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Archivo para marzo, 2011

El gran majadero de América

jueves, 31 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con este título publica la Editorial Planeta, en asocio de las Universidades Salerno de Italia y Católica de Colombia, un libro de la autoría de los profesores Giuseppe Cacciatore y Antonio Scocozza, suceso que se ubica dentro del Bicentenario de la Independencia. Se saca el título de la frase pronunciada por el Libertador poco antes de morir en la quinta de San Pedro Alejandrino: “Los tres más grandes majaderos de la historia hemos sido Jesucristo, Don Quijote… y yo”.

Agobiado por la tristeza, la soledad y la pobreza y víctima de la ingratitud de sus compatriotas, Bolívar ve en esos momentos que su obra por la unión de los países que ha libertado está desmoronada. Lo han dejado solo, y es objeto de ataques, injusticias y oprobios, luego de haber librado las batallas más intrépidas por la emancipación americana. Dos años atrás, manos asesinas por poco le arrebatan la vida. Hasta tal extremo habían llegado las marejadas del odio y las pasiones rastreras.

Los profesores italianos reúnen en su libro, para estudio de las nuevas generaciones, una antología de los documentos más relevantes de las campañas del Libertador. Manifiestos, cartas, proclamas, discursos, decretos, todo en orden cronológico, y sin notas interpretativas –que sobran, por supuesto–, se ofrecen al lector con el propósito de repasar la historia y sacar las conclusiones que cada cual quiera formularse. Hoy, dos siglos después de sucedidos aquellos hechos, queda más fácil juzgar los episodios que en su momento dieron lugar a pugnaces controversias, rencores y tergiversaciones.

Este libro, que no pretende influir en la mente del lector, aunque sí ayudarlo a dilucidar tramos oscuros de la historia patria, presenta las ideas y las luchas del hombre visionario que buscó, ante todo, redimir a los pueblos del dominio español. A lo largo de esas lecturas podrá captarse, con independencia conceptual, el pensamiento político del creador de cinco repúblicas.

Al final de sus días, cuando el mismo Libertador se endilgó el apelativo de “majadero”, y lo extendió a Jesucristo y a Don Quijote –grandes soñadores como él–, entendió que sus empeños por la integración de las naciones americanas y la consolidación de la Gran Colombia habían sido estériles. Pecó, sin duda, de inexactitud, ya que postrado por el abandono de sus amigos y la causticidad de sus enemigos, no lograba comprender, en un momento de total desengaño y hundimiento espiritual, la magnitud del olvido y la perfidia. Solo la Historia se encargaría, y así lo ha hecho en el Bicentenario, de rehabilitar la obra libertaria.

Interesante resultará para los constitucionalistas de nuestros días el estudio de las normas elaboradas por Bolívar para forjar la vida jurídica de los pueblos. Algunas de esas ideas fueron rebatidas en sana controversia, pero todas ponían de presente la intención de acertar. La Constitución de Bolivia fue redactada por él y se puso en funcionamiento.

En estos papeles se aprecian las dotes del pensador, del literato, del escritor de vasta erudición que había estudiado con profundidad los preceptos que gobernaban la vida de los países avanzados de Europa. Por eso, no es de extrañar la claridad mental, la fuerza de los argumentos y el bello estilo que imprimió a sus escritos. Bolívar era un clásico del rigor gramatical y la elegancia de la expresión, dones que se evidencian no solo en los papeles oficiales sino en su correspondencia privada. En este sentido dejó lecciones imperecederas para los gobernantes de todos los tiempos.

Su obsesión por la libertad, su defensa de los oprimidos, sus embates contra la tiranía, sus luchas sin cuartel contra la corona española fueron su brújula al buscar la redención del hombre americano. Conforme era temerario, así mismo no conocía la indecisión ni la marcha atrás. Tuvo errores militares y humanos, pero su destreza le permitía salir adelante. Dueño de inquebrantable voluntad por el bien común, ejecutó las acciones más osadas y valerosas. Sin él, no se hubiera conseguido la libertad americana. Su genio se lo reconocían –y se lo reconocen hoy– hasta sus propios adversarios.

Difícil conseguir un hombre tan grande como Bolívar. Ni más convencido de sus ideas y de la unión de los pueblos. Sin embargo, su propia dimensión histórica le hizo ganar malquerencias, incomprensiones, atentados de muerte. Tal la naturaleza humana. Pero su gloria y su significado histórico perduran a lo largo de los tiempos.

El Espectador, Bogotá, 27-IX-2010.
Eje 21, Manizales, 27-IX-2010.
La Crónica del Quindío, Armenia, 2-X-2010.

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Música y literatura

jueves, 31 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La Editorial La Serpiente Emplumada, dirigida por la cuentista Carmen Cecilia Suárez, presentó en la pasada Feria Internacional del Libro una breve novela, de 170 páginas, que lleva por título 7 días en El Olvido, de la que es autor Nelson Ogliastri, nacido en Guayaquil e hijo de madre ecuatoriana y padre colombiano.

Nelson Ogliastri tiene 27 años, y desde los 16 inició su carrera musical como compositor de jazz, campo donde ha obtenido resonantes triunfos. A pesar de su corta edad, su nombre es reconocido en varios países. Y grabó su primer disco, donde reúne sus composiciones iniciales en asocio de grandes jazzistas chilenos. Además, ha compuesto música para obras de teatro. En el momento está vinculado a la Filarmónica de Ámsterdam.

Este músico de prestigio internacional, mitad colombiano y mitad ecuatoriano, y que ha residido en diversos países en razón de la actividad empresarial de su padre, causa sorpresa al revelarse también como escritor. No es frecuente, por cierto, esta dicotomía en dos disciplinas artísticas que no mantienen cercanía fácil. Tal circunstancia, que me causó curiosidad por los comentarios sugestivos que escuché acerca de la novela y su autor, me condujo a adquirir el libro.

Sobre esta novela he de decir, ante todo, que no parece que se tratara del texto de un autor primerizo. La obra reúne ingredientes singulares que me llevaron, de una sentada, a devorar su lectura. Novela original tanto por los recursos literarios que emplea el escritor, como por el ingenio con que ha fabricado una historia salida de lo común. Y que deja motivos de reflexión.

No es casual que el autor del prólogo, Winston Villamar Fernández, ostente los títulos de médico siquiatra y filósofo. Él fue escogido a propósito para avalar la tesis novelística. La urdimbre de la novela está  elaborada con dosis de sicología, filosofía y surrealismo. Todo en forma medida, para hacer un relato a la vez humano, intrigante y dinámico, donde la acción fluye con naturalidad, crea situaciones insólitas, a veces de espíritu kafkiano, y mantiene al lector en permanente suspenso.

La fuerza narrativa, combinada con una calculada y graciosa simplicidad, es el gran motor que impulsa esta historia que a veces parece de fantasmas –como en los dominios de Pedro Páramo– y que no permite que el ánimo del lector decaiga un solo momento. Con Beatriz, la protagonista, muchacha errante en el azar de los caminos, llega la lluvia al remoto y misterioso territorio de la Guajira. La lluvia en la región es tan extraña como la propia historia de amor que comienza a tejerse con la llegada de la forastera.

Ella toca en la puerta del asilo y pregunta si pueden darle hospedaje durante siete días. Le contestan que el único cupo disponible es el que acaba de dejar el anciano que amaneció muerto, y la viajera no tiene inconveniente en aceptarlo. De ahí en adelante surgen situaciones curiosas dentro de este mundillo de viejos, dementes, sordos, desmemoriados, y un coronel retirado que nadie sabe por qué fijó allí su residencia. Todos están unidos con el mismo vínculo de la vejez –menos Beatriz, la transeúnte de 35 años– y saben que tienen garantizada la vivienda hasta el final de sus días. El rótulo del hospicio: El Olvido, lo dice todo. Sus habitantes, más que de enfermedades, se mueren de viejos.

Un ambiente alucinante, e imbuido de belleza y poesía, se vive bajo estas paredes de la soledad. Mundo a la vez hechizado y patético. Se trata de seres anónimos que se van desvaneciendo en abrazo con la naturaleza, la tierra árida y a la vez maternal de la Guajira, que lanza a los vientos –con los sones de la música que arrullan el alma del novelista– una parábola de amor y hermandad.

Es una convivencia entre vivos y difuntos, donde en medio de vigilias y sueños discurre el sentido de la vida frente al tremendismo de la muerte. Tremendismo que aquí no existe, porque la muerte se presenta como un trance natural. Y cuando queda algún cupo disponible en El Olvido, algún alma viajera vendrá a ocuparlo. En el caso de la novela, el hospedaje será por solo siete días, término suficiente para simbolizar, como lo hace Beatriz con su personalidad encantadora, el principio y el fin del amor y de la vida.

El Espectador, Bogotá, 20 de septiembre de 2010.
Eje 21, Manizales, 22 de septiembre de 2010.

* * *

Comentarios:

Muchas gracias por apreciar de esa manera la obra de Nelson y recomendarla tan bien en su columna. Apoyos como este son fundamentales en el proceso de difusión de nuevos talentos. Daniel Ogliastri, Chile (padre del novelista).

Leí el comentario sobre el libro de Nelson Ogliastri, el cual me pareció muy acertado, pues sin lugar a dudas Nelson se revela como un escritor con talento. Carmen Cecilia Suárez, Bogotá.

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Dos novelas quindianas

jueves, 31 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando hace 27 años regresé del Quindío a la capital del país, Alister Ramírez Márquez era un adolescente que tal vez no presentía su vocación de escritor. Hoy es el nuevo novelista de la comarca, residente en Manhattan, donde ejerce la cátedra universitaria, y autor de dos obras que le han merecido reconocimientos: Mi vestido verde esmeralda (2003) y Los sueños de los hombres se los fuman las mujeres (2009).

No ha sido el Quindío tierra fértil para el cultivo de la novela, si bien cuenta con varios títulos que han obtenido ponderación. Pero se trata de casos aislados. En el pasado sobresalió en el campo del cuento, con grandes maestros en este género, como Eduardo Arias Suárez (considerado en su época el mejor cuentista del país), Antonio Cardona Jaramillo y Adel López Gómez. En la poesía, el nombre estelar es el de Carmelina Soto.

Fue la poetisa Esperanza Jaramillo García –uno de los pocos enlaces literarios que me quedan en la región– quien se interesó en que conociera las novelas del nuevo escritor. Un poco desconectado como estoy del panorama actual de las letras quindianas, he podido, sin embargo, seguirles el rastro a algunas figuras en ascenso de los nuevos tiempos. En el caso de Alister Ramírez Márquez, siento real complacencia al descubrir un novelista bien cimentado, a quien le esperan, sin duda, grandes éxitos.

Mi vestido verde esmeralda, escrita con lenguaje sencillo y expresivo, pinta el  ambiente rural del Quindío. Está aquí dibujada la típica familia de colonizadores que se desplaza de Antioquia en busca de oportunidades para subsistir y levantar los hijos, mientras a brazo partido lucha contra las adversidades de la naturaleza. Tierras inhóspitas y plagadas de alimañas, fieras y múltiples sobresaltos, son el horizonte cotidiano que enfrentan las corrientes de trashumantes que a golpes de hacha descuajan selvas y hacen surgir pueblos.

Este es el Quindío primitivo que emerge al mando de un puñado de valientes, hasta conformar un núcleo social caracterizado por el temple del carácter, la fe del arriero y el esfuerzo laborioso de la raza, dones que hacen posible la vida civilizada y el progreso. Vendrán después los tiempos de la violencia política que tantos desastres produjeron en la región.

En medio de este marco bucólico y después urbano, donde de paso se retratan las costumbres y la idiosincrasia de la comarca, el novelista crea personajes de mucho vigor, que mueven la historia con interés y realismo. La protagonista principal, Clara, es un ser fascinante por su fuerte personalidad y su espíritu de lucha y superación. Ella es el Quindío. “Madame Bovary soy yo”, dijo Flaubert.

Diríase que la otra novela, Los sueños de los hombres se los fuman las mujeres, es la continuación del propio periplo del escritor en su tránsito de Armenia a Manhattan. Se vale ahora de dos colombianos, legítimos paisas, que buscan radicarse en Estados Unidos y deben afrontar un mundo de aventuras, intrigas y toda suerte de percances, tan comunes en los procesos de inmigración y ambientación en el nuevo medio. Medio duro y hostil, que sin duda vivió el novelista, lo que le da autoridad para tratarlo con familiaridad.

En la narración sobresale el estilo ágil, fluido y ameno, con capítulos de brevedad admirable. Al igual que en la novela sobre el Quindío, en esta se ofrecen nítidas pinturas sobre diversos ambientes de Estados Unidos que se agitan en medio de la pobreza, la droga, los sofocos, la estrechez, la crueldad de la gente. A veces el lector se siente atrapado en aquellas atmósferas atroces y quisiera regresar a Colombia. Pero la mente diestra del escritor ha tenido el tino  de manejar la trama con dosis generosas de pasión sensual, de gracia, de tensión y fino humor, para mantener despierto el interés.

Con ciertos ingredientes policíacos, el ánimo no decae un solo momento. Y como las protagonistas son apasionantes, siempre se busca seguir tras sus huellas y descubrir sus secretos. A la postre, el mismo lector termina mezclado con los personajes, como deseoso de que lo inviten al capítulo siguiente. El final inesperado de la obra, que es al mismo tiempo verosímil y humano, cierra con broche de oro esta historia manejada con mano maestra.

El Espectador, Bogotá, 30 de agosto de 2010.
Eje 21, Manizales, 31 de agosto de 2010.
Noti20 del Quindío, Armenia, 1° de septiembre de 2010.
La Crónica del Quindío, 17 de septiembre de 2010.

* * *

Comentarios:

Muy generoso con tus comentarios y te cuento que acaba de salir la traducción al inglés de Mi vestido verde esmeralda, lo cual se tomó casi tres años porque no estaba satisfecho con la traducción. Bueno, me animan mucho tus palabras y sigo con mis planes para la próxima novela.  También he leído tus otras columnas y te creo que el ejercicio de la escritura lo mantiene a uno en forma. Alister Ramírez Márquez, Manhattan.

A mí me gusta mucho que El Espectador dedique sus páginas de opinión a la difusión de la literatura. Interesantes las apreciaciones del columnista sobre la novela en el Quindío. Pepe Godoy.

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Bolívar en el Quindío

martes, 29 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El periodista y escritor quindiano Miguel Ángel Rojas Arias dice lo siguiente en La Crónica del Quindío, dentro de los actos conmemorativos del Bicentenario de la Independencia: “En verdad, el Quindío tiene poco para conmemorar, pues para la fecha del grito libertario el departamento no existía, ni tampoco habían fundado los pueblos que lo componen en la actualidad, cuya colonización se empezó un poco antes de la segunda mitad del siglo XIX”.

Recuerdo, a propósito, la comisión que en 1983 nos asignó el gobernador del Quindío, Rodrigo Gómez Jaramillo, a Josué López Jaramillo, gerente del Banco de la República en Armenia, y al autor de esta nota, gerente del Banco Popular, para que investigáramos el paso de Bolívar por el Quindío. Con dicho motivo, escribí un artículo en El Espectador, el 29 de agosto de 1983, donde doy cuenta del resultado de aquella misión:

“Nos desplazamos por los límites de Salento, el único municipio quindiano que cuenta con el privilegio de las huellas de Bolívar. Antes de Salento queda la zona de Boquía, lugar edénico por su majestuosa topografía y sus árboles centenarios, donde la historia sitúa la posada Barcinales, en la que pernoctó el héroe andariego. Esto sucedió a comienzo de enero de 1830, o sea, el mismo año de su muerte. Era ya un hombre cansado y abatido por la ingratitud de sus amigos. Para cumplir nuestro cometido, comenzamos a recorrer el llamado Camino del Quindío, que era el paso obligado de los Andes hacia Ibagué y Bogotá.

“Preguntando de casa en casa y de fonda en fonda, al fin alguien nos señaló la vivienda histórica. Pensamos, como es natural, hallar una joya arquitectónica preservada contra el comején del tiempo, rotulada con brillante placa de recordación y atiborrada con una serie de decretos de cuanta autoridad se hubiera disputado el turno para honrar el paso por nuestro territorio de un Bolívar derrotado, camino de su desintegración corporal. Al Quindío le correspondió el privilegio del revés de la gloria.

“Ya hoy no existe la posada Barcinales. La desintegró el olvido. Fue sustituida por una humilde vivienda de bahareque, vacía de placas y decretos. A nuestro encuentro salió una sencilla mujer y nos dijo que era su actual propietaria. En el monte –porque sigue siendo pleno monte– que rodea la casa, una gallina famélica picoteaba su insignificante grano de vida. Y un muchachito barrigón escarbaba la tierra en el platanal vecino. La naturaleza ubérrima y refrescante se mecía con holgura por los contornos, poniéndoles un toque poético.

“Cumplida nuestra misión, le sugerimos a la junta nombrada por el gobernador Gómez Jaramillo la construcción en aquel sitio de un monumento de piedra de la región, sin ostentación pero con firmeza, que recordara el paso por el Quindío del héroe decepcionado. Pero la investigadora de historia de la Gobernación nos dijo que no está probado que en aquel lugar exacto pernoctó Bolívar. Y nos consoló: la duda es de pocos metros. Comprendí una vez más que la historia también es aproximación e inventiva.

“Diríase que investigando el punto preciso, que nadie puede corroborar ni desmentir, donde el Libertador pasó mínimas horas de hondas cavilaciones, se ha gastado siglo y medio. Por eso en la Boquía no existe ningún mojón que rememore aquella noche de vigilia republicana. Si los historiadores, que a veces se complican y nos complican con minucias, van a emplear otros 150 años localizando la plantilla de Bolívar por los caminos del Quindío, ya borrada por el muchachito barrigón del platanal y la gallina rebuscadora, nos quedaremos sin el monumento de piedra, y mientras tanto el genio se nos evapora…”

* * *

Apostilla. Ignoro si en aquel sitio de Salento se fijó alguna señal física (una placa, una estatua, un obelisco) que evoque el paso de Bolívar por el Quindío hace 180 años. Lo cierto es que en el alma de los quindianos ha quedado grabada la imagen del Libertador durante su fugaz estancia en la posada Barcinales, ahora inexistente. Y esto se convirtió en historia.

El Espectador, Bogotá, 26 de agosto de 2010.
Eje 21, Manizales, 27 de agosto de 2010.
La Crónica del Quindío,
Armenia, 28 de agosto de 2010.

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Comentarios:

Según mis pesquisas, Bolívar llegó a Cartago, pernoctó allí y luego, muy de madrugada, se lanzó a traspasar la montaña porque tenía afán de evitar algunos debates en Santa Fe. Entonces se largó a cabalgar con la tropa que lo acompañaba y parece que no hizo sino una parada de refrescamiento en Barcinales, porque la jornada era muy dura desde Piedras de Moler, en el Río La Vieja, subiendo por Filandia, y el alto del Roble hasta Boquía. Por eso las huellas de su paso son casi inexistentes. Son testimoniales. Jaime Lopera Gutiérrez, presidente de la Academia de Historia del Quindío.

Estamos en mora de hacer un homenaje en el Quindío, no sólo porque Bolívar pasó por aquí sino porque, según mi criterio y una hipótesis que estoy conformando, podemos decir que el Libertador es el precursor de la Colonización del Quindío. Miguel Ángel Rojas Arias, Armenia.

La historia pinta la dejadez de nuestras gentes para con su propio patrimonio. Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.

Igual como describes el lugar: el niño barrigón y la gallina que rebusca su alimento, la presencia de la humilde mujer propietaria de lo que fuera la posada, así mismo se quedó el país: sin monumentos, sin historia, porque no tiene o no quiere tener memoria. Colombia Páez, Miami.

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Tesoros legendarios

martes, 29 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una de las pasiones del historiador, ensayista y académico Javier Ocampo López es la del folclor nacional, tema sobre el que ha escrito alrededor de diez obras. Su amplia cultura y sed de descubrimientos lo han llevado a investigar con reflexión, para luego decantar en textos eruditos, el inmenso patrimonio que en el campo de las tradiciones, la leyenda y el mito ofrece la historia colombiana. Muy pegado a esta materia, y ya en el ámbito universal, se ubica su libro Tesoros legendarios de Colombia y el mundo, que hoy, con el sello de Plaza & Janés, ve la luz en este escenario.

Antes de hacer un esbozo sobre esta obra extraordinaria, deseo destacar la personalidad de su autor como fabricante de ideas y trabajador incansable de la Historia, las letras y la cultura nacional. Nacido en el pintoresco municipio de Aguadas, al norte del departamento de Caldas, Ocampo López llega a Tunja hace cerca de medio siglo con el plan de cursar estudios en ciencias sociales en la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, y en Boyacá echará hondas raíces.

Esta larga permanencia en la tierra boyacense solo se ha visto interrumpida con motivo de su doctorado en Historia y su especialización en Historia de las ideas en América Latina, títulos obtenidos en el Colegio de Méjico y en la Universidad Autónoma de Méjico. Allí tuvo el privilegio de ser alumno del filósofo José Gaos, discípulo de Ortega y Gasset. En Tunja, ciudad de sus querencias y sus realizaciones, ha cumplido tesonera labor en torno a la idiosincrasia del pueblo boyacense, sobre todo en lo que tiene que ver con sus valores humanos y culturales, sus costumbres y creencias, su proceso histórico y sus raíces terrígenas.

Su obra literaria es caudalosa, y no se sabe de dónde saca tiempo para ser a la vez profesor universitario, presidente de la Academia Boyacense de Historia, miembro asiduo de la Academia Colombiana de Historia, de la Academia de la Lengua y de otras instituciones, y como si fuera poco, fecundo y atildado escritor. Sus libros sobre Boyacá, de tan variados enfoques y ricos escrutinios, han penetrado en lo más hondo del alma boyacense, que él ha explorado con insomne devoción y ha magnificado con su noble estilo.

Ocampo López recibió el primer germen cultural en su Aguadas natal, población que sobresale en Caldas por la abundancia y eficiencia de sus planteles educativos, y lo explayó en Tunja, ciudad espiritual por excelencia, que lo acogió como hijo adoptivo por su identidad con las causas regionales y su desempeño ejemplar en la vida cívica y cultural.

Tesoros legendario de Colombia y el mundo ha de convertirse en una obra clásica por la pormenorizada indagación que presenta sobre los grandes tesoros –muchos de ellos convertidos en mitos y leyendas– de que es rico el planeta, y en forma particular, Colombia. Para elaborar este inventario histórico, el autor se ha basado en extensa bibliografía que entró a enriquecer su sabiduría sobre la materia. Con datos y análisis rigurosos, cada capítulo de este recorrido se convierte en una real incursión por los caminos de la fantasía, que en muchos trechos hacen surgir los misterios encantados de Las mil y una noches.

Con un telón de fondo, cual es el de la riqueza mágica, cada tesoro escrutado adquiere cierto enigma de embrujo que gira entre la verdad oculta y la quimera fascinante. Los pueblos, desde sus más remotos orígenes, crearon sus propias versiones alrededor de las riquezas escondidas, y el habla popular se ha encargado de transmitir esas creencias de generación en generación, hasta crear verdaderos paraísos de ensueño. Todos, alguna vez en la vida, hemos soñado con un tesoro. De ahí a poseerlo hay mucha distancia, lo que no se opone a que en ocasiones nos sintamos ricos y poderosos con solo husmear las páginas de la Historia.

No es que Javier Ocampo nos pinte mundos irreales, ya que la mayoría de esas fortunas existieron y existen, sino que valiéndose de las artes del ensayista y del historiador toca en los baluartes de la antigüedad para buscar la realidad encerrada entre los murallones del tiempo. Por tesoro se entiende una colección de monedas, artículos de oro, piedras preciosas y otros objetos de gran valor guardados en cofres, arcas, baúles y recipientes diversos. Lo mismo pueden estar enterrados en las cimas de las montañas que en las llanuras o en las riberas de los ríos. Algunos yacen en la profundidad del mar, como sucede con los galeones hundidos, o reposan en una isla desierta o en alguna brecha incógnita.

En su búsqueda, el hombre ha gastado miles de años; ha librado cruentas batallas; ha destruido su sosiego y salud, y casi nunca los ha encontrado. El afán de oro corroe el alma humana desde los propios inicios del mundo y la vuelve víctima de la codicia. Grandes riquezas, gran esclavitud, dijo Séneca. Pero el hombre, ambicioso por naturaleza, no se detiene. El oro, que es el mayor elemento de poder, belleza, fulgor y fortuna, lo deslumbra y lo obnubila.

Ocampo López describe en su obra 53 tesoros legendarios: 41 de Colombia y 12 de otros lugares del mundo. Con estilo ameno, intenso y certero, conduce al lector por estos episodios fantásticos en los que el apetito de riqueza y poderío ha erigido monumentos al becerro de oro, representado en diferentes formas y siempre con el común denominador de la fortuna fabulosa.

Un pasaje de la Biblia narra la escena en que Moisés, al descender del monte Sinaí para hacer entrega del decálogo, encontró a los israelitas en acto de adoración del becerro de oro. Desde entonces, el hombre no ha hecho otra cosa que inclinarse ante la riqueza. Ambiciones, guerras entre familias y entre pueblos, tragedias, sangre, esplendor y ruina se deslizan por las páginas del libro que hoy entra en circulación, todo lo cual resulta un calco de la condición humana.

En el plano internacional, resaltan los tesoros de los reyes Salomón, Creso y Midas, y los de las culturas maya y azteca, entre otras riquezas asombrosas. Y en el ámbito nacional, el itinerario abarca todo el mapa de la patria. Aquí están representadas la Orinoquia y la Amazonia, con tesoros como lo del Metha, Manoa o Caribabare, con Furatena, el Venado de Oro, el Pozo de Donato, Suamox o la Cueva de Cachalú; el Occidente, con Pipintá, Nutibara, Ingrumá, la Cultura Quimbaya o la Montaña de Oro; la Costa Atlántica y el Caribe, con el pirata Morgan, el corsario Drake, Castilla de Oro o la Montaña de Murrucucú.

Salomón, rey de Israel, fue dueño de inmenso capital formado con piedras preciosas transportadas desde el Ganges y el Cáucaso. Estos depósitos eran monumentales, y cada vez crecían más con nuevos cargamentos traídos del Oriente. Cuentan las crónicas que los escudos de la corte estaban cubiertos de oro, y el vino lo bebía en copas del mismo material. Un día fue a visitarlo la reina de Saba, atraída por la sabiduría y la fama del monarca, y de regalo le llevó tres toneladas de oro y piedras preciosas. Salomón, durante sus cuarenta años de mandato, atesoró una de las riquezas más desmesuradas de todos los tiempos, y acaso su fortuna fue superior a su sabiduría.

Creso, rey de Lidia, fue otro de los magnates más renombrados de su tiempo. Su reino estaba constituido por ricas minas de oro y por las rutas comerciales hacia los puertos egeos. A él se debe la primera acuñación de monedas en la economía mundial, las que hizo elaborar para la realización de los negocios. Su gobierno trajo el mayor esplendor a Lidia y su nombre pasó a la posteridad como sinónimo de potentado en el más alto sentido del término.

Es bien conocida la leyenda que se atribuye el rey Midas sobre la facultad que le otorgó Dionisio para convertir en oro  todo lo que tocara. Se dice que un día el rey desgajó la rama de un árbol, y otra vez tocó unas espigas, objetos que de inmediato se volvieron de oro. Cuando se llevó las manos a la cabeza, esta también se convirtió en oro. Como esto parecía más una maldición que un privilegio, rogó a su protector que lo librara de dicho poder, ante lo cual Dionisio le manifestó que debía sumergir la cabeza en las aguas del río Pactolo. Hecho lo cual, perdió el hechizo, pero desde entonces las arenas del río fueron de oro.

El tesoro de Tutankamón, encontrado en 1922, es, como los anteriores, otro de los más colosales de la historia mundial. A este tesoro podemos aplicarle el epíteto de faraónico, por asociación con el título de faraón que se daba a los antiguos reyes de Egipto, quienes fueron célebres por el derroche de lujos y riquezas, lo que dio lugar a que el término faraónico llegara a adquirir el significado de “grandioso, suntuoso”. Los sarcófagos que guardaban los restos descubiertos de Tutankamón y otros faraones estaban revestidos en oro con incrustaciones de piedras preciosas, y en piezas adyacentes aparecieron infinidad de objetos de valor incalculable, entre ellos un sarcófago antropomorfo de dos metros de longitud y cien kilos de oro macizo, al que se encadenaban otros sarcófagos con las mismas características.

En América, con la llegada de los conquistadores se cometieron los mayores despojos de las riquezas que poseían los indígenas a lo largo y ancho del continente. Ellos relacionaban el oro con los destellos del sol, y con ese espíritu religioso fabricaban sus figuras artísticas y elementos caseros personales de gran magnificencia. Luego, al comenzar el pillaje voraz, los escondieron en cuevas y otros lugares estratégicos, sobre todo en las guacas o sepulturas depositadas bajo tierra.

Verdaderos artesanos en el arte de la orfebrería, armaron una de las fortunas más valiosas del mundo. Eran amos y señores de sus minas de oro y otros minerales, hasta que llegó el invasor e implantó la época del saqueo y la muerte. Con el patrimonio indígena se llenaban en Europa las arcas reales y crecía la bolsa personal de conquistadores y piratas.

En suelo colombiano, los españoles arrebataron a los nativos sus objetos de oro y sus piedras preciosas, quemando sus templos y saqueando sus guacas. Terreno fértil para la riqueza aurífera, las minas se extienden por gran parte de nuestra geografía y han causado innumerables conflictos entre pobladores y mercenarios.

Lo mismo sucede con las esmeraldas, en el occidente de Boyacá (drama decantado por Fernando Soto Aparicio en su novela estelar (La rebelión de las ratas), o con las perlas, en el mar Caribe.

En Aguadas, pueblo montañoso situado a 126 kilómetros de Manizales, se levanta el monumento a Pipintá, cacique de los indios armas, que eran famosos por sus grandes posesiones de oro. Estaban considerados como los nativos más ricos del occidente colombiano. Al ser perseguidos por los españoles, ocultaron sus riquezas en las cuevas, los desfiladeros, los abismos de las montañas o las orillas de los ríos, y el enemigo no pudo localizarlas. Ante esa situación, los españoles utilizaron el recurso bárbaro de la mutilación, que no les dio ningún resultado y, por el contrario, enardeció más el ánimo guerrero de los indígenas.

Mientras más los destruían, más resistencia presentaban, hasta que a la postre la tribu quedó extinguida, y la inmensa fortuna –bautizada por los españoles como el Tesoro de Pipintá– nunca apareció. Se esfumó como por arte de magia. Dice la leyenda que el tesoro fue escondido en tierras del Quindío, donde, al iniciarse la colonización antioqueña en mitad del siglo XIX, los colonos comenzaron a encontrar grandes sepulturas de oro y piedras preciosas.

Toda una epopeya se oculta en esta página del ayer legendario de Colombia. Maravillosa historia sobre la fulguración y la defensa del oro en el territorio conformado por los departamentos de Caldas, Risaralda y Quindío, lo mismo que sobre la heroicidad de un pueblo que prefirió la muerte a la entrega de sus joyas sagradas.

Se me ocurre pensar que Javier Ocampo López recibió de su ilustre coterráneo el cacique Pipintá, corajudo combatiente contra la usurpación española, el primer soplo de inspiración para lanzarse a la búsqueda de los tesoros legendarios que hace resplandecer en esta fantástica antología del oro universal.

17ª Feria Internacional del Libro
Bogotá, 24 de abril de 2004.

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