El imperio del padrino
Por: Gustavo Páez Escobar
Es la era del padrino, recurso de primera necesidad como el vestido o el pan. Y su poder es aún superior porque puede pasarse sin vestido y sin pan, pero difícilmente se flotará en este mundo enrevesado sin un buen padrino. La humanidad tiende a grandes pasos hacia el desnudismo y no sería extraño que Everfit o Pat Primo, para citar dos de nuestras industrias protectoras contra la intemperie, terminaran cualquier día cambiando sus terlenkas por las fibras del plátano.
Acabamos de contemplar a Jacqueline paseando su desnudez por las playas de su paraíso. Un fotógrafo desocupado quiso deslumbrar al mundo con el sensacional descubrimiento. Pero su fantasía fracasó, pues nada logró revelar. En lugar de la sílfide fulgurante que pretendía sorprender en los cueros de Eva, apenas aparecieron sombras borrosas que se minimizaron tanto como se agrandó el apetito do una revista voraz.
Jacqueline, que le ha demostrado al mundo que no vive de complejos, no se ruborizó y continúa paseando tan campante y tan desnuda como antes por su territorio, mientras Onassis, demasiado viejo y curtido para ser timorato, se burla y se encoge de hombros cada vez que sospecha la presencia de otro vago que resiste inclemencias detrás de los arrecifes.
Es más importante el padrino que el vestido, ya lo ve usted. Jacqueline puede tirar sus prendas a los tiburones, pero no haría lo mismo con su pesado Aristóteles, sin duda uno de los más poderosos Corleones de la época.
Y no sólo de pan vive el hombre. También de raíces, o de escarabajos, o de cuy si es pastuso; y es tan desarrollado su instinto de supervivencia, que será necrófago cada vez que sea menester derrotar el hambre, y tan ingenioso y recursivo, que lo acabamos de ver fabricar neveras en los picos de los Andes chilenos para no dejar descomponer las proteínas de sus congéneres-padrinos.
Fatigado el hombre por absurdas carreras y aprisionado entre cohetes y computadores, necesita respirar, quiere destruir los monstruos del siglo veinte. Desea liberarse de las garras de su propia ciencia destructora. No encuentra siempre el hado protector y entonces se siente débil y se desmorona entre la impotencia y la frustración.
Incursionemos brevemente por algunos predios:
El brillante bachiller, una promesa para la patria de acuerdo con la zalamería de su profesor cuando lo despedía del claustro con una palmadita en el hombro, regresará cabizbajo una y otra vez a su casa zumbándole en los oídos el chirrido de puertas que se cierran sistemáticamente porque en las universidades existe también la explosión demográfica. En su frustración es posible que termine arrinconando en el cuarto de San Alejo, sitio a donde tarde o temprano llegan las cosas inservibles, el lustroso pergamino, para comenzar el recorrido incesante por jefaturas de personal, hasta que finalmente será nombrado oficial 6° del juzgado 5° superior, si se le atraviesa algún protector; pero si no es tan pródiga la suerte, terminará de ascensorista, oficio que por lo menos le imprimirá arrogancia cuando sube al piso 27, aunque le provocará vacío al descender al sótano.
Pero pongámosle un buen padrino y muchas puertas herméticas nunca más volverán a cerrarse; y si como complemento exhibe apellido de casta, quedará perfilada su carrera política y no sabemos si desde entonces aparezca el hada madrina (hado padrino suena mal) que comenzará a buscarle sitio en la galería de los prohombres.
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Pretender realizar cualquier diligencia en los laberintos de Circulación y Tránsito es tarea de titanes. Las trabas, el estilo, parecen coincidir en todo el país:
–Pase a la casilla número 13.
–La casilla 13 no atiende hoy porque don Torcuato tiene dolor de muelas.
–Las placas solo se cambian en las horas de la mañana.
–La doctora Nicolasa le resolverá el caso cuando termine su incapacidad por maternidad.
Ante argumentos tan invencibles resortamos como una pelota en manos del inefable y sonriente intermediario que con unas piruetas de avezado malabarista rompe en un minuto la maraña que tontamente habíamos pretendido desafiar solos. Por fortuna llevábamos aún los sudorosos billetes para cancelar las tres mensualidades atrasadas del colegio y poco importa vaciarlos en el bolsillo del afabilísimo cicerone con tal de calmar la insoportable jaqueca del momento.
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El hijo de mi amigo acababa apenas de apagar el ojo cuando las supersónicas enfermeras arrastraron la camilla a toda prisa, dejando ahogados los lloros y las confusiones. El cadáver se esfumó como empujado por artificios entre los vericuetos del edificio. Cuando quisimos investigar lo que ocurría, los despojos iban ya camino de la necropsia. No era lógico que eso sucediera si la enfermedad habla sido detectada, administrada, y finalmente patentado el deceso, en el centro hospitalario. No era lógica la autopsia, pero no parecía existir fuerza humana para evitarla.
El médico-padrino, único con poder decisorio para suspender la incursión del cuchillo, según se decía, estaba demostrando increíble destreza de ubicuidad, pues lo mismo sabíamos de su aparición en su despacho del piso octavo, que de su tránsito por la cafetería que quedaba en el primero; y por más que habíamos apostado a uno de los nuestros en cada recoveco del edificio, el galeno seguía refundido; pero apareció cuando corrió la noticia de un cheque que podría ingresar a la tesorería de la clínica.
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El padrino es una institución. Se requiere tanto para nacer como para morir. Y se entromete en actos tan privados como el matrimonio, importado por desgracia a veces con nombres tan impronunciables, pero elocuentes, como Smith & Wesson, como si no tuviéramos en nuestra patria Cuítivas y Piravanes. Los hay de todos los tamaños y para todos los gustos.
Si la gestión es ante el tendero acaparador, quizás baste la sola visita de la criada coquetona, pues ni pensar que el inspector de precios conseguirá rebajar la computación del Dane. Si le han quitado la placa al carro, piense en la jaqueca que por poco lo enloquece; y no se le ocurra tratar de rescatarla pues caerá nuevamente en brazos del perito de circulación, cancelando de pronto los partes por las infracciones que nunca ha cometido; lo mejor será que convierta el vehículo en chatarra y resuelve varios problemas al mismo tiempo.
Si lo van a lanzar del apartamento por los seis meses que debe, escríbale a la niña de Piendamó. Si la enfermedad es incurable, busque al doctor José Gregorio Hernández, que opera los casos desahuciados, pero que murió hace 53 años. Si el sueldo no le alcanza, visite al usurero de la esquina; pero no lo haga con mucha frecuencia pues terminaría disparándole un tiro en la cabeza, y dentro de sus condiciones no se encuentran abogados-padrinos. Si el gerente del banco no le aprueba el crédito, cuénteselo a la Junta Monetaria.
Si lo picó la machaca, antes de seguir los consejos de Cromos acuérdese del señor Smith & Wesson. Si está aburrido con el matrimonio, no posesione al suplente, o a la suplente, sin consultar antes la ley de paternidad responsable del doctor Lleras Restrepo. Si lo condenaron a 15 años de presidio, cómprese a Papillón; y si sus mentiras no le sirven para nada, por lo menos se distraerá. Si muere en un accidente de aviación, procure por todos los medios que no queden vivos sus vecinos para que no les sirva de merienda. Y al llegar a la eternidad, busque a don Corleone y fije su residencia en el barrio de las once mil vírgenes, que alguna de ellas puede servirle o por lo menos darle buenos consejos.
Si el mundo es de influencias, de padrinazgos, ¿qué valen, se preguntará, los méritos, el esfuerzo, la capacidad? ¿No vale ser hombre de bien? Claro que sí. Pero no subestime a los padrinos. Tampoco se apunte mal, pues un mal padrino no entra en la receta. En la política, como en los negocios, como en la literatura, como en el empleo, como en el amor, se necesita de los mecenas. No lo piense dos veces: busque Corleones. Y no se conforme con uno, que la vida está muy difícil para subsistir. Lo ideal es un consorcio. Ojalá sepa combinar los hados con las hadas. Dice Peter en su tratado de la incompetencia que «el impulso combinado de varios padrinos es igual a la suma de sus respectivos impulsos multiplicados por el número de padrinos”.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 21-I-1973.