Alberto Ángel Montoya: el caballero romántico
Por: Gustavo Páez Escobar
«Se principia a dejar de ser niño cuando se comienza a jugar a ser hombre», medita Alberto Ángel Montoya, el vibrátil poeta de la juventud ardiente que «amaba el juego, la mujer y el vino» y que retrocede, en un paréntesis del octubre de 1933, a la añoranza de la adolescencia sanguínea y sensual en que limó los primeros versos que le hervían en la sangre y que estaban desbrozando la herida de poeta que ya nunca habría de cerrarse. Comenzó, en aquella prístina aurora de su mocedad, el juego de la vida.
El hombre, que no es sino el eco de sus primeros movimientos y cuya arcilla se hace roca desde bien temprano, regresa muchas veces a los pasos que le dieron impulso, que le imprimieron consistencia, a rebuscar en sus propias raíces la explicación de su transitar por la tierra.
Se nace y se muere en perenne actitud de regreso, de introspección, con la mirada titilante y el ánimo indeciso. Con peregrina necedad se supone que fueron mejores los tiempos pasados, y cuando se le prenden velas al futuro no es sino la manera de alimentar el optimismo vacilante que se hace cada vez más caduco conforme se desgajan las hojas del atardecer.
Eso pienso mientras me adentro en la exquisita, en la fragorosa personalidad de Alberto Ángel Montoya. Y es la noche silenciosa, radiante de luna y de sosiego espiritual, noche de recónditas meditaciones y serenos soliloquios. Veo al poeta reclinado en su silla de mimbre, como regresando entre la niebla de sus melancolías, con los ojos perdidos en la inmensidad de su alma, absorto su espíritu en el crepúsculo que sus pupilas no ven porque se derritieron en la llamarada de encendidos placeres
El poeta, que hizo brotar con su parábola enardecida lujuriosos desenfrenos, que fue el perfecto dandy de la época, desdeñoso y virilmente arrogante, que convirtió a la mujer en la razón de su vida, que fundía en el verso el desenfado de una noche de vino y de torrenciales devaneos, que fue mundano, pecador y penitente, y siempre poeta, rabiosamente poeta, declina como la amapola que, habiendo poseído raro encanto, solo se dobla para fertilizar la tierra con el polen que maduró en su lozanía.
Alberto Ángel Montoya, en su retiro de El Corso, rodeado de frondosa vegetación que le embriaga los sentidos con fragancias de mujer, repasa, con los ojos marchitos y el talante meditabundo, su época de adolescente, cuando comenzó a jugar a ser hombre. Difícil postura esta para él que fue todo movimiento, de no estar inspirado por el hálito de su mundo interior, manantial de inagotable poesía. Y allí, hundido en el sereno paraíso del crepúsculo, brotan páginas inmortales, maduras a fuerza de soledades, iluminadas por su taciturna bohemia.
Así lo veo, en esta radiante noche de luna plena, y se me ocurre que el mundo cabe en su alma, si el mundo se eclipsó en sus ojos, después de haberlo abarcado todo. Apagada la vista, suenan en su interior las marchas triunfales de épocas ardorosas y por su mente cruzan, acaso como fantasmas, veloces imágenes de mujeres, y es cuando cincela esos cuerpos alargados en el recuerdo erótico, colocándoles el alma estética de la mujer.
Dandy de perfumados salones, fue por excelencia el artista galante de la mujer. Esclavo de la voluptuosidad de los sentidos, conoció el placer en sus frenéticas dimensiones y se entregó a degustar la voracidad del sexo. Tal el hombre, el hombre instintivo que, después de haberlo probado todo, recoge sus arreos y edifica sobre la dura experiencia de sus recuerdos un mundo diferente, su mundo espiritual. La mujer, que ha sido la razón de su existencia, surge más diáfana. Sin esa fuerza interna, llena de luces y de arrebatos estéticos, no habría tolerado el ocaso y, como tanto poeta del infortunio, se habría sepultado en las penumbras suicidas.
Alberto Ángel Montoya es el caballero del ademán romántico y el verso encantado. Si probó los deleites del sexo fue para idealizar más a la mujer. Su grandeza, su sensibilidad lírica, producto son de su alma enamorada. Amó la vida, amó la belleza, a través de la mujer.
Y en súbito golpe de su remanso sentimental se detiene, como Pablo el pecador, en el camino de El Corso, y se encuentra con Jesucristo, en cuyos brazos abiertos está la luz que ya la vida ha dejado de prodigarle. «Así eran los caballeros de antaño», son palabras suyas.
La Patria, Revista Dominical, Manizales, 28-IV-1974.