, por ejemplo, son aptas para el laboreo de los cafetales y ayudarían, con la recolección de las cosechas, al mantenimiento del hogar.
El Espectador, Bogotá, 6-V-1977.