Salvemos el Parlamento
Por: Gustavo Páez Escobar
Se vuelve tema obligado del día el desprestigio de las corporaciones públicas. De nuevo se rebulle, y esta vez con mayor ahínco, la polémica sobre los auxilios parlamentarios, tema candente que muchos tratan de eludir y que es preciso debatir hasta sus últimas consecuencias, si se desea no dejar prosperar el ambiente adverso que se cierne sobre los padres de la patria.
Si bien es cierto que la conducta de unos pocos no debe empañar la seriedad de la corporación, no es menos urgente que se despejen las sombras que merodean ahora por estos recintos, para desenmascarar, sin titubeos ni proteccionismos, a los culpables.
En esta campaña por la depuración de las costumbres debe comenzarse por pedir cuentas a quienes recibieron los más altos honores de la República. Es el honor de estos el que se encuentra en duda. Cuando se sabe que unas partidas del presupuesto cogieron las de Villadiego y no se le explica a la opinión pública, con argumentos claros, el porqué de ciertas situaciones sospechosas, el país tiene derecho a escandalizarse. Aunque, si se miran las cosas de manera diferente, tal parece que el país, que en ocasiones se adormece entre tanto atropello de mayor o menor importancia, pierde su capacidad para protestar.
Nos lamentamos a mañana y tarde del sartal de indelicadezas, atropellos e atrocidades que suceden a lo largo y ancho del país. ¿Pero sabemos reaccionar? Cuando no es el auxilio que se dilapida en afanes politiqueros y que no cumple fin distinto al de malversar fondos públicos, es el contrabando flagrante que detiene la autoridad y que parece minimizarse ante la lentitud de mecanismos que pongan freno a tanto desafuero.
Las páginas de los periódicos se ven salpicadas a diario con la noticia del buque cargado de cocaína, del peculado repetido en tres lugares distintos, del tráfico de influencias que campea en los despachos públicos, del soborno descarado, de la evasión fiscal, del abuso de autoridad y de ese sinnúmero, en fin, de triquiñuelas que propician tan desastroso clima de malestar social.
Los procedimientos punitivos resultan lentos, torpes, ineficaces. La justicia, con sus normas obsoletas, con sus pasos tardíos, con su asfixiante formulismo, es una de las cuerdas flojas. Se requiere, ante todo, que el rigor de la ley castigue a tiempo y ejemplarmente a los culpables. Es general el clamor por que los delitos sean reprimidos con mano fuerte. Se extraña una justicia ciega, en el sentido estricto del aforismo, que no distinga entre el oscuro empleado que comercia en el rincón de su escritorio, y el flamante padre de la patria que despilfarra, a diestra y siniestra, partidas fabulosas.
La opinión pública se echa cruces cuando sabe que unos jerarcas de la Iglesia resultan involucrados en actividades dudosas, y luego se resigna al expediente del tiempo y los largos silencios, que crea escepticismo y trastorna la fe. Conforme no es lícito juzgar a priori, tampoco es justo permitir la murmuración con recesos inconvenientes. Nada tan deseable como la claridad, para que las dudas queden resueltas con oportunidad y sin equívocos.
La primera necesidad pública es la de salvar el honor de los cuerpos colegiados. Todo lo demás vendrá por añadidura. Tales entidades están demeritadas y deben cambiar de imagen. Es incuestionable que las actuaciones en falso de algunos de sus delegatarios, si no comprometen la dignidad de muy prestantes colegas suyos, menoscaban, inevitablemente, el lustre del conglomerado como tal. Se necesita que estos recintos de la democracia preserven su tradición de honestidad, de eficiencia, de sitios casi que dijérase invulnerables a los bajos instintos.
Y que si hay culpables, sean arrojados, como en el Evangelio, a las tinieblas exteriores, para escarmiento público y para honra del mismo Parlamento.
La Patria, Manizales, 7-IX-1976.