La crónica roja
Por: Gustavo Páez Escobar
Don Ovidio: Discúlpeme usted si invado terrenos que no son de mi incumbencia. Lo hago, con todo, con el privilegio de ser lector de La Patria, y los privilegios crean derechos. Quiero referirme sin más preámbulos a la crónica roja, página que no puede suprimirse de los medios de comunicación pero que debe destilarse con moderación, con suavidad, sin toques noveleros ni escenas repugnantes.
La crónica roja, como su nombre lo indica, es la que recoge los hechos de sangre, la que registra las desgracias de la humanidad, pero no por eso debe despedir chisguetes de sangre ni pintar contornos escabrosos. El drama pasional, de tan común frecuencia, no ha de prestarse para despertar fantasías morbosas de periodistas apresurados en busca de sensacionalismos teñidos de purulencias, invadiendo intimidades que deben respetarse.
La honra de las personas muchas veces se pierde por el afán de plumas ligeras y mentes desaforadas que no se toman el cuidado de penetrar con sigilo en la noticia, de evitar la narración truculenta y hacer, en fin, menos áspero y más humano el infortunio ajeno, que en este mundo de los reveses puede ser mañana el nuestro.
Yo experimenté, don Ovidio, ingrata sensación mientras por las calles de Armenia desfilaban los ataúdes de dos obreros de las Empresas Públicas que habían quedado asfixiados por un alud de barro, y al mismo tiempo en la esquina que vende sensacionalismo se exhibía la segunda página de La Patria con los cadáveres de las víctimas en impresionantes escenas de angustia.
En uno de ellos, la pupila dilatada, la boca deforme, el rictus despiadado parecían haber sido enfocados por la lente del fotógrafo para hacer todavía más macabra la mala hora. En el otro, el rostro mustio del anciano emergía de su sepultura por entre palas y basuras, en desastrosa exposición de impiedad que no podrán olvidar jamás sus familiares.
No sugiero que el periódico eluda el contacto con la muerte. La desgracia es ingrediente de la vida que mal haríamos en ocultar, y que el registro periodístico tampoco haría bien en esquivar. Pero estos capítulos deben saberse tratar. Ojalá no se olvide el verso de Petrarca, incluso ante cuadros de inmenso dramatismo: «La muerte misma parecía bella en su rostro».
No es raro hallar en ciertos escritos el énfasis en el hecho espeluznante, en el rebuscamiento del perfil bochornoso, en la complacencia con la atrocidad. El vicio, el delito, la degradación, la fatalidad deben comentarse cuando sea necesario, pero con ánimo aleccionador. Los cronistas de la página roja deberían ser humanistas capaces de hacer brotar, hasta en las más infaustas circunstancias, brillo donde hay sombras, tersura donde hay asperezas, afecto donde hay dolor.
La niña violada, el esposo uxoricida, el padre depravado, la mujer descarriada, el hijo calavera, y tanto exabrupto de la vida, componen dramas de la humanidad. Son las inevitables lacras del destino. Pero cambiemos la apología de lo siniestro para buscar el lado amable de la vida. ¿Para qué especular con el muerto, presentándolo con la mirada torva, en vez de encontrarle el ángulo tranquilo que también tiene la muerte? ¿Para qué tanto rostro desfigurado, y tanta sangre, y tanta aberración, y tanta violencia?
Suelo saltarme en los periódicos las páginas desapacibles, y no porque carezca de capacidad para entender las dimensiones del mundo. Me chocan, sí, la rudeza y la exageración. Veo que a ciertos periodistas se les va la mano, y a ciertos fotógrafos se les desenfoca la imagen.
La Patria, Manizales, 2-VI-1976.