El bus
Por: Gustavo Páez Escobar
El puente de San Pedro lo estropeó este año el paro intempestivo en el transporte intermunicipal. Los alegres viajantes que desde días atrás tenían preparada la excursión y soñaban con el confortante veraneo en regiones cálidas, tuvieron que regresar cabizbajos a sus hogares, cargados de maletas, paquetes y mal genio.
La prensa, madrugadora, consagró en sus primeras páginas el personaje del día: el bus. Y evitó por fortuna que otros inadvertidos aspirantes al codiciado desplazamiento alimentaran sus esperanzas. Era preferible resignarse a la noticia, antes que engrosar el frustrado número de personas que, ataviadas con vistosos atuendos, desfilaban cariacontecidas por las páginas de los periódicos.
Unos y otros, a no dudarlo, renegaban con furia del entronizado personaje del día. Pero yo –aunque esta vez ajeno al contratiempo– maticé en mi interior, y como un tácito desagravio a los decaídos fiesteros, la escena similar que años atrás me había correspondido vivir. ¡Que ellos me lo agradezcan, cuando el San Pedro esté más distante! Repasando mi epistolario, hallé copia de la carta que le había dirigido a un amigo, a propósito del viaje realizado entre Cartagena y Montería, cuando ansioso de recorrer los caminos de la patria me dio por estrenar el año nuevo en una ciudad que anhelaba conocer. No resisto la tentación de reproducir mi experiencia. Dice así:
Querido amigo: Mi viaje por Montería no fue menos pintoresco que tus aventuras y hazañas por Caracolicito, conforme vas a verlo. A última hora decidí el viaje a Montería, ya que no fue posible confirmar el regreso de San Andrés. Compré con suficiente anticipación el tiquete por la Empresa Brasilia y también me presenté con bastante adelanto a la oficina, queriendo ocupar un presto cómodo que hiciera menos pesado el viaje de ocho horas que iba a emprender.
Pero aquello parecía una verdadera guerra campal y a duras penas pude abrirme paso por entre la efervescente cantidad de pasajeros, con mi maleta a cuestas y con tan mala suerte que dos buses que iban a salir simultáneamente hacia Montería estaban copados.
Quise entonces hacer valer mis derechos y con increíble arrojo me encaramé en al bus y exhibí públicamente el tiquete; pero los presentes me dieron el pésame con una benévola sonrisa que me indignó más aún. Con todo, el bueno del chofer me acomodó como pudo, aunque con la mala suerte para mí de haberme tocado encima de las rodillas de un caballero, que para colmo de males resultó barrigón.
Me dispuse a bajarme del bus, pero mientras el señor barrigón me tiraba de la camisa para no permitírmelo, el chofer cruzaba sus largas extremidades por la puerta de salida, por lo cual la hazaña era imposible. Menos mal que tuve alientos para lanzar el último berrido, lo que sirvió para que el señor conductor se condoliera de mi suerte y desalojara a una señorita que, muy oronda y sin tiquete, se había adueñado de mi puesto.
Como mi genio no estaba para consideraciones ni cortesías, acepté el asiento y le cedí el mío a la pasajera, aunque ella no quiso sentarse sobre las rodillas del optimista caballero barrigón y prefirió buscar acomodo en mi maleta. Ya con una o dos horas de camino, al fin ensayé mirar a la dama y, al chocar nuestras miradas, le mostré una sonrisa forzada como de naranja agria, pero tuve que frenarla en seco al ver que ella me correspondía sacándome la lengua. Renuncié a cederle mi asiento, como ya lo habla pensado «caballerosamente» después de la primera reacción.
Al fin llegamos a Sincelejo y entonces oímos un «sálvese quien pueda», que no era otra cosa sino la fulminante invitación a trasbordar a otro bus. Nuestro chofer, muy tranquilo, se había conformado con decirnos: «hasta aquí no más vengo». Intentar ocupar el otro bus era una verdadera hazaña, pues aparte de venir lleno desde Cartagena, se había dado a la tarea de recoger a cuanto caminante se le atravesaba.
Pero había que proseguir el camino. Y así, dentro del revoltijo más espantoso, chorreando 30 grados de temperatura y percibiendo mil olores diferentes, proseguimos la marcha. Mi pobre contextura, aporreada y maltrecha, a duras penas se defendía de los titanes que llevaba al lado.
Cuando quise respirar mejor, haciendo un esfuerzo sobrehumano logré al fin, después de dos horas más de camino, sacar la cabeza por entre aquel abigarrado tumulto. Pero, todo confundido y avergonzado, volví a esconderme como el avestruz, cuando por segunda vez me encontré con la mirada de mi involuntaria rival, que esta vez marchaba muy bien acomodada en el puesto delantero.
La señorita, sin embargo, fue galante y en vez de sacarme de nuevo la lengua, como me lo merecía, me lanzó una mirada piadosa. Su venganza, así, resultaba irónica. El desquite, mezclado de amabilidad, duele más. No lo resistí y me bajé del bus.
Contraté con un hacendado de la reglón un automóvil expreso y me di el lujo de pasar también por hacendado, pues la cuenta me salió por doscientos pesos, mermando considerablemente mi presupuesto de viaje. Pero al fin llegué a mi destino, no sin antes darle gracias a Dios por haber terminado ese calvario.
El regreso lo hice por avión y allá, desde muy alto, contemplaba, entre satisfecho y engreído, la polvorienta carretera por la que se arrastraban puntos diminutos, con su cargazón de «racimos humanos». Pensé inconscientemente en mi compañera de viaje y, para asimilar la lección y corresponder a su mirada piadosa, preferí no imaginármela de regreso en semejante suplicio.
El viaje, mi querido amigo, a pesar de los percances que te describo, resultó divertido. Conocí muchos sitios: Sincelejo, Lorica, Carmen de Bolívar, Sampués, Chinú, Montería… Es una región maravillosa y ojalá tengas oportunidad de conocerla. Pero para que la asimiles bien y sientas el sabor de la tierra, debes viajar en bus.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 1-VIII-1971.