Fernando Soto Aparicio
(Palabras en el XXX Encuentro Internacional de Escritores de Chiquinquirá, Fundación Jetón Ferro)
Por: Gustavo Páez Escobar
Para hablar de Fernando Soto Aparicio tengo que retroceder al día ya lejano en que él creyó en mi literatura e hizo posible la llegada a la televisión de mi primera novela, Destinos cruzados. Novela de juventud que había escrito en el silencio recoleto de Tunja, a la edad de 17 años, y que 18 años después publicaría en el sosiego bucólico de la campiña quindiana.
Se trataba, claro, de una obra precoz, y por consiguiente inmadura, en la que el maestro encontró, sin embargo, un tema interesante movido por la espontaneidad, la fluidez y la emoción puras de la época adolescente. Elementos valiosos para realizar, como lo hizo Fernando con el brillo que le es proverbial, los libretos que la convirtieron en la primera telenovela nacional de RCN. Con mi gratitud infinita hacia el colega hasta entonces distante, desde ese día nació entre ambos la fraterna cercanía que ha unido nuestros destinos de escritores.
En Armenia, donde ocupé por largos años la gerencia de un banco, y al mismo tiempo inicié en 1971 mi carrera literaria y periodística, había leído varias de las novelas ejemplares del escritor estrella de mi tierra boyacense, cuyo prestigio traspasaba las fronteras patrias. Hoy, cuatro décadas después, me jacto en afirmar que poseo un conocimiento amplio de toda su obra, que al asimilarla con admiración y sindéresis, la he tomado como la guía y el reto procedentes de este trabajador incansable de las letras que enseña a los escritores a no detenerse en la búsqueda del arte y la belleza.
Cuartillas a toda marcha, libros en constante elaboración, artículos, ensayos y conferencias que no dan espera, asesorías universitarias, lecturas impenitentes, todo afinado por un cerebro inquieto y dirigido por la vocación imparable del artista, componen su mundo cotidiano. Apenas cumplidos los diez años de edad, Fernando inicia la escritura de dos novelas a la vez, que guarda en secreto durante algún tiempo, y destruye más tarde, sin consulta con nadie, ante el temor de que su tierna edad no le haya permitido captar mejor su pequeño entorno.
Años después, huyendo del mundanal ruido, se interna en un monasterio abandonado y escribe, cual un ermitaño detenido en la Edad Media, una novela en dos semanas. Ese es Fernando Soto Aparicio: mente laboriosa, reflexiva, insatisfecha por conseguir el esmero literario, y que nunca ha sabido lo que es el ocio improductivo, ni se ha conformado con la mediocridad.
Para recuperar las dos obras infantiles sacrificadas en aras del rigor literario, se propuso volverse, como novelista, historiador del tiempo. Con todo, no comienza como novelista sino como poeta. A los 17 años publica Himno a la patria, y a los 20, Oración personal a Jesucristo, poemas promisorios con los que se asoma con unción al panorama nacional.
Y vendrían, con el correr del tiempo, poemarios de sublime belleza con los que consolida su patrimonio lírico. Son ellos: Diámetro del corazón, Palabras a una muchacha, Sonetos en forma de mujer, Lección de amor, Motivos para Mariángela, Las fronteras del alma, Alba de otoño. Con la música y el don de la belleza que lleva en el alma ha trabajado su producción poética. Sus cuentos y novelas poseen también altas dosis de poesía. Como orfebre de la palabra, nunca se ha conformado con las medias tintas, sino que impregna sus versos y sus prosas de emoción, contenido y melodía. Poeta total, en suma.
De verso en verso, de rigor en rigor, de libro en libro, ha coronado una de las carreras más prominentes de la poesía colombiana. Y lo ha hecho en silencio y con humildad, calibrando cada vocablo y cada frase, y dándole a la expresión el ritmo y la magia que solo consiguen los maestros de la creación estética. Sus sonetos son dechado de perfección y están a la altura de las mejores joyas de la lírica castellana.
Su vena romántica es connatural a su sentido idealista de la vida. Desde siempre comprendió que el ejercicio de vivir es, o debe ser, un acto de amor. Por eso, la mujer en su vida y en su obra es el faro que ilumina todos sus pasos. No existe poema ni libro suyo que no estén imbuidos de amor. Amor hacia la mujer y hacia todo lo noble y lo hermoso que rodea el tránsito del hombre por el planeta. La medianía está desterrada de sus códigos de escritor. En cambio, la grandeza de alma y la galanura de su pluma se elevan sobre el sinsentido de la ruda existencia.
En el campo de la novela, Fernando Soto Aparicio ha cumplido uno de los itinerarios más extensos y exitosos de la narrativa colombiana. Hace medio siglo –en 1960– publica su primera novela, Los bienaventurados. Dos años después aparece La rebelión de las ratas, que se convierte en la obra cumbre de su carrera. Apenas con 29 años de edad ya le sonreía la fama.
A partir de ese momento, su carrera vuela como un meteoro por los escenarios del aplauso. Trabajador infatigable y dueño de mente privilegiada para contar historias, sus obras se propagan en las librerías y se vuelven materia obligada en los colegios. Llega a ser el novelista más prolífico del país. Bedout, la famosa editorial de Medellín que instituye en Colombia el bolsilibro, lanza al mercado continuos tirajes que ofrecen al gran público todos los textos de esta obra en permanente ascenso.
Se decía por aquellos días que Soto Aparicio se contaba entre los dos o tres escritores que podían vivir de sus libros. Cosa insólita en este país donde el oficio de escribir, aparte de ser mirado con desdén por el Estado y la clase burguesa, nunca ha producido medios decentes de subsistencia. El escritor en Colombia es un huérfano de los gobiernos y de las editoriales.
Vino luego la piratería del libro, a cuya sombra se amasan grandes fortunas usurpadoras de los derechos de autor. Y nada se hace por exterminar esta plaga maldita que destroza las energías del “pobrecito escribidor” de que hablaba Larra. Soto Aparicio ha sido una de las mayores víctimas de este vil atropello. Pero su nombre ya se ha ganado, con creces, el beneplácito de la gente. Esto, contra el sentimiento de muchos envidiosos de las letras que no toleran el triunfo de los demás. Es la envidia una alimaña con patas invisibles que se agazapa en los predios de la literatura y carcome el mérito ajeno.
En sus novelas toma al hombre como factor esencial de su creación. En ellas se agita el llanto de las clases desvalidas que claman justicia en medio de la prepotencia de los poderosos. El trabajador de las minas, la mujer abandonada, el huérfano sin esperanza, el recolector trashumante de las cosechas, la obrera ultrajada por el patrono… son actores de la comedia humana que el novelista ha buscado redimir de la ignominia con estremecida sensibilidad.
Mostrando la miseria de los humildes, pone el dedo en la llaga de una sociedad indolente que crea injusticias y desequilibrios y pretende al mismo tiempo liderar las causas populares, como con desvergonzada prevalencia ocurre, y siempre ha ocurrido, con las clases dirigentes del país. Echemos una mirada al panorama actual de la nación para concluir que las novelas de protesta social de Fernando Soto Aparicio conservan la misma vigencia y la misma razón que tuvieron hace 40 o 50 años. Esa es Colombia, Sancho.
En sus narraciones predomina el amor como la única sustancia capaz de redimir al hombre. “El amor –lo dije hace un año al serle concedido a Fernando el Premio Aplauso, y lo reitero en esta solemne ocasión– es el impulso vital que mueve toda la obra de este escritor silencioso en su vida cotidiana, a la par que elocuente en sus libros, en sus conferencias, en sus talleres literarios y en sus artículos de prensa, que ya conquistó, para honra de Boyacá y de Colombia, los lauros de la gloria imperecedera”.
El Espectador, Bogotá, 15 de septiembre de 2009.
Eje 21, Manizales, 15 de septiembre de 2009.
* * *
Comentarios:
Leyendo la prensa y buscando sobre elementos de la literatura encontré su columna sobre Fernando Soto Aparicio. Este autor es para mí un genio y me alegra en decirle, con toda modestia, que he leído casi el 80% de la obra de este mago de la literatura y nunca puedo olvidar sus textos, en especial cinco novelas que para mí marcaron una parte de mi vida: Los funerales de América Latina, Hermano hombre, Camilo el cura guerrillero (cómo olvidar el poema del hombre de fusil), La demonia, La cuerda loca. Le cuento que hace aproximadamente tres años, cuando aún era estudiante, realicé una ponencia sobre Soto Aparicio, la cual llamé “Fernando Soto Aparicio, un pensador poco pensado”. Mauricio Albeiro Montoya Vásquez.
Varios libros he leído del maestro: Los funerales de América Latina, La rebelión de las ratas. Y el que considero el mejor de todos: Y el hombre creó a Dios. Andrés Granada, psicólogo.