Ráfagas de silencio
Por: Gustavo Páez Escobar
Siento profunda alegría al poner hoy en circulación mi quinta novela, dentro de los 12 libros que llevo publicados, titulada Ráfagas de silencio.
Hace 36 años aparecía en Armenia mi primer libro, Destinos cruzados, novela de juventud escrita en el sosiego recoleto de Tunja, y que había mantenido oculta durante largo tiempo, ante la indecisión de revelar mi clandestina pasión por las letras del espíritu, cuando mi vida laboral giraba alrededor de las letras de cambio como gerente de un banco. Estas dos atmósferas resultan incompatibles, y suele una de ellas ahogar a la otra, si bien ocurren aisladas excepciones que posibilitan su coexistencia, como sucedió en mi caso particular.
Quiso la suerte que aquella novela inaugural fuera leída por Fernando Soto Aparicio, escritor de alto vuelo en los campos de la narrativa y de la poesía, y quien además, como avezado libretista de televisión, le encontró mérito para volverla telenovela nacional, lo que ocurrió en 1987, hace 20 años. Con dicha obra inició RCN la serie de telenovelas que entretienen a extenso número de colombianos.
A lo largo de los años, mi amistad agradecida y fraternal con Soto Aparicio no ha conocido eclipses, y se ha fortalecido. Abrigados por gratificante clima de solidaridad, hemos sabido compartir los regocijos y sinsabores que ofrece el duro oficio de escribir. Ahora, mi nueva novela se ve enaltecida con el brillante prólogo suscrito por mi ilustre paisano boyacense.
Ráfagas de silencio es novela que he madurado y consentido a través de los años, y representa un canto emotivo a la selva, esa selva seductora e inclemente, a la vez que sensual y poética, que viví hace 50 años en los recónditos confines del Putumayo. A esa selva embrujada, “esposa del silencio, madre de la soledad y la neblina”, glorificada por José Eustasio Rivera en La vorágine, regreso hoy, para mi propio solaz, en las páginas de este libro.
También quiso la suerte, como en el caso de Fernando, que conociera en aquellos parajes abismales a un simpático y extraño personaje que después se volvería leyenda en la historia de las luchas sociales que han estremecido la vida del país. Se trata de Tulio Bayer, médico recién llegado de Manizales, con alma de quijote y vocación de mesías, que realizaba, con altruismo conmovido, su noble misión como jefe del puesto de salud de Puerto Leguízamo, mientras yo trabajaba en el único banco que existía en el pueblo.
A pesar de la disparidad de edades y de nuestros temperamentos diferentes, nació entre los dos estrecha amistad, animada por el diálogo constante y la presencia de temas múltiples de común interés, nunca opacados por el choque ideológico y menos por la pasión sectaria. Nuestras cotidianas tertulias florecían con la inquietud intelectual, que fue el nervio sensible que armonizó nuestro destierro selvático, y se humanizaban frente a las angustias que vivían los desamparados habitantes de aquellas fronteras anémicas.
Puerto Leguízamo fue la antesala que años después llevaría a Bayer a manifestar su inconformidad social en otras selvas colombianas. Pero el germen de la insatisfacción lo llevaba desde los días en que presenció la miseria de los pacientes que atendía en el hospital San Vicente de Paúl, de Medellín, y años atrás, cuando en el Colegio de Nuestra Señora, de Manizales, fue objeto de discriminación e injusticias.
De entrada, no tenía por qué saber que aquella figura flaca y desgarbada, y aquel rostro con palidez de cera, y aquella grandilocuencia con que expresaba sus ideas, correspondían al médico recién desalojado de Manizales como secretario de Salud Pública, a raíz de sus denuncias contra una serie de desafueros cometidos por personajes de la alta sociedad caldense.
Hay seres que nacen predispuestos a la rebeldía, tal vez por poseer alto grado de sensibilidad humana. Esta característica convirtió a Tulio Bayer en defensor incondicional de los desheredados. Y al mismo tiempo en víctima de su espíritu idealista.
Tales hechos los conocería yo al correr de los días y al calor de nuestra franca amistad. Y los leería, con mayor sindéresis, en Carta abierta a un analfabeto político, texto autobiográfico donde explica los motivos de su descontento y describe sus luchas aguerridas y extenuantes, casi siempre solitarias, con que pretendía combatir el atropello y la explotación y defender a los menesterosos. Bayer hizo parte de los movimientos insurgentes que en los años 60 llevaron a líderes como el Che Guevara y Camilo Torres a buscar un gran cambio social en los países latinoamericanos. Y no lo consiguieron.
De Puerto Leguízamo pasó a ser jefe de farmacología de Laboratorios CUP. Especializado en esta materia en la Universidad de Harvard, estaba llamado a ser destacado científico. Pero el destino le señaló otra ruta. Después fue cónsul en Ayacucho (Venezuela). Y luego organizó una guerrilla en las selvas del Vichada. Tras el fracaso de sus luchas y la frustración de sus sueños, se radicó en París como refugiado político, por cerca de dos décadas, hasta su muerte, a la edad de 58 años.
Al conocer en junio de 1982 la noticia de su fallecimiento, escribí sentida columna en El Espectador, de donde copio lo siguiente:
“Fue una vida ardiente, combativa y sin reposo. Sufrió hambres, cárceles, afrentas. Pero no desistía de su denuncia social. ‘Yo he sido toda mi vida un luchador contra el abuso y la explotación’, lo ratifica categóricamente al final de sus días. Con esa convicción libró sus tenaces y desproporcionadas batallas. Lo afligía la suerte de los humildes. Lo sublevaba la arrogancia de los poderosos. No se doblegaba ante el halago ni la adversidad. No lo convenció el esplendor ni se dejó tentar por la fama.
“Hubiera podido ser brillante político o eminente hombre de ciencia. Prefirió ser ideólogo. Devorador de libros y dueño de vasta cultura, así entendía mejor la condición humana. Y como su voz se perdía en el vacío, escribió su verdad. Iba por el cuarto libro, y la muerte le truncó otros importantes proyectos. ‘Dejo mis libros como testimonio de un hombre que morirá como ha vivido: como territorio libre del cosmos’, me dice en una de sus cartas.
“En París se empeñó en estudiar los peligros que se ciernen sobre el planeta por la contaminación ambiental. La destrucción progresiva de los recursos naturales lo preocupaba para Colombia, una nación sin conciencia ecológica.
“Tulio Bayer, tertulio apetecido de destacadas figuras de las letras y la política del país, actor de sonados sucesos guerrilleros, y esencialmente ombre de combates ideológicos y de agudas controversias, ha muerto solitario en París. No era comunista militante, ni lo fue nunca. Se había decepcionado de Cuba y de la Unión Soviética. Yo solía recordarle que se había equivocado de estrategias. Pero siempre creí en la sinceridad de sus luchas. Su posición en la vida no fue nada cómoda, pero él prefería la inconformidad a la entrega. Era especialista en bancarrotas y no lo asustaban los fracasos.
“Cuando supe que le habían suprimido el tabaco, el coñac y la sal, presentí que estaba próximo su final. Al comienzo del año (1982) escribí La Patria ajena, nota que lo conmovió hondamente. Me dijo que era el primer artículo en la prensa colombiana que ‘defendía a Tulio Bayer, su obra, su lucha vital’. Y agregó que, acostumbrado a recibir de la barrera opuesta palos y piedras, un ramo de flores lo desconcertaba.
“Se sentía nostálgico de la Patria. Me confesó que se consideraba sin suerte histórica y que las batallas que había librado las había perdido. Pero que aun perdidas, algún día se tomaría conciencia sobre su significado. No me cabe duda de que Tulio Bayer fue gran patriota. Sentía dolor de Patria. Se equivocó de caminos. Pero no de objetivos. Su vida es un enigma difícil de descifrar. Yo creo poseer algunas claves, sobre las que pienso trabajar, que me explicarán su rebeldía, su desacomodo en la sociedad. Hombre inquieto, fogoso, tenaz, sentimental, nunca desfalleció en sus principios. Es, por tanto, una vida admirable, aunque infortunada”.
Dentro de mi código de lealtades, la novela Ráfagas de silencio está dedicada a Tulio Bayer, en los 25 años de su muerte. Al hacer este dibujo sobre la selva, no podía dejar de elaborar, con el recurso prodigioso de la ficción mezclada con la realidad, la semblanza del médico revolucionario y filántropo extraviado en las marañas de los montes, y de la propia vida, con quien me tropecé un día frente a las aguas pesarosas del Putumayo.
El Espectador, Bogotá, 27 de julio de 2007.