El abuso sobre ruedas
Por: Gustavo Páez Escobar
En un medio como el nuestro, atiborrado de asfixias y de asperezas, se vive bajo el continuo asedio del atropello. La vida es una carrera alocada contra la rudeza. Es un signo de nuestro tiempo, característico de una edad carente de sensatez. Aun las cosas más simples se tornan desabridas y a veces impenetrables por el sinfín de obstáculos con que chocamos a cada instante gracias a la crueldad –y no de otra manera podría calificarse– del mundo hostil que nos ha tocado en suerte. Se ha perdido el sentido de la lógica y la tolerancia. Todo resulta confuso y enrevesado.
Hablar del abuso es incurrir en un lugar común. La gente se acostumbró a atropellarnos, a ponernos zancadilla, a volver imposible la faena diaria. Y al hablar de la «gente» estamos todos incluidos, porque pertenecemos, querámoslo o no, a la generación del absurdo que nos ha atropellado irremediablemente.
Veamos, en serie, unas pocas torceduras que le pueden ocurrir al ciudadano común, como el autor de esta nota, y también a cualquier otro ciudadano. Los desatinos de la humanidad no distinguen, para que el mundo sea más igualitario, clases sociales, ni rangos, ni privilegios, y es la fórmula más risueña para sentirnos hermanados contra la desprotección y la torpeza.
Por los caminos del turismo abundan los obstáculos como si se estuviera transitando por campos de batalla. El agente de aduana, desaforado en persecución de contrabandos imposibles, revolcará el modesto equipaje hasta convencerse de que las pobres mudas escondidas en lo más íntimo de la maleta no constituye ninguna infracción. Habrá que pasarle, a regañadientes para él que espera mayor generosidad, cualquier devaluado billete para que no continúe echando a pique el resto del equipaje y de paso irritando más aún nuestra sensibilidad.
Qué inútiles y tontas resultan estas requisas que no tienen otro objeto que torturar la paciencia para extraer unos dividendos.
Más adelante aparecerá el guarda de rentas indagando por la botella sin estampillar, como si los cargamentos infractores se transportaran en frágiles vehículos. Al poco trecho irrumpirá la brigada de circulación escudriñando el pase que siempre mantenemos actualizado, y dudando de la tarjeta de propiedad que hemos conseguido con el sudor de la frente, y pidiendo pruebas sobre el extintor que no hemos destapado aún, y amenazando con la multa por no portar el inventario riguroso de la herramienta de emergencia, y asustándonos porque una farola va desportillada…
¡Vaya suplicio más inaudito el que nos propinan estos representantes de la autoridad tan celosos para martirizarnos la vida como fáciles para encubrir los auténticos delitos de las carreteras!
A la llegada a Cajamarca, cuando aún nos quedan fuerzas para subir las curvas de La Línea, nos encontramos con una aglomeración impresionante de vehículos que no avanzaba ni para adelante ni para atrás. Es una trabazón de los mil demonios y suponemos, por lógica, que algo grave ha acaecido. Cuando logramos escapar, nos hallamos ante la sorpresa de que es un desfile de reinas el que se ha apoderado de la calle principal. No hay siquiera derecho a contemplar el soberano despliegue y nos resignamos a maldecir en silencio la tranquilidad de las autoridades que así abusan de nuestro sufrido confort por la «calle real» de Colombia.
¿Para qué seguir enumerando los sufrimientos que hay que soportar por los caminos de la patria? Son apenas unas muestras de la intemperancia, de la indolencia, del mal trato que se encuentran, aquí y más allá, siempre que pretendemos echar una cana al aire. Pero es preciso no perder, para consuelo de tontos, el sentido del humor, y ojalá sea esto lo que más defendamos.
La Patria, Manizales, 30-X-1975.