Oración por un asesino
Por: Gustavo Páez Escobar
Extraño ser éste, Campo Elías Delgado Morales, ex combatiente de la guerra de Vietnam, quien en la Navidad de 1986, cuando apenas comenzaban a titilar las luces decembrinas y a prenderse las esperanzas de paz hogareña –que para muchos son mustias–, disparó 200 proyectiles sobre el corazón de Colombia y dejó fulminados, en silenciosos apartamentos y en la animación del suntuoso restaurante Pozzetto, a 30 compatriotas suyos.
Comenzó por su propia madre, con quien convivía y a quien odiaba con furor, y no contento con asesinarla a sangre fría, le prendió fuego. Así, pensaría la fiera, rasgaba las ligaduras de la sangre y removía los últimos rescoldos que aún pudieran quedarle de sensibilidad humana. Era como un estrujón que se daba en la conciencia del hombre bueno –y recuérdese que nadie es malo por completo, como tampoco es bueno en absoluto–, y ya con ese impulso quedaba fácil cometer las mayores atrocidades.
Quien tiene valor para matar a su progenitora, que destruya también el mundo, porque la madre es el supremo universo que cada cual tiene. Es un templo sagrado y de imposible profanación para la persona normal, pero hay que admitir la teoría de que Campo Elías tenía el cerebro demente. Y el corazón yerto. Un loco desenfrenado. Un monstruo de la naturaleza, que hubiera sido el verdugo ideal para las sicopatías de Hitler, de Herodes, de Atila, de Nerón, de Duvalier, de Idi Amin, de Gadaffi…
El asesino se hubiera crecido si una bala certera no acaba con su existencia en mitad del campo de batalla –otro Vietnam fantasmal–, en que había convertido el pacífico restaurante desde donde pretendía, sin contendores, exterminar a la humanidad entera. Tal el odio con que apuntaba a sus semejantes y tal la ferocidad con que jugaba a la guerra.
Hoy todos lo condenan, lo maldicen y lo aborrecen, pero pocos se detienen a estudiar las causas de su mente desviada. Como tamaño acontecimiento sirve de pábulo para el periodismo sensacionalista, no faltan, y nunca faltarán, los enfoques enfermizos que se complacen en saborear las vísceras del monstruo. Para algunos paladares el muerto es jugoso y extraen de él, como si fuera un manjar, toda la podredumbre que destila la condición humana. Y hay quienes lo idealizan como héroe y hasta desean superar, en inconfesables y fantasiosos desvaríos, la marca criminal.
Campo Elías es un producto de la sociedad. De esta sociedad que lleva en la sangre gérmenes fratricidas. De esta sociedad que incentiva sus pasiones y sus morbosidades frente a la pantalla del cine o del televisor. Consecuencia es él del hogar mal ajustado que en lugar de sembrar principios y afectos deforma la personalidad. Es, además, víctima de la guerra. Y no sólo de la de Vietnam, o la de Irán, o la de Nicaragua, o la de Colombia, sino sobre todo de la guerra alojada en la conciencia y transmitida por el odio universal.
Este sicópata de moda encarna la semblanza de una época bárbara. Campo Elías es la sociedad. Es un loco del montón que no resistió sus tensiones, estimuladas por los despotismos, los rencores, las crueldades del medio ambiente, y con cerebro enceguecido sacrificó a quienes se atravesaron en su mira tenebrosa. Se vengaba así, torpemente, de la humanidad que le había enseñado a ser perverso.
El asesino ha muerto. Un neurótico menos, pero el mundo está poblado de ellos. Colombia está grave de demencia. Por la calle, en el hogar, en el trabajo pululan infinidad de Campo Elías furiosos, listos para volarles los sesos a quienes se expongan a sus arrebatos. ¿Acaso los amos supremos del mundo no mantienen a la mano la palanca, en Estados Unidos y en Rusia, para hacer explotar este planeta desequilibrado si el hombre insiste en sus necedades?
Nadie quería hacerse cargo del cadáver hasta que un sacerdote valiente, que también fue calificado de loco e irrespetuoso con la sociedad, recordó la lección cristiana de enterrar a los muertos. Se enfrentó al dolor nacional y pronunció una plegaria silenciosa por el hombre a quien todos repudian.
La ocasión da pie para escrutar en las cavernas de la propia conciencia, en las profundidades del hombre lobo, para ver si no brotan sustancias malignas. Y recemos una oración por nosotros mismos.
Carta Conservadora, Tunja, 28 de febrero de 1987.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, 30 de junio de 1987.
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Comentarios:
Yo no había tenido oportunidad de leer este articulo y permítame manifestar mi admiración por la forma como plasmó un hecho que conmocionó a toda la sociedad de su época, especialmente la bogotana. La forma sencilla, dúctil y hasta poética como describe el hecho y el análisis certero que hace de la persona que lo cometió, dan cuenta de su habilidad como escritor. Al leer el artículo me trasladé en el tiempo hasta la fecha en que ocurrieron los hechos y pude apreciar con claridad, sólo hasta ahora y por su escrito, que este señor tenía profundamente trastornada su mente y que sólo así uno se puede explicar cómo un ser humano llega a cometer un acto tan abominable. Pedro Galvis Castillo, Bogotá, 13-VIII-2010.