La violencia urbana
Por: Gustavo Páez Escobar
Cayó sobre los campos de la patria, en un pasado que aún irrita la sensibilidad, el azote de la violencia como una maldición de Dios. El agro, que ha sido siempre el mayor testimonio de la Colombia próspera, se tiñó de sangre y de ignominia. Las hordas del fanatismo revolvieron las entrañas de la tierra, arrasaron las cosechas, cobraron vidas al clamor de los partidos y sembraron la desolación y el odio. Era como un virus que se inoculaba, insensiblemente, en la médula del pueblo despavorido y que conturbaba la conciencia y estremecía el espíritu. Panorama trágico aquel, no desdibujado aún del todo, donde el salvajismo, con sus más extravagantes expresiones, se desbocó por campos y veredas cual fiera indómita.
Pasada la borrasca, como en las siniestras noches del Apocalipsis, no se desvaneció por completo la impresión de la furia que podía despertar a cualquier momento, y las generaciones se fueron renovando con taras imposibles de remediar. Toda una época de choque, de trauma, seguía galopando en el recuerdo del país. Se habían abierto cicatrices que marcarían la más sombría imagen de la violencia absurda donde «hermanos a hermanos hacían la guerra», se mutilaban y se sacrificaban al grito de la insensatez, sin causa ni intención.
Vino luego la calma, que no la paz absoluta. Los campos, que habían quedado desolados, comenzaron a renacer. Algunos labriegos, con su fardo de heridas y de temores, regresaron a la tierra. Otros claudicaron para siempre. Se olvidaron de los montes apacibles, de los atardeceres esplendorosos y de la vida fácil en medio de surcos y de cosechas. Allí, entre aquella tierra regada con sudor, estaba parte de sí mismos al teñirse con sangre de su propia generación.
Muchos –que nadie podrá precisar en su magnitud– llegaron silenciosamente, medio corridos y medio optimistas, a las ciudades. Así, de perfil, se fueron deslizando por entre las moles de cemento. Admiraron, quizás, los largos edificios que se empinaban como gigantes o como seres ultraterrestres, o las chimeneas de las fábricas que resoplaban vida industrial, o el bullicio que parecía transmitir atractivos mejores que los de sus suelos asustados.
Mal podían comprender que habían ingresado a la masa amorfa de los grandes centros. Las ciudades se fueron alargando, se fueron extenuando. Era un crecimiento atropellado que creaba naturales traumatismos. Llegarían más tarde las invasiones, los cuellos de botella, los cordones de miseria.
La violencia, sin advertirlo las propias víctimas, se estaba trasladando del campo a la ciudad. La paz que se pretendía encontrar lejos de los escenarios agrestes huía, irónicamente, de nuevo a ellos. Restablecidos estos en su tranquilidad tras lento proceso de reflexión del país y de firmeza de sus autoridades, sus antiguos moradores, víctimas ahora, acaso inconscientes, de los sobresaltos urbanos, nunca habrían de regresar a sus fundos. El drama no puede ser más patético ante este éxodo que resulta inadaptado al propio tiempo para la ciudad y el campo.
El auge de las ciudades trajo a la larga una violencia peor que la rural. Los problemas sociales se multiplicaron hasta provocar la crisis que hoy soportan los centros. Los facinerosos, expertos en pescar en río revuelto, cambiaron también de escenario.
En lenta y casi imperceptible sangría diaria terminaron con la paz de las ciudades. La delincuencia se engendra, crece y se multiplica en los centros. La niñez abandonada, la prostitución, el atraco, el raponazo, la asonada nunca han germinado en los campos. Son hierbas exóticas que repudia la naturaleza campesina pero que estimula el urbanismo. Existe un velo de humo que no deja ver toda la densidad del drama.
Ayer fueron varios agentes del orden que explotaron en una maniobra cobarde. Después, el intento de volar una estación de policía. Luego, siete muertos en Cali, y la ciudad conmocionada por el alza de tarifas. Hoy, una niña secuestrada. Y todos los días, a cada rato, la piedra, la víctima que grita ante el atropello, el negocio saqueado, el muerto por la violencia del tránsito, la adolescente violada, la madre despavorida, la pandilla que irrumpe con su mascarilla de pánico y de muerte…
Es la época del desenfreno. La angustia se adueñó de nuestros días. La violencia asusta en las ciudades. Lejos, sepultado quizá para siempre, yace el fantasma de los odios políticos. Pero por los ríos humanos de las urbes camina y se agiganta el espectro de la violencia torpe y encarnizada. Como contrasentido, faltan brazos en el agro para las fértiles y tranquilas campiñas que se solazan, ausentes de cultivos y de estímulos, y que parecen llorar de nostalgia, mientras la patria sangra por otra herida.
El Espectador, Bogotá, 4-XII-1974.