La difícil moral
Por: Gustavo Páez Escobar
Es la nuestra una decadente sociedad que perdió hace mucho tiempo el sentido de la ética y que, tan anestesiada se encuentra, que no reacciona ante el tropel de piraterías de todo orden que suceden a lo ancho y largo del país. Encontrar gente honrada en estas calendas resulta casi que una utopía, si la moral es un atributo que ya no se usa en esta metamorfosis de los tiempos.
Pobres generaciones estas que se levantan sin bases para jalonar el futuro del país. Días negros han de sobrevenir si no se corta el cáncer de la inmoralidad que está carcomiendo las raíces de esta sociedad que se desangra por todos los poros, ante el estéril rechazo de las gentes de bien.
Basta leer las noticias de prensa para enterarnos de las atrocidades que ocurren. Peculados, cohechos, extorsiones, abusos de autoridad, tráfico de influencias, difamaciones, atropellos de todo orden son el amasijo diario en esta revuelta olla de la podredumbre social. Nadie ignora que hay un monstruoso estado de corrupción administrativa en todos los ámbitos, en una cadena tan menuda y casi que imperceptible, que la gente se acostumbró a convivir con ella. Se trafica con la conciencia en un total desdoblamiento de la personalidad, sin ley ni dios, como si se hubiera perdido toda noción sobre la decencia.
No se habla por temor, pero también por falta de confianza en las autoridades, pues no se cree en la justicia. Hay padrinazgos por todo y para todo. Gente impreparada y de baja calaña ingresa por montones a las casillas de la administración pública con la credencial del político o del personaje influyente. Muy poco cuidado se presta a las condiciones éticas de la persona. Lo que importa es el padrino.
Con igual facilidad se compra, o se vende, la boleta de infracción de tránsito, que la voluntad del funcionario para influir en un negocio. Las cosas han dejado de hacerse por honestidad: se hacen por conveniencia. El empleado menudo no tramitará el expediente o el asunto de rutina si no está estimulado por la propina; y si no se la ofrecen, la exige. Y el «jefe», el de los poderes ocultos, el de las hábiles maniobras, experto traficante en estos mundos de tortuosos caminos —y sálvense las honrosas excepciones— tasará en la penumbra, a altos costos, su poderosa influencia.
Es difícil sobreaguar en este relajamiento de las buenas maneras. Resulta una proeza ser honesto, cuando el ambiente está tocado de impurezas. Las gentes de bien se horrorizan, pero se hacen a un lado. Esperamos que la depuración venga por lo alto, por poderes sobrenaturales, y nos cruzamos de brazos. El milagro se hace esperar.
No advertimos que la única tabla de salvación consiste en no ser indiferentes ante la corrupción, en rechazar la propuesta indebida del funcionario público que medra gracias a nuestra complicidad, en no tasar unos sucios honorarios con el empleado de impuestos que quiere asustar con la multa que está en sus manos desviar, en acabar con las «propinas», en denunciar la deshonestidad y no acostumbrarnos, en síntesis, a traficar con ella.
El país clama por una auténtica cruzada de depuración. Se necesitan correctivos ejemplarizantes. El ambiente está gangrenado, todos lo sabemos. Se vive el más tremendo clima de descomposición, donde todo se compra y todo se vende, hasta la conciencia, pero poco se hace para cercar el vicio con actitud valerosa. Y es que la gente se precia de ser honrada, pero calla, y hasta consiente ante la inmoralidad. Es esta una manera de ser deshonestos. La ética no admite concesiones.
El Espectador, Bogotá, 10-IX-1975.