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Archivo para domingo, 15 de mayo de 2011

Cerca y lejos de España

domingo, 15 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Leer a Humberto Jaramillo Ángel en sus sen­tidas crónicas sobre España, trabajadas a lo largo de vehemente vida de estudio y hondas compenetraciones, es refrescar el espíritu. Hombre de in­trépidas disciplinas intelectuales, se dedicó desde su mocedad, con devoción y fe, al cultivo de las letras, y no le ha permitido tregua a su afán de recorrer, con paso de explorador, los senderos de la literatura universal, pero sobre todo los intrincados ramales de la España de sus ensueños y sus quimeras.

Humberto Jaramillo Ángel posee, como pocos, sólido conocimiento de la literatura española. Son cuarenta años consagrados a la investigación, al escrutinio, a la apasionante vivencia de pretéri­tas páginas de caballerías, de aventuras y romanti­cismos, deterioradas, por desgracia, en nuestros días, y que él logra revivir cuando rastrea los filones de ese inmenso acervo cultural.

Un día se matricula en la escuela de Azorín y desde entonces su mayor preocupación es la de ser fiel discípulo del delicado estilista. En su infatiga­ble peregrinar por los caminos peninsulares va tro­pezándose con los grandes maestros de épocas dora­das que plumas como la suya no dejarán oscurecer. Es el caballero andante que termina familiarizán­dose lo mismo con Juan Ramón, que con Cervantes, que con Baroja, que con Unamuno. Y penetra, con ojo avizor, en el alma de sus personajes para desen­trañar el misterio de esos estetas del pensamiento, y luego asimilarlos y hasta desenmascararlos.

En sus interminables indagaciones, y mientras devora libros y más libros, que sabe digerir, aguza los sentidos para entender no solo difíciles circuns­tancias literarias perfiladas con la marca de épocas y de costumbres diferentes, sino para auscultar el lado humano de sus héroes, a quienes sorprende a veces entre ignorados arrebatos o entre impercep­tibles aventurillas y debilidades.

Son sus crónicas Cerca y lejos de España el trasunto de toda una vida de deleites espirituales, de viajes imaginarios y de perseverancia en princi­pios estéticos de imposible renuncia. Resulta este acopio de breves pero profundas pinceladas como píldoras de sabia inspiración.

Una cosa es Jaramillo Ángel, el columnista de La Patria, ocupando su espacio con el acontecer parroquial, con la glosa ocasional o con el ensayo erudito pero veloz en la circunstancia propia del periodismo; cascarrabias un día, regañón otro; y cosa muy distinta es el maestro que recoge en su breve libro lo mejor de sus prosas, lo mejor de sus añoranzas, lo mejor de su sensibilidad de soñador de caminos, trigales y horizontes, y nos lo en­trega en trozos fascinantes, bien concatenados y mejor cincelados.

Por las venas de Humberto Jaramillo Ángel co­rren ríos de esperanzas. Claman, en sus intimidades, las tierras pródigas que habrán de abrazarlo, muy pronto sin duda, entre mieses y susurros. España está en mora de hacer accesibles sus senderos para este eterno enamorado suyo. Conoce él, palmo a pal­mo, sus escritores, sus libros, sus paisajes. Lo con­mueve la epidermis de este pueblo que se le ha me­tido en el alma, y si su pie no ha pisado los caminos que tanto ha trasegado entre volúmenes y ensueños, España está hoy más cerca que nunca, y no solo de sus sentimientos, sino también de tangibles albo­rozos.

En cántico lleno de emoción lo explica él mis­mo: «Hay que amar a España (…)  Otros la ama­mos, sin conocerla, porque hemos estudiado su his­toria. Porque hemos bebido sus licores o porque he­mos leído a todos sus poetas» (…) Es que no puede estarse amando a España sin tener, en las venas y en las pupilas, viento de sus sierras, perfume de sus cármenes, vino de sus toneles o luna de su cielo».

La Patria, Manizales, 31-VII-1974.

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El laberinto de Nixon

domingo, 15 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hay seres extraños, o mejor, privi­legiados, como el Presidente norteamericano, que nacen predes­tinados para la lucha y di­fícilmente sucumben ante los embates del adversario, no importa que para mantenerse a flote sea preciso compro­meter el prestigio personal y sacrificar su comodi­dad. La mayor característica de la vi­da pública del señor Nixon es su temple para superar los escollos que ha tenido que vencer a lo largo de la inconclusa batalla que arranca de los albores de su carrera contra escabrosas acechanzas, en conquista de competi­dos escaños parlamentarios, hasta su tenaz propósito por alcanzar el primer puesto de la nación, derrotado varias veces en su empeño, pero no exte­nuado en la contienda.

Cuando parecía seguro el triunfo tras denodadas jornadas, el magnetismo de Kennedy, personaje que como contraposición esgrimía sus primeras armas, truncó las aspiraciones de Nixon por el más precario margen que registra la historia. Nixon, apabullado y maltrecho, no abandonó el escenario y más tarde le mostró al mundo lo que vale una persona convencida de sus ideales. No hay duda de que él nació para ser fuerte en la adversidad. Su estoicismo es el arma que no han descubierto sus enemigos.

Si en el caso de Kennedy su buena estrella le hizo conquistar los más ambiciosos triunfos y lo colmó de gloria, tal parece que el sino de Nixon se ha empeñado en voltearle la espalda. Nunca, quizá, un presidente norteamericano se había visto tan aco­sado por sucesos menores del aconte­cer doméstico.

El caso de Watergate pesa en tal forma contra el prestigio de la más poderosa nación del mundo, que tiene tambaleando la estabilidad del Gobier­no. Con más suerte de la que acompa­ña a Nixon, es posible que Kenne­dy habría desbaratado sin mucho esfuerzo esa maquinación. La historia demuestra que el espionaje es tan antiguo como el mundo, y que se trata de un recurso, de una herramienta de los Estados para detectar la presencia de fuerzas o de elementos ex­traños que deben vigilarse para poder gobernar.

Pero en la situación de Nixon, para quien las cosas no nacieron fáciles, este acto se tornó explosivo y ha tomado tal magnitud, que está a prueba la pro­pia seguridad gubernamental. Se con­centra el problema en unas cintas mal resguardadas. Los Esta­dos están expues­tos a pequeñeces que se agrandan en ocasiones y atentan contra su equili­brio. Cuando no son unas cintas, pue­de ser un enredo de faldas o la infiltración de un espía en las altas fi­las de mando.

Nixon, como veterano luchador, de­fiende su decoro, que es al mismo tiempo el decoro del Gobierno, y se niega a entregar las grabaciones por considerarlas documentos privados del Estado, actitud que para sus opositores resulta fácil combustible para propagar suspicacias y atentar contra el prestigio oficial. Nixon demuestra que es hombre de pelea. Pero decaen las accio­nes de su administración. Proliferan las en­cuestas y las cábalas. Él trata de salir del laberinto. Como hom­bre de lucha sabe que su arma oculta es la tenacidad, que ha esgrimido en otras ocasiones y con la que espera triunfar de nuevo.

Parece un contrasentido que mien­tras el veloz Kissinger soluciona con­flictos en sitios neurálgicos para los Es­tados Unidos, su Presidente siga atra­pado en la encrucijada de su propio país. Aunque no es improbable que la destreza política de Nixon, y sobre to­do su resistencia, terminen enseñando que los laberintos son confusos pero tienen salida.

La Patria, Manizales, 18-VI-1974.

El cheque chimbo

domingo, 15 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La jerga bancaria ha consagrado giros y palabras de tal alcance que difícilmente son sustituibles por sinóni­mos y ni aun por ideas afines, sin menguar su elocuencia. Tal el caso del «cheque chimbo», expresión de exclusiva patente colombiana, arraigada no solo en los bajos fondos, sino también en las altas esferas, donde se usa y se abusa de su empleo.

Por desgracia, el cheque chimbo, ese papel deteriorado que Morínigo en su Diccionario de Americanismos no ha tenido empacho en endilgárnoslo como moda muy a la colombiana, se ha con­vertido en una institución, en un surperestado que subsiste contra el querer del propio Estado, y que hace énfasis de un abierto descaro en el giro de los negocios.

El cheque en descubierto es una en­fermedad del país. Dibuja la endemia de un país pobre. Y entraña un acto de descomposición moral. El hábito, o la manía, o la simple tolerancia le han dado fuerza a este método que, no por ilegal, deja de ser una práctica mercantil.

La letra de cambio, acaso por su efecto restringido, ha venido perdiendo categoría. El cheque, por más descubierto que esté, es para muchos un papel más efectivo, no solo como me­dio circulante de mayor agilidad y presión, sino además, y primordialmente, por el amparo que le da la ley, que establece para el cheque chimbo un acto antisocial, consagrado en la ley penal. mientras que la letra incumplida es apenas un trance que se dirime por el código civil.

El país está inundado de cheques sin fondos. Este papel, que debería ser un billete de banco, como lo fue en mejo­res tiempos, cuando la ética era un emblema, ha perdido seriedad como instrumento de comercio. Seamos realistas. No es la facilidad que existe para ser cliente de banco, en contraste con viejas épocas en que no se conocía tal democracia, la que ha distorsionado la buena imagen del cheque. Es la me­tamorfosis de los tiempos. Es el relajamiento de los sistemas.

Suele imputársele a los bancos alto grado de responsabilidad en este terreno, por exceso de tolerancia, por miramientos desmedidos, por falta de rigor, por proliferación de oficinas que desenfrenan voraces competencias y que vuelven flojos los sistemas correc­tivos. Hay algo de todo esto. Pero el problema tiene raíces más pro­fundas.

El mismo comercio, como un contrasentido para su propia actividad, es­timula el cheque en descubierto. La vi­gencia del cheque posdatado, que el corredor de comercio no solo acepta sino que presiona, muchas veces a conciencia de que esta letra de cambio, que lo es en la práctica, se converti­rá más tarde en un nuevo cheque chim­bo, cuando no en un vale cualquiera.

El cheque, que por naturaleza es un documento pagadero a la vista, pierde así su esen­cia. Mucho se ha luchado contra el cheque posdatado, que por lo general se extrae en compromisos de caballe­ros, que dejaron hace mucho tiempo de respetarse, cuando no es que se expide dentro de apremios más tarde insuperables, contraproducentes para la moral públi­ca. Sin embargo, es quizá la fórmula más socorrida para salir de afanes.

Faltan medidas efectivas para corre­gir esta práctica dañina. Los bancos purgan la clientela que abusa de la bondad de una chequera. Sin embargo, las personas indeseables logran infiltrarse pronto en otros establecimientos, por la explicable ventaja de poder correr más rápido que los boletines interbancarios, los cuales,  cuando llegan y se aplican, ya existen nuevos perjuicios. También, como en todo conglomerado, hay funcionarios bancarios serios y rígidos para depurar este ambiente corrosivo, en oposición con otros menos preocupados y hasta pró­digos para fomentar absurdas protec­ciones en detrimento de un sistema y de la categoría que debe poseer este instrumento que merece mejor suerte

La ley debe volverse inflexible para salvar la imagen del cheque, hoy por hoy un papel desacreditado, y como contraposición, el más importante vehí­culo de la vida comercial. Es preciso castigar con medidas ejemplares a los giradores irresponsables. Debe deste­rrarse el cheque posdatado. El país necesita seriedad en sus costumbres. ¿Por qué no acometer una cruzada sin tre­gua contra la lacra del cheque chim­bo?

La Patria, Manizales, 28-VI-1974.
Revisa Bancos y Bancarios, Bogotá, junio de 1975.

Con el doctor a cuestas

domingo, 15 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Poca gracia le deben causar a Jorge Santander Arias los movimientos que se han formado para que la Universidad de Caldas lo designe «doctor honoris causa». El claustro docente, que desde hace mu­cho tiempo ha debido tomar la iniciativa, sin apre­mios y sin el incordio de respetables memoriales del momento, se siente sin duda incómodo ante el tar­dío reconocimiento que hará de un honor que hubie­ra sido más destacado de haberlo conferido por pro­pia idea.

Para nadie es secreto que Jorge Santander Arias representa un patrimonio de la cultura y es uno de esos genios que nacen por generación espon­tánea, de esos cultores del espíritu que entran solos en el campo de la inmortalidad, sin ostenta­ciones ni el apoyo de caducos pergaminos. No se sabe qué admirarse más en él, si su vasta erudi­ción, fortalecida por su silenciosa voracidad de biblioteca, o su innata predisposición como artista movido por misteriosas irradiaciones que le arrancan páginas de desconcertante sabiduría, unas veces im­pulsadas por el gracejo y la sátira, y otras, forjadas con los rigores del más exigente tallador de piedras preciosas.

Con razón se le considera un esteta del pensa­miento, orfebre en su propia universalidad del saber humano. Es, como lo proclama un intelectual a quien debe creérsele, a más de brillante periodista, el me­jor ensayista del país. Posee, como pocos, ese quis­quilloso talento para afilar los aconteceres más tri­viales y moldearlos en sapientes píldoras de consu­mada estrategia. El suceso ordinario, la noticia pro­caz son tratados con la maestría del filósofo que es capaz de arrancar una chispa donde solo había esterilidad.

Ignora la frase ramplona y desconoce la cursilería, terreno tan próximo al humor mal dosificado. Y se profundiza, en cambio, con el lenguaje que brota con la fluidez del manantial, o con la es­pontaneidad de un vocabulario muy característico suyo, porque a nadie imita, y que, no por elevado a veces, es jamás torturante, para serlo, al contrario, sonoro y majestuoso.

Tal el Santander Arias a quien no conozco en persona, pero que leo y admiro. Es, para este asiduo lector de La Patria, personaje familiar, algo metido en el cerebro, con su barbilla torcida que le pinta el periódico, sus anteojos de catedrático taciturno y su talante doctoral. Resulta una figura cer­cana y distante al propio tiempo, quizás ahora algo constreñida en el físico, si él mismo goza con los doce kilos que acaba de perder, o de ganar, en saluda­bles invasiones plásticas.

Conciso, penetrante, mordaz. Cada concepto, ca­da ficción, cada pincelada, son obras del talento. Oigámoslo: «Sus ojos son desconcertantes, grávidos de opalescencias, mestizos entre felinos y acuosos; acusan manchas subrogadas de verdinegros absolu­tos en mitad de la pupila, y a veces semejan aguas muertas que no reflejan nada y que se tragan todo». Describiendo el alma de Liz Taylor a través de sus ojos de gata, diríase que ha estado cerca de su cuerpo. ¡Bendita agudeza que permite inun­dar los terrenos de la prohibición!

¿Para qué estériles doctorados, por más honrosos que sean, si él ni los necesita ni los reclama? ¿Por qué, en cambio, no recopilar sus notas periodísticas, profundos tratados del catedrático que hay en él? Y esto para no hablar de sus demás incursiones literarias, a buen seguro escondidas y polvorientas en los anaqueles de su biblioteca. Hacerle mérito publicando sus obras es mejor homenaje que poner­lo a subir las faldas de Manizales con un doctorado a cuestas.

En el mundo hay demasiados doctores, pero pocos doctos. O si no, que lo desmienta el embolador de la esquina. Y es que estos títulos extemporáneos joroban a la persona. No hace mucho García Márquez,  camino de los Estados Unidos, a donde viajaba a re­cibir el «honoris causa», se burlaba del «adiós, doctor Gabito» con que lo saludaban los choferes de Barranquilla, y le comentaba a su amigo: «¿Ves có­mo maman gallo? Son como yo: no creen en los doctores».

Recuerdo a mi paisano boyacense, partero sin cartón y el médico de moda de las damas, que se había olvidado doctorarse y que por eso mismo, como tegua de prestigio, provocaba la envidia de sus colegas. En un seminario médico al que había concurrido con fingida cortesía pero con natural recelo, uno de sus envidiosos se acordó de herirlo al calor de las champañas, y en subida disertación sobre el ejercicio profesional terminó brindando por los «médicos sin cartón». El aludido, que aparte de saber manejar con destreza el bisturí y de hacer prolífica a la humanidad, también había aprendido a ser incisivo, devolvió el hervor de la champaña con refinada elocuencia: «Y yo brindo por los cartones sin médico».

La Patria, Manizales, 27-VI-1974.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 7-VII-1974.
Eje 21, Manizales, 20-XI-2020.

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La rebeldía juvenil

domingo, 15 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El mundo presencia con desconcierto el acto de rebeldía de cinco muchachas norteamericanas –cua­tro de ellas muertas por las balas de la justicia– que hace pocos años no hacían presentir que detrás de sus holgadas juventudes pudiera esconderse el embrión revolucionario.

De edades similares, nacidas en hogares acomo­dados, dueñas de dulces atractivos físicos, de perso­nalidades decididas y no solo buenas estudiantes sino además avanzadas en las disciplinas humanís­ticas, su futuro no podía mostrarse sino promete­dor y envidiable. Todas dejaron en los claustros docentes huellas de poseer condiciones de líderes por la brillantez de sus inteligencias, por su carácter firme y atrayente, y también por sus convicciones extremistas que se manifestaban con características que más tarde, por los raros caprichos del desti­no, las llevarían a hermanarse en los mismos ideales.

Resultaron matriculadas en el Ejército Simbionés de Liberación y lo que en principio pudo ser una insegura incursión ideológica, con fondo de aven­tura juvenil, más tarde se convertiría en acción beligerante al empuñar las armas. Irrumpió, de pronto, este comando de cinco bellas mujeres arma­das de metralletas, que asaltaban bancos, que co­metían secuestros, que sembraban el escándalo y el pánico.

Nunca un arma resulta más repulsiva que en las suaves manos de una mujer. Estas manos, en lugar de prodigar el bien y de tejer entre sus dedos las filigranas del amor y de la paz, claudicaron en­tre el fragor de las balas y el estallido del odio.

¿Por qué disparaban contra la sociedad? ¿Por qué abandonaban su postulado feminista para re­clamar, torpemente, confusas posiciones sociales? ¿Por qué rompían los moldes de su mundo muelle para arremeter contra su propio estamento burgués?

Criadas en ambientes pródigos pero demasiado libres, un día se sintieron hastiadas del lujo y expe­rimentaron vacío. Las satisfacciones materiales que llegan sin esfuerzo, de manera espontánea como en el caso de estas jóvenes, crean desequilibrio emo­cional. Tal la paradoja de estos hogares prósperos que cifran su estructura en el solo hecho material y olvidan que la profusión de holganzas y la ausencia de afecto intoxican el espíritu. No miremos en este clásico ejemplo de rebeldía denomi­nador diferente al de la desadaptación de la persona en su medio ambiente.

Ese rechazo de las cosas impuestas hace buscar, como necesidad síquica, la liberación. Liberarse en tales condiciones no es otra cosa que romper tradiciones que no alimentan, destruir monotonías enfermizas, explorar refugios contra la desesperan­za. Propósitos que casi nunca se alcanzan, pues el mal ya va prendido en la conciencia y ha quedado impreso como un sello indeleble, como una cicatriz que no tendrá cura por haber sido inoculada en el seno del hogar, ese misterioso ámbito que plasma o propicia la personalidad, con su secuela de bienan­danzas o de infortunios. Liberarse, en otras pala­bras, es protestar.

La liberación significa un grito de angustia en nuestros días, una demanda de com­prensión, un esfuerzo para superar estados conflictivos. Por desgracia, los medios a que se acude resul­tan por lo general estériles, cuando no dañinos y contrapuestos, como en el drama norteamericano.

Con esa desadaptación —primer ingrediente para la catástrofe— la persona que crece desambien­tada, por más que nade entre riquezas, es fácilmen­te influenciada por peligrosas teorías que le ofuscan la mente. Y bien pronto caerá en las garras de la droga, de la marihuana, del suicidio o de tantos exabruptos de nuestra época. Pretende liberarse sin darse cuenta de que se está traumatizando cada vez más, hasta que se convierte en un irreversible resentido social, capaz de protagonizar episodios como los de estas mujeres que el mundo mira con asombro, y hasta con repulsa, pero no con la necesaria comprensión.

Patricia Hearst, la sobreviviente, estará perple­ja en su caótico infierno y le pesará el arma en las manos. Escondida en cualquier frágil fortaleza, co­mo una delincuente común, pensará en sus compa­ñeras muertas por las balas de la misma sociedad contra la que ellas se rebelaron, y sentirá más ren­cor al sobrevivir en un panorama desolado, por más que muy cerca flota su opulento hogar al que no quiere, al que no puede agarrarse, si en él no halla­rá respuesta a su frustración.

El Espectador, Bogotá, 29-V-1974.

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