Bonzo a la colombiana
Por: Gustavo Páez Escobar
“Un desesperado padre de familia, enloquecido porque su compañera
había abandonado el hogar, mató a sus cinco hijos y se autoeliminó”…
Cinco niños miraban un programa de televisión. El barrio Egipto dormía el sosiego de las ocho de la noche y nada hacia presagiar que la tragedia rondara en sus contornos. Pero de pronto irrumpió José de la Hoz en estado de embriaguez. Sus ojos se mostraban extraviados y sus ademanes, violentos. El licor había embrutecido su razón. Ordenó a sus hijos, los cinco entusiasmados televidentes en aparato ajeno, que se trasladaran a su vivienda porque tendrían que emprender un largo viaje. Después todo sería pavor y gritos sin respuesta ni consuelo. Una inmensa llamarada se alargó como un gigante y arrasó la habitación donde padre e hijos quedaron incinerados en pocos minutos.
Me hubiera gustado conocer a José de la Hoz. Hoy está muerto, y ni las noticias del periódico, ni su foto de mirada enigmática, me dicen suficiente. Ojalá hubiera podido penetrar en las tinieblas de su mente, antes de que los galones de gasolina iluminaran la oscuridad de su morada.
José de la Hoz era un hombre delgado y moreno. Se hizo más delgado cuando las llamas lo devoraron. Y su piel morena se convirtió en carbón, en carbón sangrante para la sociedad. No quiso irse solo, porque le tuvo miedo al desierto de la muerte. Tomó de la mano a sus cinco hijos, los baño en gasolina –y sabe Dios si en lágrimas–, se roció él mismo la sustancia y luego prendió la hoguera que nadie conseguiría extinguir. La combustión diseminó las vísceras como flechazos sin puntería. ¡Absurda manera de vengar el abandono de Brígida, su mujer!
Hay signos que parecen fatídicos. José llevaba en su apellido, y acaso en la sangre, y acaso en el alma, una herramienta de sangre. Blandió la “hoz” y de un golpe segó cinco cabezas inocentes. En un instante de locura acabó con su propia descendencia. ¿Condenarlo? Dios lo ha juzgado.
Dentro de los misterios del alma, imposible saber si es culpable. Como tampoco sería lícito reprobar la conducta de la esposa ausente, sea adúltera o haya huido asustada. Quiero pensar que Brígida no lleva el vientre abultado, pero si es así, que otro sea el propietario de la semilla, y no José de la Hoz que quiso exterminar su apellido. Es preferible suponer que el horrendo holocausto ha servido para cortar taras y reprimir conmociones sociales.
Un periodista demasiado objetivo y no menos cruel informa que las autoridades buscan a Brígida para hacerle entrega de los cuerpos carbonizados. No prolonguemos, por Dios, la tortura y sepultemos esas cenizas en silencio.
La Patria, Manizales, 15-XI-1972.