El fuego: amigo y enemigo
Por: Gustavo Páez Escobar
El edificio de Avianca, erguido como imponente grito de la revolución arquitectónica, fue devorado en horas por la voracidad de las llamas. Desde cualquier ángulo de la ciudad, y aun a distancia de ella, en días transparentes como en noches cerradas, sobresalía la presencia de este monstruo, clavado allí por el hombre como tributo a la vanidad. El afán de herir el espacio con rascacielos, mientras las ciudades extienden sus cordones de hambre y en los tugurios languidecen de inercia míseras covachas, es en el fondo una indolente muestra de arrogancia, por más que en otra forma, y con valederas razones, se entienda como una necesidad de progreso.
El hombre es ambicioso por ancestro y por conveniencia y no se resigna a permanecer estático en un mundo que se disputa la supremacía de la atmósfera y el dominio de los mares. Y mientras más ciencia acumula, engendra mayor vanidad.
Un gigante maltrecho
La torre de Avianca, sin duda el mayor signo de nuestro avance urbanístico, sigue siéndolo a pesar de que su armazón, ensombrecida ahora por el humo, se ha tornado mustia y ya no resplandece como novia engalanada. El siniestro ha convulsionado sus entrañas, pero pronto resurgirá de su lecho de convaleciente. Se me ocurre ver ahora un gigante maltrecho que será más colosal cuando sanen las heridas. ¿Habrá algo tan majestuoso, tan soberbio y al mismo tiempo tan temible, como un volcán dormido?
Bogotá: urbe en evolución
Los registros turísticos, que andan a la caza de señales ostentosas para impresionar la curiosidad, han captado en mil perfiles distintos este rincón bogotano donde se entrelaza, en formidable contraste, lo moderno con lo antiguo. El sitio, que parece resistirse al paso de las nuevas concepciones, se ha convertido en referencia indiscutible de la urbe en evolución.
El empuje de la época no ha logrado, con todo, borrar el Bogotá antiguo, ni siquiera con moles como esta de cuarenta y dos pisos que, por mucho que se empinen, no podrán oscurecer el arte colonial que por allí abunda como la buena simiente. Por más que se transforme la ciudad, el progreso no será tan arrollador como para derribar la vieja iglesia de San Francisco, ni tan ingenioso que consiga destorcer el hilo de la Avenida Jiménez de Quesada.
Si veloces edificios surgen detrás de toda casona en ruinas, quedan aún piedras centenarias, excedidas de peso e historia, contra las que choca el ímpetu demoledor.
Horrible espectáculo este de ver consumirse en llamas, como lo vio todo el pueblo colombiano, al rojo vivo, nuestro edificio insignia. Allí no solo ardía una estructura, ni se evaporaba un emporio, ni se destrozaban esfuerzos y vanidades. Ardía también el alma de la patria. Avianca, que le ha puesto alas a Colombia y que transporta nuestra bandera por todos los horizontes de la tierra, nos ha enseñado a ser grandes.
Por eso levantó en el corazón del país este monumento, orgullo de nuestra nación subdesarrollada que puede también ostentar lujos de rico. Es la emulación, en fin de cuentas, un resorte que empuja al progreso. Grandes ramas financieras del Gobierno y oficinas no menos importantes del sector privado montaron sus engranajes en el edificio, convirtiéndolo en respetable bolsa de negocios. Un Wall Street colombiano, obviamente menos abrumador que el neoyorquino, y tan caracterizado como aquel en nuestro mundo de las finanzas, nació bajo su influjo.
El fuego, enemigo implacable
De pronto llegaron las llamas y todo lo arrasaron. La ciudad se sintió impotente para contener su furor y presenció aterrorizada cómo estas lenguas del infierno se iban encaramando de piso en piso, de pared a pared, sin respetar nada, hasta coronar la altura y dejar un escombro humeante. Finísimos enchapes, suntuosos tapices y cortinajes, toneladas de papeles de negocios y todo un boato de fantásticos contornos avivaron las llamas y le dieron categoría al desastre. Si la vanidad es humo, el ejemplo es patético.
Irónico y doloroso este cuadro donde el fuego, el mayor aliado del hombre y su más antiguo servidor, se convierte en enemigo implacable. Durante siglos la humanidad no conoció este elemento. La vida era así acaso menos complicada, pero al paso del tiempo quiso el hombre explorar los recursos de la naturaleza y terminó encontrando la chispa que produciría mas tarde grandes adelantos, y también inmensas conflagraciones.
Es el fuego, sin duda, el mayor descubrimiento de la humanidad. Su importancia en el uso doméstico y en la vida industrial no se mide en su justo valor, quizá por su propia elementalidad en un mundo que ya se acostumbró a jugar con bombas atómicas.
Pero sería imposible concebir el progreso del mundo –si progreso puede llamarse– sin esta substancia de poderes misteriosos; tan misteriosos, que se vuelven en ocasiones contra su propio descubridor, y lo devoran, y lo aniquilan. Siendo su mayor aliado, le ayuda a armar monstruos de cuarenta y dos pisos; aunque también le cobra la vanidad con que pretende construir nuevas Torres de Babel. Y le recuerda que, de no haberlo descubierto, la humanidad viviría mejor. No habría explosiones, ni guerras atómicas, ni seres mutilados. Tampoco toneladas de dinero perdidas en pocas horas.
El hombre, sin embargo, sabe que la ciencia es un honor que cuesta y continuará avanzando con su más poderoso aliado, para bien o para mal.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 12-VIII-1973.