El coco del comunismo
Por: Gustavo Páez Escobar
Colombia es país anticomunista por excelencia, así a todo momento se nos asuste con fantasmas. Los intentos por implantar la anarquía han resultado siempre estériles. Y es que las profundas bases democráticas que forman el ancestro de este pueblo amante de la libertad no pueden destruirse de la noche a la mañana. Los profetas del desastre, que tratan de importar la revolución marxista, luchan por todos los medios, aunque en vano, por cambiar las estructuras.
Nuestras instituciones, por más tambaleantes que se vean en ocasiones, están defendidas por la fortaleza de caudillos que, ni aun en la hora del relevo, se retiran de la escena para no permitir que mentes traviesas atenten contra la vida civilizada.
Podrán existir estilos encontrados, y tal es el juego de la democracia en este país que se da el lujo de reñir unas elecciones con variados matices de opinión, pero siempre dentro del marco común de luchar por la libertad. Tras los máximos caudillos nacionales, protagonistas de grandes sucesos, marcha una generación aprovechada que no está dispuesta a entregar los puestos de mando a los enemigos de la libertad.
En pocas naciones, como la nuestra, que es ejemplo para el mundo, existen convicciones tan arraigadas. Nos descuidamos, es cierto, ante el avance comunista que ha venido infiltrándose en los últimos años, pero también sabemos reaccionar a tiempo cuando aflora el peligro. Por distintos medios se intenta ofuscar la vida del país con los conocidos sistemas del terrorismo, del atentado a la autoridad, de las noticias tendenciosas, de la insubordinación sindical, del alboroto estudiantil, pero el pueblo no se deja engañar.
Los tiempos cambian y las costumbres de hace cincuenta años acaso desentonen en nuestros días. Las ideologías evolucionan. Los líderes, por eso, deben contemporizar con el rumbo del mundo. Todo es mutable, hasta la democracia. Tampoco el comunismo actual es el mismo de dos o tres décadas atrás. Y ya se sabe que este sistema padece grandes crisis.
Los comunistas criollos, enredados en políticas que no digieren y enfrentados por su ubicación en las líneas de Moscú o Pekín, resultan a la larga los frustrados tirapiedras de hace treinta años a que se refería Arturo Abella y que ahora no contestan a lista.
Neruda, marxista convencido, terminó desencantado de Mao Tse Tung, aunque fue comunista hasta la muerte. En su última correría por la China se sorprendió con el culto a la deidad socialista, más que al sistema. Tiene conclusiones tajantes: «Y ahora aquí, a plena luz, en el inmenso espacio celeste de la nueva China, se implantaba ante mi vista la sustitución de un hombre por un mito. Un mito destinado a monopolizar la conciencia revolucionaria, a recluir en un solo puño la creación de un mundo que será de todos. No me fue posible tragarme, por segunda vez, esa píldora amarga».
Nuestros revolucionarios de la piedra y el ácido corrosivo, del policía mutilado y la bomba incendiaria, fanáticos de teorías confusas, y sin la lucidez de un Neruda, por ejemplo, juegan al comunismo en este país que no ha de asimilar ensayos foráneos. Dentro de algún tiempo habrá que volver a preguntar: ¿Dónde están, que no se ven, los tirapiedras del año 1976?
La Patria, Manizales, 28-VI-1976.