Revista Vivencias
Por: Gustavo Páez Escobar
Una gentilísima carta de doña Martha Uribe de Lloreda, directora de la revista Vivencias, me recuerda que la suscripción quedó vencida desde el año pasado. Tal recordatorio me produce desazón. Y para tratar de enderezar el descuido, imperdonable para quien siente la cultura y a veces tiene sus humos de escritor, permítame usted, doña Martha, que me apene en público por su tirón de orejas.
Valga la ocasión para amonestar, ya por mi cuenta, a los suscriptores de la extraordinaria revista caleña que de pronto siguen pensando que, a pesar de morosos, van a continuar recibiendo números de cortesía. Si nos metimos a la cultura es para ser perseverantes. Es una manera de anticiparme a otras cartas, doña Martha, y le anoto de paso que, como gerente de banco, sé conseguir clientes y cobrar cartera.
Vivencias, fuera de ser un órgano de gran calidad literaria, es una de las mayores demostraciones de creatividad. Sus realizaciones son elocuentes. No solo se ha sostenido durante varios años como esfuerzo inquebrantable que empuja la inquietud intelectual del país con dos concursos de novela, hoy por hoy el mayor evento con que cuenta el escritor, sino que estimula otras expresiones culturales. Conseguir que la revista salga con regularidad es de por sí una afirmación.
En un principio se dispensó poca credibilidad a este grupo de damas que lanzaban ideas medio bulliciosas en un medio que, como el caleño, no parecía el más propicio para parcelar un programa de largo vuelo en manos de unas señoras hasta ese momento desconocidas en el mundo de las letras. Cali, ciudad industriosa, con temporadas taurinas y mujeres hermosas, acaso no favorecía la imagen de tales proyecciones.
Se pensó en unas damas tocadas de burguesía que se asociaban para distraer el tiempo. Sus apellidos no hacían presagiar nada diferente. No se suponía que estos elementos de la alta sociedad, tertulias de clubes y de costureros, fueran capaces de mezclarse en aventuras que generalmente tienen más sabor a bohemia que visos de cosa seria.
Pero nos despistaron al coger altura. Han explotado, en alguna forma, sus apellidos tan bien enraizados para hacer cultura, y de la buena. Atrajeron el interés de la Fábrica de Licores y de otros organismos públicos y privados, los sostenedores de los concursos literarios. Y pusieron en Cali, en medio de las corridas de toros y del jolgorio del pueblo entusiasta, una cuna de la cultura.
A la revista se vincularon egregias figuras de la intelectualidad. Se debaten ideas, se plantean tesis, se escriben cosas novedosas… Cada dos años lanzan un nuevo novelista. Estos programas suponen fuertes erogaciones. Y detrás del engranaje, el consorcio de intrépidas damas, hábiles no solo como promotoras de relaciones públicas sino como intelectuales y polemistas, luchan contra viento y marea por no dejar sucumbir la empresa.
Han demostrado, para reto y vergüenza de muchos falsos apóstoles de las letras, que no se trata de las señoronas que supusimos zurciendo cuartillas en los salones sociales, sino de auténticas trabajadoras de la cultura que escriben poesía y editoriales, que suscitan controversias, que se untan de tintas y galeradas.
Por eso y por mucho más he corrido a despacharle a doña Martha el cheque de $300.00 que estaba refundido en mi cabeza olvidadiza. Escribo la cifra para que otros se matriculen o se pongan al día, antes de que llegue el tirón de orejas. La cultura se hace con tirones de oreja, con intrepidez y también con dinero.
Y una revista, sobre todo de la calidad de Vivencias, no vive de milagro. La propaganda, si algo tiene esta nota de ella, es espontánea, a manera de «mea culta», y que no se piense que aspiro a ganarme ningún concurso de novela, pues la cabeza no da para tanto.
La Patria, Manizales, 20-III-1976.