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Archivo para abril, 2011

La foto favorita de doña Sofía

domingo, 10 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Doña Sofía Ospina de Navarro ha preparado una suculenta receta matrimonial. La encantadora reminiscencia que nos entre­ga como su “foto favorita” en la edición dominical de El Es­pectador se convirtió en el plato fuerte del día. Fuerte, so­bre todo, para los maridos, que solemos ser glotones.

Hay en su ameno y espiritual relato todo un manual de buena cocina do­méstica. Y esta vez, rompiendo tradiciones, ha condimentado la fórmula con pequeñas píldoras de humor, sin faltar desde luego la sal y la pimienta, para hacerla digerible de nuestras caras esposas. Conste que no hablo de esposas caras. Que si así fue­ra, la sabiduría de doña Sofía no hubiera recomendado esta sa­zón al alcance de todos los bolsillos y al gusto de todos los paladares.

La costumbre, muy dominguera en mí, de saborear ciertos apartes de los periódicos, me llevó rápido a una de las seccio­nes predilectas. Resultó fácil saludar en el recuadro a la ad­mirable matrona antioquena, con su inextinguible sonrisa de bon­dad, con canas pero sin lentes; y sin el «bisnieto de gesto llo­roso», que seguramente recortó la tijera del periódico, pues la cosa no era para llorar, si arriba, en las dos estampas fiesteras, los contornos tenían colorido.

Como quien juega a las adivinanzas, comencé a buscar puntos de referencia para acomodar a la ilustre dama entre el garboso traje flamenco. Regresé el almanaque lo suficiente para lograr el encaje perfecto. ¡Y allí quedó usted, doña Sofía, soberbiamente sevillana! Le quité –con perdón suyo, que quiere tanto su edad– los años necesarios para que un mal cálculo no echara a perder la arrogancia de la foto.

Pero se los restituí de in­mediato, aunque a la inversa; es decir, los agregué a la sevillana, y aquí sí la cosa falló, pues ya no cupo usted en el cuadro. La actitud taciturna del corcel me hizo sospechar que había gato encerrado. Mirando mejor el animal, lo encontré re­belde, sin ganas de arrancar. Y usted estaba escondida, teme­rosa, como si alguien la estuviera espiando. ¡No podía ser usted! De serlo, se habría mostrado airosa. Y su Salvador no ten­dría esa mirada que llama usted desafiante (¡amor conyuga!), y que a mí se me ofrece asustada.

No hubo otro remedio que leer la solución. El truco quedó desarmado. El sombrero cordobés y el clavelito en la solapa desaparecieron en el acto. Y el bueno de su marido tuvo que trenzarse de nuevo la corbata que había escondido en el bolsi­llo trasero. Con sus 64 años a cuestas, y sin la linda sevilla­na agarrada a su cintura, regresó en busca de su media naranja. Allí estaba usted, detenida en el jolgorio, sonriéndole con risa franca y cómplice de su inofensivo esparcimiento.

Se rubrica la nota con un mensaje para las esposas celosas, recomendándoles que no confundan la sana alegría con la infi­delidad. Ya llegando a esta parte de la dedicatoria, el teléfo­no me recordó el compromiso de visitar la feria artesanal de Cartago. Partimos eufóricos con un matrimonio amigo. Para mati­zar el viaje, me referí a la alegre historia fotográfica, que recibió amplio refuerzo por parte de mi amigo, también adicto a los platos bien condimentados. Pero no tuvimos suerte, esti­mada doña Sofía. Poca gracia causó a nuestras caras esposas tan ameno relato. Los maridos somos malos para los cuentos, o no  sabemos explicarlos.

Preferimos callar. De todas maneras, íbamos para una feria y bien pedíamos hacer ciertos cálculos mentales, que no verbales, pues la conversación habla terminado en punta. En la feria buscamos la primera venta de sombreros y cada cual se caló de afán el atuendo, con la mala suerte de que nos habíamos  embocado en una tienda que no tenía nada de flamenco y a la salida alguien nos retrató para mandar la muestra al exterior sobre una de las tribus del Putumayo que aún no se habla extinguido.

Nuestras queridas esposas nos recibieron con amplia mirada, esta sí desafiante, y nos en­cimaron algunos pellizcos. Y por más que nos esforzamos, respe­tada señora, no conseguimos corcel, ni clavel, y mucho menos sevillana, ni nada que se pareciera.

Pero como nuestras medias naranjas son grandes admiradoras de usted, al día siguiente sazonaron una de sus recetas, pero sin sombrero cordobés, ni faldas flamencas… Y por fortuna nos llamaron al entendimiento. Habían leído, despacio, la delicio­sa aventura. Y descifraron el mensaje. Lo entendieron al pie de la letra, pues nos dieron libertad de hacer otro tanto, pe­ro a los 64 años, edad ideal, según ellas, para que a nuestro turno les demos la oportunidad de rubricar otra foto históri­ca, no importa la flamante sevillana. Y de paso nos recomien­dan que presentemos a usted su cariño y admiración.

El Espectador, Bogotá, 23-VIII-1972.
La Patria, Manizales, 26-VI-1974.

* * *

Comentario:

Nos ha complacido mucho recibir su colaboración sobre la foto favorita de doña Sofía Ospina de Navarro. Ese estilo de lecturas es el que quisiéramos siempre ofrecer en nuestras páginas y en adelante estaremos atentos a prestar la mayor acogida a las colaboraciones que usted nos envíe. El Espectador, José Salgar E., subdirector.

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El milagro de Armenia

domingo, 10 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El paisaje oscilante que de Bogotá a Armenia va impresionando la pupila y nutriendo el espíritu con acuarelas y sensaciones de variados contrastes, parece que llegara a su clímax al coronar el punto más empinado de la cordillera. La Línea, con su eterno manto de nieve, aproxima al cielo. El sitio, álgido y siempre brumoso, calienta el corazón. Porque el corazón se tonifica con el rocío.

Comienza el descenso mientras el miedo se va descolgando entre riscos y sobresaltos. Y de pronto, desde un recodo se divisa una pincelada en el paisaje. A las pocas vueltas se deja la última piedra melancólica y el panorama cobra repentina vivacidad.

Estamos en el Quindío. Calarcá, la señorial, nos tiende su mano afectuosa. En contados minutos se llega a Armenia. Arribamos a una ciudad maravillosa donde la cordialidad se respira al instante.

El desprevenido transeúnte, o acaso el hijo pródigo desterrado por la violencia, quienes seguramente la consideran aún como un punto, algo así como una referencia geográfica, tienen que descubrirse ante el milagro. La adolescente de pocos años atrás sigue siendo joven, pero joven con mayoría de edad. Aldea ayer, y hoy centro pujante, es un desafío al desarrollo. La ciudad avanza a ritmo desconcertante. Todo se planea, todo se avizora, y nada la detiene. Los edificios se levantan en cada esquina, en cada hueco ocioso. Avenidas engalanadas y parques florecidos cautivan desde el primer momento. Y como ingrediente impulsor, la hospitalidad.

El forastero es recibido sin celos ni recelos. Ciudad noble y cosmopolita por instinto, no requiere de motes inútiles para atraer turismo. El encanto está por dentro, se inhala en el ambiente. La gente llega y se va quedando. Y la ciudad crece todos los días.

Es el Quindío región privilegiada por la mano de Dios. Sus tierras pródigas lo mismo engrandecen la economía de la patria, que embrujan el espíritu. Por entre los cafetales de racimos copiosos y los platanares doblados por la exuberancia y bruñidos de sol, se deslizan ríos de leche. La naturaleza es agresiva y rechaza la esterilidad.

Si algún día me toca desandar el camino, en el ascenso a La Línea me detendré de trecho en trecho para no irme del todo. Desde cualquier balcón colgado en el vacío miraré al fondo para aprisionar la imagen, antes de que los copos de nieve la opaquen en lo más alto de la cordillera. De la cordillera que aproxima al cielo.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 10-IX-1972.
La Patria, suplemento especial, 23-VIII-1972.

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La fiebre industrial

domingo, 10 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A mis amigos los acopistas de Armenia se les ocurrió convertirme en temario de sus deliberaciones. No podía yo rehusar la ocasión para explicar las políticas de crédito y cooperación del Banco Popular hacia la industria. Honrado con la distinción, me trasladé puntual a la cita y me resigné a la suerte de ocupar el banquillo de prueba. Como soldado prevenido no muere en guerra, me eché al bolsillo algunos datos y cifras que hicieran menos complicada la cordial embestida. El fogueo resultó intensivo. Pero la entrevista fue amena y constructiva. Todos quedamos contentos.

Como cada día trae su noche, la sesión se movilizó en pleno a matizar la armonía en un centro social. Seguimos hablando de industria. La industria nos bullía aquella noche en las arterias y se hizo más consistente después de la tercera libación. Hubo discursos y parloteos y euforia… Todo en aras de la fiebre industrial que mancomunaba la mesa e inspiraba el espíritu.

Y como el entusiasmo es prendedizo, en el momento menos esperado resolví convertirme en industrial. Idea utópica en mí, que era ajenas abanderado de unos programas, simple administrador de cifras y, cuando más, vendedor de servicios ajenos. El inmortal brindis del bohemio tuvo calurosos intérpretes, con matices diversos.

Se rindió tributo a la madera, labrada en ornato de oficinas y residencias. A la tela y el hilo que, armónicamente trenzados, cubren desnudeces y descubren exuberancias; rellenan y agracian parajes recónditos; y hasta provocan sanos e insanos apetitos. Al cuero, que protege y engalana; aumenta centímetros a la mujer, y es látigo para los enemigos. A la aguja, que da ejemplo de paciencia y mansedumbre; desentierra parásitos y recuerda a las  abuelas. A la lámina, que acoraza. Al cemento, que imprime solidez. A los poderosos complejos, que arman automóviles cada quince minutos…

Creo que a estas alturas la imaginación ya se había exaltado, pues ni el automóvil se produce cada cuarto de ho­ra –y se entrega después de seis meses de pedido, si es Renault, como el mío–, ni la próxima ensambladora será montada en el Depar­tamento Piloto de Colombia, como lo afirmó el ora­dor de turno. ¡Todo en gracia del constructivo optimismo por la diversificación industrial del Quindío!

Contagiado por la fiebre colectiva, resolví entonces, en un solo y prodigioso instante, hacerme industrial. La inspiración me la transmitió en ondas crepitantes don Javier Londoño Botero, pro­pietario de Quin-Gráficas, mi silencioso vecino dominado por 39 puntos da fiebre industrial, y también física, en razón de no sé qué desmán. Anuncié que iba a fabricar… un libro. No ignoré rá­pidas miradas de incredulidad que rozaron mi copa. Un aplauso so­litario, algo desnutrido, me animó a ser valiente. «Seré indus­trial como ustedes», sostuve. «Fabricaré un libro».

Alguien me pre­guntó por la materia prima y, como el momento se presentaba desafiante, repuse que estaba fundida en 200 folios  y  muy guardada en mi casa. Al mostrar la intención de trasladarla ya, si era preciso, a Quin-Gráficas, creo que a su propietario le subió el calor de 39 a 42 grados. Casi se nos funde.

Conocía yo  muy bien la capacidad de la casa editora de Armenia y consideré que estaba desperdiciada. Los escritores quindianos en­comendaban sus libros a editoriales foráneas, desaprovechando los propios recursos. Llegado yo de otras latitudes, vi quizá más ní­tida la imagen y puse fe en la empresa. Contribuía en esa forma a impulsar el desarrollo industrial, así pareciera para algunos de los presentes quimérica mi proclama.

En la propia languidez de la resaca, al otro día transporté a don Javier la materia prima que alguien quiso poner en duda, o atribuir al momento de extroversión. Poco tierno después la im­prenta dio a luz una obra gestada con gusto y refinamiento, para sorpresa de muchos que estaban acostumbrados a los fatigosos vo­lúmenes do ordenanzas y disposiciones oficiales como la prueba más avanzada de nuestra pujante industria.

A mis manos ha llegado un nuevo libro salido de Quin-Gráficas. En cortos meses se completan con él cuatro títulos: Destinos cruzados (la cuña y la antelación son obligatorias); Invasión del rocío, poesía de Mario Sirony; Los héroes lloran en la obscu­ridad, novela de Jesús Arango Cano; Pasión  creadora, ensayos de Héctor Ocampo Marín. En todos se ha puesto en evidencia la des­treza del ilustre don Javier. Para él y sus eficientes colaboradores es preciso dejar constancia de reconocimiento y admiración. Y existen proyectos inmediatos, como la antología de Baudilio Montoya y un nuevo libro de Euclides Jaramillo Arango.

Epílogo: Piense hoy, varios meses después, que un minuto bien aprovechado es suficiente para crear una empresa. Lo hice aquella vez. No me detuvo la duda en torno a los consumidores del produc­to y cometí acaso la ligereza de no explorar mercados inciertos. Pero gracias a la subestimación de tales miedos y prejuicios, soy ahora industrial. Industrial de las letras. Cuatro nuevos indus­triales esperan de Acopi su credencial. Llegarán más y repetirán otros. Y que nos perdone el bueno de don Javier si le hemos aumentado demasiado su cartera. Cartera que, por fortuna para él, aún no es de dudoso recaudo.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 23-IV-1972.
La Patria, Manizales, 18-IV-1972.

Los héroes lloran en la oscuridad

domingo, 10 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Los héroes lloran en la oscuridad es el sugestivo titulo de la primera novela de Jesús Arango Cano, editada por Quin-Gráficas, de Armenia. Yo había tenido antes la oportunidad de leer otros libros del escritor quindiano, de fondo histórico o sociológico. No me sorprende en ab­soluto encontrarlo ahora en el campo de la narrativa. La cultura de Arango Cano es diversa. Su inquietud intelectual se plasma en 14 obras anteriores, de variado orden: desde las complejas inquisiciones sobre la inmigración, hasta su peregrinaje por los vericuetos del café; desde el enfo­que de arduos problemas sociales, has­ta la investigación de las culturas abo­rígenes, materia en la que es verdadera autoridad.

Podría pensarse que su obra resulta inconexa, por no ofrecer una consagración, un exclusivismo en determinado terreno. Pero no hay duda de que esta profusión enaltece de sobra su vasto conocimiento del saber humano.

Dice un amigo que hay mayor méri­to en «publicarse», así sea mediocre la obra, que en devanarse los sesos escri­biendo grandes proyectos que, a lo me­jor, solo servirán para acordarse la pos­teridad, cuando no burlarse, del inédito antepasado. Arango Cano ha tenido el valor de «publicarse» 15 veces. Su vo­cación literaria no se resigna a la timi­dez y, al contrario, tiene el arrojo de lanzarse al público en medio de un mundo hostil para el escritor, aunque ten­ga éste los quilates de un Arango Cano.

Resulta deprimente encontrar la desi­dia de editores y libreros hacia el au­tor colombiano. Baste echar un vistazo a cualquier vitrina, donde las obras ex­tranjeras se multiplican, mientras las colombianas apenas se exhiben solitarias en el sitio menos indi­cado. Y si el autor es de provincia, o incipiente, olvídese de las librerías y confórmese con regalar las dos terceras partes de la edición y colocar con su propio esfuerzo el escaso residuo.

Los héroes lloran en la oscuridad es una historia viva, palpitante. La no­vela no debe ser cosa distinta. Su autor se limita a dar testimonio de una épo­ca. Es indudable que hay acá más his­toria que ficción. Historia bien novelada. Es el hombre que vive sus propias vicisitudes, víctima de la an­gustia y a veces de la ignominia. Es el ingenuo, el iluso provinciano, perdido en el piélago –por fortuna ya distan­te– de odios y ambiciones incrustadas en un sistema que se pinta con cálculo y objetividad.

Jaramillo, el recluta desertor, revive una época virulenta. Recuerda su frus­tración y exhibe su desesperanza. Tie­ne el autor el talento de poner la histo­ria en boca de un sencillo soldado de la patria, quien comienza el relato advirtiendo que «los sucesos que fueron terriblemente ingratos, los vamos mi­rando sin la angustia o el odio de los primeros años de su impacto». Separa jirones de la historia. El lenguaje fluye sencillo, llano. Está libre de artificiosos vuelos literarios que suelen deslumbrar pero no con­vencer. Es el lenguaje del pueblo.

La historia se desarrolla con interés. No falta el humor picante, ni la fina ironía. Recuerda el autor que el mun­do tiene héroes. Todos hemos sido hé­roes alguna vez. Pero también hay hé­roes de papel, que «lloran en la oscuri­dad».

La Patria, Manizales, 28-III-1972.

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¡Mi libro!

domingo, 10 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Recortes. Mensajes. Fotografías. Todo permanece en reposo, en absoluta quietud, entre la silenciosa carpeta que se ha encarga­do de coleccionar los comentarios y referencias sobre mi novela Destinos cruzados. Al iniciar el archivo me impuse la discipli­na de no repasarlo hasta tener alguna base para ensayar un ba­lance, una conclusión, en torno a este acopio de crítica. Era recomendable que la obra se desdoblara ante la opinión.

Quedan 100 ejemplares. Miro la existencia y experimento triste­za. Podría ser alegría, en lenguaje mercantilista. Pero estoy triste. ¡Se van mis amigos! Me acostumbré a sentirme acompaña­do por mis libros y ahora quieren dejarme solo. Al empacar cada remesa, he dialogado con mis amigos a través de los libros. Es­tos han sido portadores de muchos mensajes de amistad. Han sido motivo de distracción, vínculo de enlace. He sentido más cerca la amistad.

La amistad, con todo, ha llevado a veces al desencan­to, El libro, mi libro, desenmascaró cosas ignoradas. Delató fal­sas amistades. Y las actitudes débiles sucumbieron ante su po­der. Coseché insospechadas experiencias. Nuevas amistades. Apren­dí a vivir más. Por todo esto me hallo triste. Mi escurridizo compañero quiere irse. Se ahuyenta poco a poco.

Sobre mi escritorio he depositado el contenido de la silencio­sa carpeta. Repaso las críticas, los comentarios. Encuentro elogios. Mido el alcance de cada uno. Sé valorarlos, a cada cual por separado. No confundo la lisonja con el encomio. Ni el acu­se de recibo con el examen verdadero. No falta, desde luego, la censura. Desde quien está contrariado porque la bella Cristina se haya enloquecido –por amor, afortunadamente–, hasta quien se declara una vez más enemigo irrevocable del adverbio. Malos momentos, sin duda, le ha jugado el adverbio, si acentúa tanto su encono para con este noble recurso gramatical.

No falta lo pintoresco, Se desdobla la carta de un amigo dis­tante que me acusa recibo del libro y me cuenta que la carátula le llegó invertida, pero la consideró correcta, como parte de Destinos cruzados. ¿Broma? ¿Ingenuidad? Prefiero que tome no­ta el ilustre editor.

En el revuelto escritorio está mirándome la nota de Juan Ra­món Segovia, de La Patria. Me persigue, definitivamente, el ad­verbio. Acaba de escapárseme uno  rimbombante en presencia, nada menos, que de su acérrimo enemigo. Releo sus elogios y censuras. Los respeto. Repaso, para infundirme áni­mos y proseguir la marcha, las palabras de Jorge Luis Borges a un aspirante a escritor: «Mi primer consejo sería que no se olvidara nunca de ese personaje un poco olvidado que es el lector y tratara de distraerlo y no de asombrarlo. Luego le acon­sejaría el empleo de un vocabulario sencillo. Escribir en un len­guaje escrito que se pareciera un poco al lenguaje oral.»

Otro recorte de periódico salta en esta danza del papel. Adrián Acero fortalece mi ánimo desde su columna de La Patria. Espera encontrarme en un libro de clamor, de protesta. Quiere si­tuarme en la temática del momento y empujarme a tumbar imperios y monarcas. «Quizás no es mi especialidad», me consuelo.

Han regresado a su quietud los recortes, los mensajes, las fotografías. ¿Está hecho el balance? ¿Existe la conclusión? ¡No! La vida del libro es incalculable, misteriosa. Hay quienes sostienen que nunca muere. Algún día espero volver a mis archivos. Sopesaré de nuevo las opiniones. Es posible que para entonces encuentre defectos que no se habían descubierto y, de pronto, alg­una cualidad. Si la época no es de transformación y angustia, ni de exploraciones del espacio, ni de narcóticos, ni de barbu­dos, quizás alguien me invite a escribir sobre el amor de las palomas. Por ahora déjenme regocijado con mi libro, mi inmejorable amigo.

Armenia, 28-II-1972.