El principio de autoridad
Por: Gustavo Páez Escobar
A propósito de los sucesos laborales ocurridos en el Banco Popular, cuyo desenlace es bien conocido, vale la pena detenernos en un aspecto que constituye uno de los pilares sobre los que se asienta la seguridad empresarial. No es posible concebir la buena marcha de ninguna organización si se debilita el principio de autoridad.
El Ministerio de Trabajo, luego de largas conversaciones con las partes del conflicto y después de agotar sus recursos de mediador, y viendo de otro lado que la entidad estaba exenta de los cargos que se le imputaban, declaró la ilegalidad del movimiento y autorizó a aquella para que efectuara los despidos del personal que persistiera en el paro.
Los directivos del Banco fueron prudentes para ejercer dicha facultad, en beneficio tanto de su propio personal como de la tranquilidad pública que se veía seriamente amenazada, y dejaron transcurrir dos días para efectuar algunos despidos, después de inútiles llamados al trabajo. Bueno es registrar que la mayoría atendió y entendió esta invitación, desde el primer momento los más, y otros con mayor lentitud y comprensible solidaridad para con sus compañeros en huelga.
La normalidad se fue restableciendo. El Banco fue sereno en la aplicación de la medida de despido. El personal que seguía en paro era cada vez más escaso. Sucede en estos movimientos masivos que las noticias no solo son confusas y contradictorias sino que además se recogen muchas veces sin ahondar en su autenticidad, contribuyendo así a enredar más la situación.
Se dijo, por ejemplo, del paro de 6.000 empleados, noticia que pasó de un periódico a otro. Resulta que la nómina total es de 5.000 personas, de las cuales deben deducirse los directivos tanto de la casa principal como de las regionales y un buen número de empleados que se habían marginado del movimiento.
Se seguía, con todo, insistiendo en una cifra voluminosa, y esto no obstante que en los tres días siguientes el éxodo hacia la legalidad era cada vez mayor. Se creaba, con ello, flaco servicio al mismo Gobierno con estas noticias distorsionadas que calaban en el ánimo de otros sindicatos y sobre todo de personas interesadas en pescar en aguas revueltas para estimular los anunciados paros de solidaridad, cuando lo cierto era que el movimiento estaba prácticamente extinguido.
Se alarmaba, además, con la noticia de despidos a granel y en ocasiones los cálculos llegaban a cifras escandalosas, como la de 1.500 registrada en algún periódico e hinchada en ligeros noticieros radiales caracterizados por el sensacionalismo. Bien valdría la pena, en honor a la verdad, que se diera a conocer el número de despidos, para que pueda apreciarse con la honradez que persigue esta nota la exacta proporción de los hechos, y para sentar un precedente en favor de la deseable mesura en casos de tal naturaleza.
Con bastante conocimiento de causa creo que los despidos no fueron mayores del cinco por ciento de la nómina total, lo que prueba la prudencia y magnanimidad del Banco, que, aun con las herramientas legales en su poder, continuaba tres días después de decretada la ilegalidad repitiendo continuos llamados al personal que insistía en su intransigencia.
Comenzó a flotar en el ambiente la amenaza de un paro general de la banca. La misma actitud que en el gobierno de Lleras Camargo se suscitó y que fue reprimida y derrotada con mano fuerte, como lo aconsejaba la paz de la nación.
La situación interna del Banco Popular estaba controlada. Se hablaba con beneplácito de un acto de autoridad, de un magnífico precedente, y la opinión, que camina con tanta propiedad por calles, cafés y tertuliaderos, predecía mal destino para el anunciado paro de solidaridad, si el Gobierno se mostraba firme en sus propósitos.
De un momento a otro el ministro de Trabajo celebró, sin la firma del presidente de la institución, un acuerdo con el sindicato mediante el cual se legalizaba lo que se había decretado ilegal. Los despedidos quedaron reintegrados al trabajo, como si nada hubiese sucedido. Acaso fue dada esa absolución para despejar la Navidad y para sosegar, en época tan impropicia y por eso mismo bien escogida por los líderes, la paz laboral, si era que realmente estaba tan afectada como de pronto se podía estar especulando.
Pero se ha dado, entre tanto, duro golpe al principio de autoridad. Y no sólo para el Banco Popular. Hay, de por medio, asuntos de derecho. Ojalá, y así debe desearse, no se quebrante la autoridad empresarial, que es la propia autoridad del país, con actos como este. Debilitada se ve, en efecto, la imagen del patrono con esta reversión. Su autoridad, y esto no puede dudarse, ha quedado disminuida. Pueden derivarse grandes perjuicios, a menos que se encuentren fórmulas salomónicas.
Ojalá se entienda esta nota con el ánimo constructivo como está inspirada. Que por lo demás, al resultar su autor parte del proceso, lo que no le impide opinar desapasionadamente como si no lo fuera, no abriga retaliaciones y menos malquerencias dentro de su ámbito de trabajo. Se puede en este caso separar muy bien el funcionario del Banco del articulista.
Es la suya una manera franca y bien intencionada de expresar inquietudes que puedan aportar, como es su deseo, algo positivo dentro de este don precioso de la libre y respetuosa opinión. Nada tan deseable para él como que los reintegrados al trabajo rectifiquen actitudes rebeldes, motivados acaso por la benevolencia con que se les trató, aseguren sin falsos temores su tranquilidad y todos contribuyamos a la armonía laboral.
Deplorable, sin lugar a dudas, el retiro del doctor Eduardo Nieto Calderón, el forjador del Banco y quien hasta último momento luchó por la vigencia de sanos principios. Ojalá que su fuerza moral, que redimió del desastre a esta entidad resquebrajada, marque pautas para que el Banco Popular sea cada día más grande.
Me asalta, de repente, y cuando aún desconozco qué medidas colaterales estudiará el Gobierno en su sabiduría, el temor de que si se debilita el principio de autoridad, tanto en el Banco Popular como en cualquier institución, las cosas no marcharán bien. Salvemos, por eso, esa regla de oro de la administración.
El Espectador, Bogotá, 22-XII-1974.