La usura, cáncer social
Por: Gustavo Páez Escobar
Para nadie es secreto que una de las actividades más estimuladas por los problemas económicos es la del prestamista particular. Conforme sea más escaso el dinero en sus fuentes normales de abastecimiento, que son los bancos, es natural que el agio adquiere mayores proporciones. Esta actividad, teóricamente condenada por la ley y flagrante a pesar de ella, está haciendo su agosto ante las necesidades cada vez más apremiantes del pueblo.
Es un cáncer protuberante que carcome el bienestar colectivo y amenaza con cercenar la tranquilidad de la familia. En el país hace carrera una tendencia en extremo maligna: la de darle categoría, encubriéndolo y estimulándolo, al usurero. Por lógica, este es más solicitado y se vuelve más importante en la medida en que el dinero se limite en los bancos. Hoy el interés de la plata no lo imponen, por desgracia, los bancos. Es el agiotista el que fija las tasas más abusivas.
Grandes capitales se amasan a la sombra, sin ningún esfuerzo ni escrúpulo, a merced de la penuria ajena. Y, lo que es peor, sin que se ejerzan medidas para contrarrestar tan monstruoso atentado. Si la usura está condenada por la ley, esto es apenas un sofisma, pues no se ven los mecanismos apropiados para atacar este flagelo.
El usurero trabaja en la penumbra protegido por la discreción de su clientela. Se dice que quien cae por primera vez en manos de un agiotista está condenado a la muerte civil, si no a la física. Cada vez se hunde más y más, conforme acosen las necesidades y se pulvericen las entradas, hasta que llegará el epílogo inevitable: la quiebra, la tragedia, la disolución social. Este enriquecimiento fácil no solo es uno de los más aberrantes delitos contra la dignidad del hombre, sino que se convierte en un descarado latrocinio público.
Muchas de las quiebras del país, pequeñas y grandes, tienen su causa en el interés usurero. El industrial en trance de quiebra nunca lo cuenta: se desacredita, y más rápido llegaría al fracaso. El comerciante, que espera recuperarse pronto trasladando el mayor interés a los artículos, se descapitaliza insensiblemente. El empleado común, a quien poco importan las matemáticas, no se fija, hasta que llega el desespero, que en pocos meses habrá pagado en intereses lo recibido en préstamos. Y todos callan. Es la ley del silencio que prescribe la sociedad.
¿No habrá manera de castigar a estos pulpos conocidos como agiotistas que viven a expensas del prójimo? ¿Cuándo volverá a ser la banca la reguladora del dinero? Hoy por hoy las tasas de interés registran, por dentro y por fuera de la banca, con gravísimas repercusiones para la economía del país —la carestía de la vida, una de ellas—, la más caótica anarquía.
Y no tan solo es usurero el que presta dinero caro. También lo es quien reduce el tamaño del pan; quien esconde las mercancías; quien especula. Lo es el tendero, y el distribuidor mayorista, y el acaparador al detal. Se dice que en la Edad Media un rey hizo prisionero a un opíparo prestamista y para castigarle sus fechorías ordenó que le sacaran un diente por día. ¿No sería posible extraerles a las sanguijuelas nuestras los dientes y algo más?
La Patria, Manizales, 16-IX-1976.
Revista Bancos y Bancarios, Bogotá, agosto-octubre/1976.