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Archivo para jueves, 12 de mayo de 2011

Congreso nacional de Fenalco

jueves, 12 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Buen acontecimiento para Armenia lo constituye la realización del congre­so nacional de comerciantes, uno de los órganos más representativos de la economía colombiana y fiel vocero de las inquietudes de este extenso sector de la población. Es el comercio posible­mente la actividad más influyente en la vida de los pueblos, no solo por la importancia que representa como fuer­za reguladora de la política de precios, sino también, y principalmente, por su función social.

Puede decirse que ha sido el comer­cio, a través de los siglos, la necesidad más apremiante del hombre. Cuando la humanidad comenzó a tener cierta noción de orden, se impusieron, casi que de manera instintiva, las primeras leyes mercantiles. El hombre primitivo, que mal podía conocer la comodidad, habitaba en cavernas, expuesto a los rigores de la naturaleza y maltratado por sus propios semejantes, en rudimentario nivel de subsistencia que hace pens­ar en la completa soledad de todo medio de vida civilizada.

Fue allí seguramente donde nació el instinto de conservación, pues bien pronto el hombre, enfrentado como estaba a las contingencias del hambre, el frío y las enfermedades, vio la necesidad de asociarse (una manera de sindicalizarse en nuestros días) y aprendió que una regla básica de la vida consiste en depender unos de otros.

Comenzó así el intercambio de productos, sistema que surgió como algo elemental y que estaba echando bases para lo que se ramificaría más tarde en complejos tratados, en misteriosas codificaciones, en pugnaces acuerdos de país a país, y que sin embargo no descubriría nada diferente al comercio primario practicado en buena ley por nuestro aborigen cavernícola, que, vacío de pedanterías, solo sabía que para conservarse era preciso canjear un producto por otro.

Vino, con la modernización de los tiempos, el intenso tráfico que sacude actualmente la vida de todos los pueblos. El país productor no se conforma con vender sus riquezas al vecino o al amigo, sino que lo hace al  mejor postor, casi siempre, y ya no se detiene en las consideraciones políticas que antes ha­cían desviar los mercados, sino que busca, ante todo, el mayor signo mo­netario.

Y se llegó al comercio organizado. Esta actividad, que debe ejercerse sujeta a los cánones de esta época audaz y agitada, se ha impuesto reglas no solo de interés gremial, sino de beneficio común. El comerciante debe ser, por esencia, un elemento útil a la sociedad, como que al mismo tiempo subsiste gracias a ella. No siempre lo es, por desgracia.

Se abusa de los precios, se desmejora la calidad, se falsean las pesas, se escon­den las mercancías, se «comercia», en fin, con la deshonestidad. Siempre estamos dependiendo del pequeño o del gran comerciante, pues pocos auxiliares de la vida están tan próximos, y son tan indispensa­bles, como este dispensador de inapla­zables menesteres.

Cuenta el país, por fortuna, con una entidad seria y respetable como Fenal­co, que ha librado tenaces luchas para encauzar esfuerzos hacia el bienestar colectivo. Propicio, desde todo punto de vista, este congreso nacional, pues habrán de fijarse saludables derroteros dentro de la actual encrucijada en que se debate el país, convulsionado por el látigo de la vida cara.

Resalta la trascendencia de este acto cuando es el señor Presidente de la República el que abre la sesión. Los personeros de Fenalco, venidos de todos los confines de la patria, tienen el compromiso no solo de aportar luces para la solución del momento actual de angustia económica, sino de presentar fórmulas concretas, pues en sus manos se encuentra uno de los mecanismos más sensibles que gravitan sobre las finanzas nacionales.

La seccional de Fenalco se hace acreedora al beneplácito público por haber sido escogida Armenia como se­de de las deliberaciones. Su dinámico director ejecutivo, César Hoyos Salazar, ha orientado y coordinado con encomiable acierto la realización de tan interesante certamen, de cuyas conclusiones queda pendiente el país.

La Patria, Manizales, 19-V-1974.

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Ámbito regional

jueves, 12 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Poseen las ciudades características propias que les imprimen cierta fiso­nomía, cierto individualismo, sin que se sepa exactamente de dónde pro­vienen los rasgos y las costumbres que se van arraigando y terminan configurando la esencia ambiental de cada sitio. Puede decirse que las ciu­dades, los pueblos o las simples aldeas tienen, al igual que los hombres, per­sonalidad. La personalidad de las regiones no es otra cosa que la mezcla de sus componentes cívicos, cultu­rales y etnográficos, si bien no es raro que lugares afines por muchos aspec­tos, hermanados por la tradición y hasta vecinos inmediatos, sean del to­do distintos.

En no pocas ocasiones la idiosincrasia parece determinarse por la división de un río o una montaña, para no hablar de rivalidades o emula­ciones lugareñas que influyen en tal forma en la conciencia de las gentes, que crean cualidades disímiles y a ve­ces encontradas. Sucede lo propio, para seguir haciendo el parangón entre personas y lugares, en el seno del ho­gar, donde los hijos nacen y crecen diferentes.

Se dice que cada hombre es un mundo. Cada ciudad es un complejo. Tiene vida propia, no solo geográfica o políticamente hablando, sino sobre todo en razón de sus hábitos y parti­cularidades, que le plasman el carác­ter. Es difícil precisar lo que marca la imagen de los pueblos. Son par­tículas que vuelan como hálitos mis­teriosos que se mueven en el ambiente, una especie de cromosomas que, al igual que en el organismo humano, transmiten los perfiles vitales.

Hay ciudades amables y hospitala­rias. Las hay resistentes al forastero. Unas cerradas, casi herméticas, que viven de irremovibles tradiciones; otras, abiertas y progresistas. Alegres unas, taciturnas otras. La diferencia está en el aire. Las gentes son consecuencia del ambiente.

Las ciudades tienen su estilo propio. Y para di­ferenciarlas, o definirlas, se les han puesto apellidos: Bogotá, por su cul­tura, la Atenas Suramericana. Cartagena, por su temple, la “iudad Heroica. Cali, por su esbeltez, la Sul­tana del Valle. Ibagué, por su joviali­dad, la Ciudad Musical; aunque Neiva y Villavicencio, con sus propios festi­vales folclóricos, no son menos musi­cales, y también aflora Valledupar con su vallenato, sin olvidar a Cartage­na y Barranquilla con sus briosos car­navales. Bucaramanga, la soleada y brillante urbe, es la Ciudad de los Parques. Abundan, por el estilo, mu­cho más títulos característicos.

El Gran Caldas, queun día se dividió aras del progreso, es cada vez más próspero. Dicen los sociólogos que la competencia genera el progreso de las regiones. Dentro de esta tónica, Manizales se proclamó como la Ciudad de las Puertas Abier­tas, para al día siguiente amanecer Pereira como la Ciudad sin Puertas. Armenia, que había sido bautizada por el ojo clarividente del maestro Valencia como la Ciudad Milagro, se sintió estimulada por sus dos hermanas mayores que le indica­ban una convivencia sin trabucos ni fronteras.

Son reflexiones que se me ocurren para llenar la cuartilla que me ha pe­dido César Hoyos Salazar, director de Fenalco, para quien de paso van cordiales congra­tulaciones extensivas al comercio de todo el país, a propósito de la realiza­ción en Armenia del Congreso Nacio­nal de Comerciantes. Esta ciudad está de plácemes por la visita de los 500 delegados que habrán de sentir la amistad de la comarca abierta al diálogo y al turismo, ciudad descompli­cada que registra uno de los avances más sorprendentes del país.

Aquí, en­tre el aroma de la brisa cafetera, los distinguidos huéspedes apreciarán el ámbito regional que se ha formado a base de extraños ingredientes que flotan en el aire, que no siempre se ven pero que se respiran, y que hacen de Armenia un sitio de indudable atrac­tivo. Y esto lo dice un forastero an­clado en los maravillosos parajes quindianos.

Revista de Fenalco, 23-V-1974.
La Patria, Manizales, 3-VI-1974.

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A propósito de chinches

jueves, 12 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Largos insomnios le costó a un científico parisiense descubrir que la chinche, ese vulgar insecto de los ho­teles de mala muerte y de ciertos ma­lolientes hogares, es el mayor depra­vado del mundo animal. Algo gana el hombre con estas investigaciones. Le ha aparecido un espécimen que no so­lo compite con la innata y a veces re­finada ferocidad animal, sino que este «tigre de alcoba» o «bestia», como se le llama en dos tratados que tengo a la vista, va a resultar arrebatando títulos de que no quiere despojarse el hombre.

El insomne investigador demostró que se trata de un insaciable vampiro que ejercita sus armas en pájaros, murciélagos y seres humanos. Lo cual es ya bastante. Tanta es su sevicia, que no se conforma con ser un supli­cio más, sino que se emponzoña en los otros exprimidores con que cuen­ta la humanidad. Ha sido el hombre, con todo, el mayor vampiro de los siglos, afirmación categórica, así resul­te de pronto metido en los palos.

Asegura el profesor ante la Academia de Ciencias Naturales de Francia que este insecto es un vil carnicero. Esto no se opone a que el hombre sea menos bárbaro, en el extenso sentido de la palabra, y para sostenerlo basta repasar las páginas de los diarios, salpicadas con atro­cidades y salvajismos. No solo es vam­piro el que chupa la sangre, sino tam­bién el que en cualquier forma vive a expensas del prójimo.

Si media humanidad vive de la otra media, se deduce que medio mundo tiene características comunes con la chinche. Acertado enfoque que revela un símil del hombre. Si la investigación no ha dado un resul­tado consolador por el parecido que nos encuentra, se trata de un nuevo progreso científico al afirmar la teoría de Darwin sobre nuestros componentes animales, con la diferencia de que mientras estudiosos como Desmond Morris o López de Mesa nos asocian con el mono y el pez –atractivos representantes del reino animal–, el profesor francés nos rebaja a la ca­tegoría de repugnante chinche.

Quedan a flote, además, las abe­rraciones sexuales de esta bestia que no   conoce  el   método  normal de acoplamiento y resulta fecundando a la hembra con dolorosas inyecciones que le inocula en el abdomen. Y, lo que es peor, la chinche masculina no distingue demasiado entre ambos sexos y con frecuencia inocula a otro macho.

Se trata, sin la menor duda, de un consumado pervertido sexual, que no solo es torpe para hacer el amor, sino también ciego. ¿Acaso no es lo mismo que ocurre en nuestro mundo social? Es el vampiro humano más recalcitrante que el «tigre de alcoba», y si no que hablen muchas alcobas.

Plagado está el mundo de vampiros que succionan la honra ajena, que se enriquecen a costa de los demás, que inoculan gérmenes dañinos, que inyectan perversión y sadismo… Al pro­fesor Jacques Carayon, que tal es el nombre del científico, le faltó rea­firmar la teoría del origen de las especies para concluir que el hombre proviene también de la chinche, si son tantas sus afinidades.

El Espectador, Bogotá, 15-V-1974.
La Patria, Manizales, 27-V-1974.

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Si Hipócrates viviera…

jueves, 12 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En los tiempos primitivos la gente se moría con mayor facilidad que ahora, pues no existían los recursos de defensa que hoy ofrece la medicina. No sabemos cuáles eran las enfer­medades más comunes de aquella época, aunque se supone que la humanidad se ha visto siempre atacada por virus semejantes a los que invaden hoy nuestras precarias células vitales, con la diferen­cia de que en aquellos tiempos se trata­ba de enemigos invisibles, mientras que ahora son fácilmente identificados por el microscopio y vencidos por la ciencia.

El hombre permaneció desamparado durante siglos. El dolor, si bien es una de las desgracias del ser humano, debió ser intenso cuando no se disponía de me­dios para aliviarlo. Quedan aún microbios inexpugnables que se resisten a las más esforza­das terapéuticas. En la an­tigüedad los enfermos eran tratados en forma ruda, ante la ausencia de recursos para entender y curar los males. Se vivía bajo el imperio de la superstición y la hechicería, con cierto influjo de intuición y de poderes mentales y con desconocimiento del organismo humano.

Un día nació en Grecia, 460 años antes de Jesucristo, el hombre que ocuparía la galería de la historia coma el «padre de la medicina». La magia, la hechicería, la intuición iban a ser destronadas, porque se estaba abriendo campo la medicina como ciencia. Hipócrates consagró su vida a la investigación y descubrió que no existe enfermedad inorgánica, sino que toda perturbación es lógica y ex­plicable, y no sagrada o mis­teriosa como se suponía.

Gracias a su celo nació la sensibilidad por el dolor ajeno. Es él, por excelencia, el supremo sacerdote de la medicina. El juramento que tomaba a sus alumnos es la mejor expresión del espíritu místico que le imprimió a la medicina, dignificada desde entonces como la más noble de las profesiones, si bien con el correr de los tiempos, y sobre todo en épocas recientes que tocan con la distorsión de los principios éticos, ha perdido enjundia aquel compromiso.

Era el médico un apóstol que sacrificaba comodidades y halagos para aliviar los infor­tunios de la humanidad. Se recuerda con nostalgia, porque su existencia está desdi­bujada en nuestra época, al médico de familia, el insomne vigilante del hogar que pasaba largas vigilias a la cabecera del paciente en abierto reto contra el mal.

Jorge Isaacs nos legó una página sublime sobre la enfer­medad de María, donde nos hace vivir los dramáticos momentos que rodearon la búsqueda de un médico en la inmensa llanura sacudida por el rugido del huracán y el gemi­do del viento. El emisario recorre veloz, desespera­do, los campos y los bosques, apura el trote del ca­ballo cuando este parece atas­carse al vadear los ríos o al penetrar por enmarañadas trochas. A las dos de la madrugada se respira al fin, como si se hubiera salvado, con el solo hallazgo del médico, la agonía de la enferma, a cuyo lado vuela el galeno en medio de la ad­versidad de la noche in­clemente.

Lo que esta página tiene de poético, lo tiene también de retrato de la época. Allí, en medio de aquella noche convulsionada por el relám­pago y el huracán, era el propio Hipócrates el que apuraba la cabalgadura para llegar a tiempo. Isaacs no hubiera teni­do igual motivación para pintar ahora la misma escena.

La figura del médico, salvo honrosas, hipocráticas excep­ciones, ha perdido ese toque de magnificencia. Está a la vista el paro médico decretado en el Seguro Social. El millón dos­cientos mil colombianos afilia­dos a la entidad ha quedado  desamparado. Y es­tamos en el mejor momento del avance científico.

Los médicos lanzan unas proclamas, presionan unos honorarios y luego se van a la calle abandonando la suerte de la población angustiada, sin interesarles el juicio de la sociedad atónita y conmovida. Reclaman mejores condiciones salariales, aspiración que no tiene por qué discutirse si es justa, pero que coaccionan, como un sindicato cualquiera, con estrategias ordinarias.

Lo reprobable de tan insólito y repetido paro médico es el procedimiento, pues por lo demás resulta razonable que en una sociedad de consumo se busquen medios decorosos de vida. Se calcula que si Jesucristo resucitara lo volverían a crucificar.

Si Hipócrates viviera en el siglo XX tendría que rasgar su juramento, por imposible, y no conseguiría siquiera una cita en el pomposo Instituto Colombiano de Seguros Sociales.

El Espectador, Bogotá, 1-V-1974.

 

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El carnaval del voto

jueves, 12 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hay palabras sueltas que dibujan la exacta imagen de los sucesos mejor que tanta palabrería ociosa con que nos empalagan, en determinadas circunstancias, los agentes de la noticia. En este histórico domingo 21 de abril en que el pueblo colombiano determina en las urnas su destino para el próximo cuatrienio, la palabra «carnaval» revolotea como paloma mensajera de buen presagio. Es, en efecto, auténtica la demostración de carnaval realizada por nuestro pueblo ante los ojos del mundo.

No es menester adentrarse demasia­do en las ondas radiales o de televisión para comprender la atmósfera democrática que respira la nación. Democracia envidiable para tanto corresponsal extranjero que, afanoso de noticias turbias, se ha encontrado con este país alegre y dueño de alto grado de civilización políti­ca, que parece utópico cuando en otras latitudes que se dicen más cultas que la nuestra no existen la tranquilidad, la sensatez ni la jovialidad de que ha hecho gala Colombia.

Como apuntaba una periodista co­lombiana días antes de los comicios, los corresponsales extranjeros estaban impresionados al no hallar las calles invadidas de tropas y carrotanques, ni sorprender metralletas parapetadas en los edificios, ni respirar el ambiente contagiado de desconfianza y de los temores comunes en las vísperas electo­rales.

Ahora, cuando esos representantes de los órganos noticiosos, muchos de ellos acostumbrados a presenciar y sufrir acontecimientos siniestros en sus propias patrias y en las patrias ajenas, y acaso autores de la mala prensa con que se nos castiga en ocasiones, llegan, ven y viven un espectáculo re­publicano pleno de colorido y eu­foria, no solo deben sentirse confusos y perplejos, sino también envidiosos y de pronto apenados.

Colombia padece, sobre todo en le­janos confines donde solo se nos nom­bra, si es que se nos nombra, por los hechos negativos, una crisis de buena prensa. Si en ingrata época de nebulo­sos recuerdos, distanciados por fortuna por el tiempo y el cambio de hábitos, hizo carrera la frase de país de cafres, ese concepto dejó de existir, así persista en la mente de ligeros intérpretes de ultramar otra sensación.

La madurez que ha ganado la nación tras estos 16 años de pactos políticos no solo de­muestra ante propios y extraños lo que vale la  conciencia colectiva que desvió así el curso de la historia para superar el pasado erróneo, sino que se presenta como ejemplo, que tiene mucho de reto, para los países que no han aprendido que la conviven­cia solo es posible por los canales democráticos.

Diáfana quedará la cara de Colom­bia después de este certamen caracte­rizado por la cordialidad. Los pe­riodistas del exterior, que han comen­zado a transmitir saludables mensajes, tendrán que completar sus corres­ponsalías afirmando nuestra decisión de paz y rechazo a los procedimientos violentos.

He visto, entre múltiples expresio­nes captadas por la televisión, una real­mente elocuente, y es la del locutor abriéndose paso por entre la  hetero­génea multitud que desfila en nutrido carnaval de vítores, de bombas, de ser­pentinas, y estimulada la animación ca­llejera con la implacable lluvia de ha­rina que no respeta y que pretende im­poner silencio, o música, mejor, en me­dio de semejante algarabía. La misma que se agita en el país entero y que es imposible acallar pues por todos los ca­minos suenan los tambores del carnaval en este memorable suceso polí­tico que pocas naciones pueden exhibir.

La Patria, Manizales, 25-IV-1974.

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