Dos paisas en Boyacá
Por: Gustavo Páez Escobar
Adel López Gómez y su hija Gloria López de Robledo, asiduos colaboradores de La Patria y de otros órganos periodísticos, y por otra parte auténticos paisas, no resistieron la tentación de recorrer los paisajes boyacenses durante los días santos y encontraron de anfitrión nada menos que a Carlos Eduardo Vargas Rubiano, el famoso Carlosé, afiebrado propulsor del desarrollo turístico de Boyacá.
Carlosé, mi ilustre paisano –y conste que por estas tierras paisas del Quindío existen también boyacenses, a manera de trueque–, es un enamorado de su tierra, o mejor, de nuestra tierra. Son excepcionales las crónicas suyas en El Tiempo que no se refieran a algún tema boyacense.
No solo quiere a Boyacá, sino que la defiende, la proclama y quiere verla cada día más esplendorosa. Noble misión la suya de vivir repicando, con su lenguaje directo y de grato sabor, sobre las necesidades de la comarca, al propio tiempo que enalteciendo las maravillas de la naturaleza plácida que invita a la contemplación.
Adel y Gloria, que no se hacen rogar para apreciar uno de los espectáculos más embriagantes que tiene Colombia, descendieron de su montaña manizaleña y, entre rezos y arrebatos místicos, vieron desfilar la Semana Mayor de Tunja, una de las pocas ciudades que aún conservan todo el fervor religioso.
A Tunja se llega como a un santuario. Sus techos legendarios, cargados de historia, evocan epopeyas y misterios. Ciudad añeja y envuelta en denso manto de niebla, silenciosa y casi que inmóvil en su pasado glorioso, habrá que mirarla siempre con respeto y admiración, si su solo nombre evoca grandeza.
Depositaria de inmenso acervo cultural, conserva casi intactas sus reliquias coloniales. Sus templos son verdaderos museos donde el ánimo se conmueve ante la magnificencia de sus cuadros, de sus muros centenarios, de sus maderas artísticas.
Tópaga y Monguí, a un lado de Sogamoso y mirándose de reojo, son dos pueblecitos recostados en la estribación de la cordillera. En sus templos se guarda un venero de arte religioso. Se llega a Villa de Leiva por entre el sosiego de paisajes que obligan a la paz interior. Resucita en aquel itinerario ese afán que todos hemos acariciado alguna vez, de sentirnos caminantes de sendas encantadas. Es la estampa europea, con sus plantíos quietos, sus aires sedosos y sus atardeceres huidizos entre sombras y luces.
Villa de Leiva, dormida en siglos de historia, con sus añoranzas de próceres y hechos patrióticos, es el remanso donde se quisiera morir. Sus piedras milenarias, sus balcones coloniales, sus museos, su convento de monjas enclaustradas, sus calles melancólicas nos remontan a esos escenarios del siglo pasado colmados de paz y de sueño, que hoy están destruidos por el vértigo de la época.
El hotel Sochagota, en Paipa, reclinado sobre un lago apacible, es el hogar que encuentra el turista para calmar sus cansancios. En los alrededores han quedado otros hospedajes que sacian, como en los viejos cuentos de caballerías, la sed del transeúnte. El hotel Termales, con sus aguas vaporosas y relajantes, reconforta las energías para proseguir la ruta.
Duitama, con sus manzanas encarnadas, quizás haga despertar algún apetito dormido, y allí, para fortuna de los dos paisas buscadores de emociones, habrían de tropezarse con su pisano de la púrpura obispal, monseñor Julio Franco Arango, dispuesto a abrazarlos con su abrazo mitad caldense y mitad boyacense. Adel y Gloria habían salido santificados desde que en Tunja se encontraron con otro caldense, también de púrpura eclesiástica, el ilustre arzobispo de Boyacá.
Lástima que la brevedad de esta nota no permita continuar adelante por estos senderos de mi tierra. A los visitantes tampoco les quedó tiempo para proseguir la jornada. Yo los hubiera conducido por entre páramos y frailejones hasta Soatá, mi tierra chica, y les hubiera dado a probar un dátil. Les hubiera enseñado otros horizontes en aquellas anchas polvaredas que aún no han sido profanadas por el infierno del asfalto. La vida allí es bucólica, descomplicada y hasta arisca. Pero placentera. Y habríamos llegado a Tipacoque, el paraíso inmortalizado por Eduardo Caballero Calderón, rincón rupestre y altivo en medio de su sosiego. Algún día volverán y hallarán nuevos paisajes y latitudes insospechadas.
Por ahora bástenos saber que han regresado gratos con la hospitalidad de un terruño que no en balde se precia de ser amable y querendón. Y para no dejar adormecer el entusiasmo, aterrizaron en sus lares caldenses y empuñaron la pluma para contornear deliciosas crónicas que para ellos son un deber que no les perdonaría Carlosé. Boyacenses y paisas, cuando tenemos capacidad para medir la hermosura, podemos recreamos en elogios mutuos, y nadie puede contradecirnos.
El Espectador, Bogotá, 1-V-1976.
La Patria, Manizales, 10-V-1976.