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Archivo para noviembre, 2010

Charla con un nadaísta

viernes, 5 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Varias notas de prensa han recordado el nacimiento del nadaísmo en el país hace 50 años. Una de ellas, la publicada por Augusto León Restrepo en el diario caldense Eje 21, rememora la presencia en Manizales de Gonzalo Arango y su estado mayor por los días en que Luz Marina Zuluaga conquistaba la corona de Miss Universo. No es accidental que belleza y poesía vayan de la mano.

Los nadaístas, a pesar de las muertes notables que se han producido en sus filas, mantienen en alto sus pendones como grupo desafiante de batallas riesgosas, que lejos de sacarlos del campo de combate, les han hecho ganar los trofeos de la inteligencia rebelde y de la libertad ideológica. En los albores del nadaísmo, se dieron cita Gonzalo Arango y Fernando González en la casa del filósofo de Envigado y allí supieron que tenían la misma sangre. “Fernando vio en Gonzalo Arango –dice Eduardo Escobar– la viva estampa de su primera juventud ruidosa”.

Esto de “ruidosa”, para calificar la temperatura alborotada que hacía vibrar al grupo poético, es oportuno situarlo en Manizales (ciudad de nieblas y de fríos eternos) cuando ellos irrumpieron como diablos sueltos que escandalizaron a la comarca conventual y levantaron una llamarada en las conciencias puritanas. Algunos literatos en embrión, y a pesar de ello espabilados dentro del estrecho marco local –como Augusto León Restrepo y su primo William Ramírez Tobón–, avivaron el escándalo y de paso se ganaron unos cuantos anatemas por su manifestación satánica.

En la Universidad de Caldas, los nadaístas leyeron su manifiesto revolucionario, que antes habían proclamado en el Parque Berrío de Medellín, y arremetieron contra los escritores católicos, que eran la flor y nata de la intelectualidad caldense. Esto le valió la destitución al decano que les había prestado el aula máxima. Y cogieron a piedra las instalaciones de La Patria, por alguna nota que los censuraba. Llegó la policía, y los poetas fueron a dar a la cárcel con sus proclamas irreverentes. Con ese motivo, Jotamario escribió su célebre poema sobre los policías de Manizales.

Ahora, al celebrarse los 50 años de aquellos sucesos, he tenido un diálogo veloz con Eduardo Escobar, uno de los sobrevivientes de la barahúnda en Manizales, hoy sereno escritor de El Tiempo y voz cantante del credo nadaísta. Oriundo de Envigado como su filósofo consejero, seminarista en sus mocedades (hubiera podido llegar a ser obispo), hoy un sesentón nostálgico y pleno de vivencias, Escobar ve correr las horas del crepúsculo en su predio rural de San Francisco (Cundinamarca).

De entrada, me dice: “No sé si los cincuenta años de jorobar merezcan felicitaciones o lástima. No es posible enorgullecerse de haber envejecido al amparo de una de las más negativas y la más fructífera de las palabras, y de convertirse poco a poco en la figura de salvedades, de ensayos de vivir y del esfuerzo de pensar, para lograr al cabo de todo no entender”.

Comenta que la última vez que vio a Ebel Botero, entusiasta admirador suyo en las calles de Manizales (ambos jóvenes y con ganas de gozar), fue en Medellín. Así lo describe: “Yo estaba seguro de que moriría de calor, pues rodaba por las ardientes calles de la ciudad de la eterna primavera, de gabardina, con bufanda de seda y sombrero”. Me veo en el caso de contarle que no murió de calor ambiental, sino a consecuencia del veneno que se tomó en el hotel donde residía.

El poeta recuerda a otros escritores de la época, como Mario Escobar Ortiz, que también tuvo final trágico. Y anota que un hijo de Escobar Ortiz, que vive en Pereira y se le perdió de vista, se quedó con algunos papeles de Gonzalo Arango, que ahora quiere publicar un editor inesperado.  “Ojalá no haya hecho lo que hizo Angelita con el archivo de nuestro Gonzalo: echarlo a la candela por estorboso”.

A la Manizales sosegada que los enchiqueró por unas horas le rinde este tributo: “Mis amigos todavía se asustan cuando les digo que en los sesenta la mejor página de opinión del país la tenía La Patria. Un montón de señores mucho más viejos que nosotros, godos, pero algunos proustianos, cultos y con unas prosas muy inteligentes las más de las veces. Recuerdo también esa tristeza del diablo que andaba junto a Fernando Mejía Mejía (poeta de Salamina, muerto en 1986). Y que a Baudilio Montoya (el rapsoda del Quindío) me lo presentaron como diez mil veces, como una figura de museo, que nunca se acordaba de haberme visto”.

Hablamos de Pereira, donde contrajo matrimonio por el rito católico, y luego se separó: “Al fin entendí por qué se dice ‘contraer’ matrimonio, como si fuera igual que ‘contraer’ la gripa, o la hepatitis. Antes de Gaviria, Pereira era más manejable, cuando no se había llenado de traquetos ni tenía viaducto… Viaducto: una palabra cara a Amílcar Osorio”.

Sobre el poeta de la ruana, otra de las figuras literarias que Eduardo Escobar trató durante su estadía en Pereira, le cuento que yo estuve presente en el homenaje que se le tributó al final de su vida y que le ocasionó la muerte. La emoción de ver y de sentir a tanta gente aplaudiéndolo, le produjo un infarto fulminante. Como muestra de aprecio, el Club Rialto le había dispensado el carácter de socio de honor, agrego. “Bueno –interviene Escobar–, pero estoy seguro de que al poeta Luis Carlos González no lo dejaban entrar con ruana en el Rialto…”

Para finalizar esta charla al vuelo que surgió a raíz de la crónica de Augusto León Restrepo, le pregunto cómo se siente hoy en la vida rural de San Francisco, luego de su larga estadía en La Calera y sobre todo de la frenética acción de los manifiestos  y las agitaciones ideológicas (en ese juego arrebatado con la palabra): “San Francisco –afirma– es un lugar de clima medio, cafeterito, que llamamos. Aquí me dedico a tratar de aprender a leer y a mis ejercicios eternos de mecanografía. Una de las cosas buenas de vivir en el campo es que los amigos son siempre bienvenidos. La soledad es un espacio para los amigos”.

El Espectador, Bogotá, 29 de septiembre de 2008.
Eje 21, Manizales, 29 de septiembre de 2008.

Memoria de viejos escritores caldenses

viernes, 5 de noviembre de 2010 Comments off

Carta abierta al poeta de Anserma

Por: Gustavo Páez Escobar

Augusto León: leí la sabrosa crónica que publicas en Eje 21 sobre la irrupción hace 50 años de los poetas nadaístas en Manizales, en los inicios de su organización (o desorganización, dirían ellos) como grupo rebelde dentro de las letras colombianas.

Asimismo, el interesante cruce de correos que has tenido con Eduardo Escobar, de los que me has hecho partícipe. En ambos casos salen a la palestra insignes figuras literarias de tu Manizales del alma, amigos que tuve la suerte de tratar durante mi larga y jugosa estadía en Armenia, en una doble posición, reñida y por lo general incompatible: la de gerente de banco y hombre de letras. Es difícil –casi una proeza– que las letras del espíritu armonicen con las letras de cambio. En mi caso, como te consta, tuve suerte en ambos frentes. Me conoces ahora jubilado de la banca y prendiéndoles luces a los diablejos del espíritu, para manejar una senectud bien iluminada.

Mi vinculación por aquellas calendas como columnista de La Patria, de la que fuiste director eminente, me permitió conocerte de cerca, tomarnos unos buenos alcoholes por los caminos del Gran Caldas, torear a los dioses del parnaso y estrechar –lo más importante– una amistad que se ha mantenido incólume a lo largo de los años.

Recuerdo una grata tertulia contigo y con Hernando Salazar Patiño, por aquellos días director del suplemento literario de La Paria: el irreverente Hernando de siempre, a quien me encontré el año pasado en la Feria del Libro, embestido por una serie de infartos cardíacos, de los que se reía, quisquilloso y rebelde, y por otra parte autor de dos libros críticos y muy bien escritos: Herejías y Manizales bajo el volcán (entre otros). Este último fue presentado en Bogotá, en el Club Caldas, por Fernando Londoño Hoyos. Allí estuve.

Cuando publiqué en Armenia mi primera novela, Destinos cruzados, Iván Cocherín escribió en La Patria una nota elogiosa, que me sorprendió y me asustó. Días después mordió mi vanidad con una halagadora venta del libro. Yo seguí sus instrucciones al pie de la letra: empaqué los primeros 23 ejemplares (no me cupieron más en la caja) a nombre de la persona que él me indicó, residente en Bogotá; formulé una cuenta de cobro con generoso descuento, como me había sugerido para hacer más atractivo el negocio; hice el despacho por Velotax, y quedé a la espera del giro que debía recibir, sin falta, en un par de semanas. Dos meses después, mi vendedor estrella no había vuelto a tomarse su café acostumbrado en mi oficina, ni había vuelto a llamarme, razones suficientes para darme por notificado del ingenioso “robo literario”.

En esos días supe por alguien que ese era el sistema con que Cocherín se hacía presente ante los escritores primíparos, quizá para dejarles un recuerdo imperecedero, como sucedió en mi caso. Ante tamaña realidad, afilé la espuela y le envié a La Patria este telegrama con visos de seriedad: “23 destinos fugitivos punto Apremiado salúdolo, Gustavo Páez”. Su respuesta fue inmediata y contundente: “Semana entrante esa punto Nunca creí banqueros apremiáranse punto Saludos, Cocherín”. Ni a la semana siguiente, ni en semana alguna posterior, el novelista de Barbacoa volvió a asomar su respetable nariz por mi recinto de las cifras ajenas, donde se ofrecía muy buen tinto y se brindaba amplia amistad.

Volví a verlo, tiempo después, cuando me condecoraron en Calarcá con la medalla Eduardo Arias Suárez. Se presentó de repente al escenario y pronunció, por fuera de programa, una solemne oración animada por las copas de aguardiente que llevaba entre pecho y espalda, discurso emotivo –¡para mí, pichón de escritor!– donde me calificó, con mis Destinos cruzados que se cargó el viento, como una “revelación literaria”.

¡Ojalá Dios te hubiera escuchado, Cocherín! Cuando quise llegar hasta ti para darte las gracias por tu proclamación jubilosa y gozar con tu exquisita picardía, ya te habías esfumado, como un fantasma, de la sala cultural. Nunca más volví a verte. Pero siempre te he recordado con simpatía, créeme. Incluso con agradecimiento, por haberme abierto los ojos ante las mentiras de la literatura. Te fuiste debiéndome no unos libros efímeros, sino el aguardiente que me habías prometido para el segundo despacho…

Me produce mucha gracia la descripción que presenta Eduardo Escobar sobre Ebel Botero. Yo conocí a Ebel en Armenia, cuando él era profesor de la Universidad del Quindío. Nos hicimos buenos amigos alrededor de la literatura, por la época en que los escritores de la región teníamos nuestra cosecha de libros en Quingráficas, editorial de gratísima recordación. ¿Te acuerdas, Augusto León?

Ebel Botero, apabullado por su sodomía traumática, me contó que iba a superar su dolorosa condición mediante una novela que había escrito sobre el homosexualismo y que ya había entregado a Javier Londoño, el propietario de Quingráficas. Pensaba que al ventilar su caso por ese medio superaría su trauma, que no lo dejaba vivir en paz. Días después me dijo, más perturbado que antes, que había ido a Quingráficas a recoger la obra, que ya estaba impresa, y allí mismo, luego de pagar el saldo pendiente, la había incinerado sin salvar un solo ejemplar, por considerar que Colombia no estaba preparada en esos momentos para sacar a los homosexuales del clóset. Con su novela, me confesó, crecería su angustia.

Se fue para Medellín y tiempo después publicó Homofilia y homofobia, texto con fondo científico. Y se me perdió de vista. Pregunté por él a mucha gente, y nadie me daba razón. Hace poco descubrí en la internet que se había tomado un veneno en el hotel donde residía. Un amigo que llegó en ese momento lo encontró boqueando y logró prestarle ayuda. No murió de inmediato, sino seis meses después, en Manizales –donde residía el hermano suyo sacerdote–, de una hepatitis causada por el envenenamiento. Una vida desventurada y trágica. Brillante crítico literario que tuvo gran desempeño en el Magazín Dominical de El Espectador durante una época extensa, y que terminó destrozado por las garras de su angustia existencial.

Inyéctale ánimos a Omar Morales Benítez para que publique cuanto antes –y sin esperar el patrocinador que nunca llega– el valioso libro de cuentos que tiene maduro desde hace varios años. Omar tuvo la gentileza de hacérmelo conocer. Yo le expresé mi modesta opinión favorable, y le presenté esta disyuntiva: o lo publicas, o lo dejas inédito para que se lo coman las ratas. ¿Y Beatriz Zuluaga, su esposa? Gran poetisa, que se ha detenido en su producción y que requiere un empujón tuyo. ¿Y tú? ¿Cuántas veces te he dicho que nos has dejado con las ganas de seguir degustando tu fina poesía erótica?

Otras caras amigas de la nómina manizaleña que citas, con las que compartí afanes intelectuales y que han desaparecido de la escena en medio de la adversidad, son: Mario Escobar Ortiz, notable columnista de La Patria, y además pintor, muerto en una madrugada bohemia, aplastado por un vehículo; Jorge Santander Arias, gran pensador y maestro del idioma, consumido por un cáncer; Rodrigo Ramírez Cardona, el famoso “Gaspar”, que “se nos murió de soledad”, según dices. Él me brindó gran estímulo para mis primeros cuentos desde su columna Laberinto, de La Patria. Aquí tengo a la mano su voz ya lejana: “Páez parece confesar, según sus cuentos, el concepto de que el hombre asiste a una realidad trunca, en falencia; una realidad incompleta como un muñón, lo que excluye, de suyo, el final feliz”.

Sobre tu primo William Ramírez Tobón, connotado politólogo, hablamos en nuestra última tertulia con Jorge Mario Eastman. Con él les abriste las puertas de Manizales, hace medio siglo, a Gonzalo Arango, Jotamario Arbeláez, Eduardo Escobar y su gente, que escandalizaron a la ortodoxa y sacrosanta escuela de los grecolatinos: Fernando Londoño, Gilberto Alzate Avendaño, Silvio Villegas, Bernardo Arias Trujillo…

Bien está que hagas esta evocación como una constancia de fidelidad al movimiento nadaísta en sus 50 años de vida. Y que recuerdes, además, las entusiastas conferencias pronunciadas en honor del grupo insurgente por el futuro vicepresidente de Colombia, Humberto de la Calle Lombana. ¡Loor para todos!

En fin, poeta ilustre Augusto León Restrepo: tu memoria nadaísta me ha dado ocasión para volver sobre mis pasos por el Gran Caldas, cuando la vida era amable y veíamos sonreír a la luna. Y me has dado motivo para acordarme de los vivos y los muertos. ¿Cuándo almorzamos?

Eje 21, Manizales, 22 de septiembre de 2008.
El Espectador, Bogotá, septiembre de 2008. (Se le cambió el título: Carta abierta al poeta de Anserma).

* * *

Me alegra que el artículo te hubiera dado la oportunidad de añorar esa tierra, que fue y es tuya, y el valioso aporte que le diste en las letras literarias y en las letras de los pagarés y cambiarias. En ambas ramas, fui testigo, contribuiste al reconocimiento cultural y financiero, especialmente del Quindío. Augusto León Restrepo, Bogotá.

Muy bella. Pensaba si en Manizales abundaba tanto la inteligencia, o se notaba mucho en la pequeña aldea de entonces. Mis amigos todavía se asustan cuando les digo que en los sesenta la mejor página de opinión la tenía La Patria. Un montón de señores mucho más viejos que nosotros, godos, pero algunos proustianos, cultos y con unas prosas muy inteligentes las más de las veces. Recuerdo también esa tristeza del diablo que andaba junto a Fernando Mejía y Mejía. Y que a Baudilio Montoya me lo presentaron como diez mil veces, como una figura de museo, que nunca se acordaba de haberme visto. Eduardo Escobar (nadaísta), San Francisco (Cundinamarca).

Tu recordación aparece tan vívida con el ropaje de tu castiza prosa, que hasta yo (¡ay de mí!) siento nostalgia de lo vivido por ti. Iván de J. Guzmán López, Medellín.

Excelente recordatorio. A muchos de los caldenses los leía yo en La Patria, que compraba en una esquina exclusiva de Bogotá donde llegaba con interrupciones. Haber vivido 38 años en la capital me privó de estar más cerca de la cruzada literaria de los caldenses, que agrupaba a los de Pereira y Armenia. Además, me picaba el gusanillo de la política y aquellos menesteres poéticos estaban lejos, excepto cuando Otto me actualizaba en las tertulias de Oma, en la calle 82, con alguna noticia de la comarca. Jaime Lopera Gutiérrez, Armenia.

Ese era Cocherín, de quien también fui su amigo y su blanco. Carlos Arboleda González, Manizales.

Me hiciste sentir como si te estuviera escuchando en una grata tertulia. ¡Qué interesantes todos tus comentarios! Desde los trágicos hasta los picarescos, como el ingenioso robo de tus 23 ejemplares, como para abrir bien los ojos. Sigue produciendo y participándonos de esa riqueza a tus amigos, no pares nunca porque se acabaría un filón de los que quedan pocos en la literatura. Mercedes Medina, Bogotá.

Neurosis bogotana

viernes, 5 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Daniel Patiño Parra, conocido comerciante de Unicentro, estacionó su camioneta en un costado del parque de Lourdes y descendió de ella en busca de una botella de agua. Se sentía muy enfermo y suponía que le iba a dar un infarto. En medio de su angustia, dejó la camioneta en neutro y esta comenzó a rodar, ante la alarma de algunas personas que pasaban por el sector.

Un transeúnte, previendo una tragedia, se subió al vehículo y activó el freno de emergencia. Desde la tienda donde compraba la botella de agua, Patiño divisó al individuo dentro de la camioneta y, suponiendo que se trataba de un ladrón de carros, desenfundó su pistola y le hizo dos disparos. Uno de ellos hizo blanco en el hombro del transeúnte colaborador, por fortuna sin resultados fatales, y el otro acabó con la vida del ingeniero y profesor universitario Diego Echeverry Campos, que en ese momento pasaba por el lugar conduciendo su vehículo.

El homicida, que se puso en fuga al darse cuenta de la magnitud del desastre, y que  fue detenido por la policía, debe responder ante la justicia por homicidio, lesiones personales y porte ilegal de armas. Dominado por la paranoia colectiva que invade la vida de los bogotanos, no se detuvo a pensar en nada distinto al robo cotidiano de vehículos en las calles de la ciudad, y su instinto de defensa (valiéndose del arma sin salvoconducto que portaba) lo llevó a cometer tres delitos a la vez.

El caso, doloroso y al mismo tiempo aleccionador, es indicativo del clima de inseguridad y de zozobra que se vive en la capital. Hoy, mientras las autoridades distritales se empeñan en afirmar que el delito callejero ha descendido en la actual administración, la percepción ciudadana siente lo contrario. Un debate en el Concejo ha puesto en evidencia que el hampa viene en aumento y cada vez siembra más terror en la ciudad, sobre todo en ciertos barrios y en lugares desprotegidos.

La crónica roja muestra a diario la proliferación de muertes violentas, de robos de residencias y de vehículos, de fraudes en los cajeros automáticos, de atracos callejeros, de violaciones de menores y un sinfín de atropellos contra la integridad de las personas. Los bogotanos se sienten perseguidos a toda hora por el delincuente que ronda en todas las direcciones y miran con desconcierto la poca efectividad de las medidas policivas y la impunidad que ampara a los malhechores.

Se dirá que el delito es propio de las grandes ciudades. Lo que es intolerable es el desborde –como está ocurriendo en Bogotá– de las cifras que tienen que ver con el crimen organizado o la delincuencia común, y la persistencia de conductas rastreras que mantienen al ciudadano con los nervios crispados y lo conducen, como en el caso deplorable que arriba se mencionó, a ejercer la defensa por las propias manos.

Otro caso sintomático de la neurosis capitalina es el de los taxistas que, avisados por un colega que acababa de ser atracado, volaron en persecución de los delincuentes, los acorralaron y luego lincharon a uno de ellos, propinándole varillazos, correazos, puñetazos y puntapiés, hasta ocasionarle la muerte. Esta respuesta –también criminal– a los facinerosos que asaltan a los taxistas, roban sus vehículos e incluso los asesinan, es la manera bárbara de protegerse contra los ataques de que es víctima el gremio.

No es posible que Bogotá viva hoy bajo la ley de la selva, en un infierno inundado de cuchillos y puñaletas, de pistolas, metralletas y revólveres –por supuesto, sin licencia legal–, y a merced del raterismo, de los matones profesionales y los asaltantes desenfrenados de la ciudadanía indefensa.

El Espectador, Bogotá, 27 de agosto de 2008.

* * *

Comentarios:

He preguntado a varios bogotanos que viven fuera del país si esa lejanía ha definido su identidad como bogotanos, y me dicen que la única cosa que permanece y que los resalta es una paranoia enfermiza por la inseguridad. Este caso es una confirmación de eso. Qué tristeza. Ignacio Peña

Vale la pena hacer un análisis estadístico bien serio de la criminalidad en la ciudad durante los últimos diez o veinte años y evaluar por tipo de delitos su crecimiento o disminución. En los últimos meses, parece apreciarse un aumento en crímenes producto de las mafias organizadas; este es un punto bueno para estudiar. Memo (correo a El Espectador).

Preocupante que el presidente Uribe, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, el Congreso y el Fiscal e inclusive el Ministro de Defensa y el Alcalde de Bogotá anden trenzados en una pelea de poderes, mientras el ciudadano de a pie, el común y corriente, está expuesto a situaciones absurdas como esta, y con un alto costo: la vida. Domingos da Guía (correo a El Espectador).

Bienvenido el tema: se requiere cabeza fría para analizar lo que pasa en la ciudad, en nuestra bella ciudad; el asunto no son las engañosas estadísticas sino la realidad, la calidad de vida o la vida citadina. Polista (correo a El Espectador).

Los crímenes que a diario y desde hace muchos años se cometen en nuestra patria a todo nivel dan indignación y vergüenza. Alejandro Rodríguez Martínez.

Te cuento que en Medellín no es muy diferente: bandas enteras, con la anuencia de la Fiscalía y hasta de la Policía, cometen toda clase de crímenes y atropellos, que se esconden bajo la alfombra “ajuste de cuentas”. Es necesaria una gigantesca limpieza del país, que nos permita, aunque más no sea, morir tranquilos. Iván de J. Guzmán López, Medellín.

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Premio Aplauso a Fernando Soto Aparicio

jueves, 4 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Juan Goytisolo dejó en su libro “Cuaderno de Sarajevo” (El País/Aguilar, 1993) un testimonio estremecedor sobre la devastación de la capital de Bosnia-Herzegovina por parte de las fuerzas comandadas por Radovan Karadzic, líder de la entidad territorial llamada Republika Srpska, quien por esos hechos pasaría a la historia con el mote de “carnicero de Sarajevo”.

Desintegrada la República Federal de Yugoslavia a partir de 1991, el flagelo de la guerra ha cubierto de sangre la península balcánica y sembrado el terror entre los habitantes. Al proclamar su independencia los nuevos Estados que surgieron de la desmembración de Yugoslavia, vino el enfrentamiento con Serbia, la cual, por tener importantes sectores de población en la mayoría de las regiones yugoslavas, buscaba su predominio en toda la península.

Esta situación se tornó más dramática en Bosnia-Herzegovina debido al choque religioso, y desencadenaría las acciones bélicas de Karadzic animadas por el  propósito de exterminio de los musulmanes. El principal objetivo: Sarajevo, la capital, una ciudad de más de medio millón de habitantes, donde se iniciaron intensos combates en abril de 1992.

Juan Goytisolo se hizo presente en dicha ciudad como corresponsal de prensa y allí se encontró con la escritora neoyorquina y directora de teatro Susan Sontag, gran defensora de los derechos humanos, empeñada en montar en Sarajevo –como en efecto lo hizo, en un teatro bombardeado y a la luz de las velas– la tragicomedia “Esperando a Godot”.

La limpieza étnica adelantada por Karadzic y sus secuaces representó, durante los 43 meses que permaneció sitiada Sarajevo, una de las masacres más sangrientas ejecutadas en Europa después de finalizada la Segunda Guerra Mundial. En esta operación perdieron la vida 12.000 personas y se vivieron los peores extremos de la ferocidad humana: violaciones masivas, torturas, campos de concentración, hambre, desalojos y otros crímenes de lesa humanidad.

El “Cuaderno de Sarajevo” describe, con patético realismo, los cuadros cotidianos de una población sometida por la crueldad demencial del tirano y expuesta a todo momento a perder la vida en medio de los bombardeos incesantes y los más salvajes sistemas de destrucción, que hicieron revivir la época de Hitler. La ciudad quedó convertida en un espacio humeante, tétrico, lleno de muertos y de heridos, sin agua,  luz ni gas y con ausencia absoluta de cualquier clase de protección.

Por todas partes saltaban las vísceras, las cabezas, las piernas y los brazos cercenados y se escuchaban los gemidos infinitos de la gente que agonizaba bajo la bota militar de un monstruo suelto, insaciable en su fanatismo religioso y en su instinto demoledor, que buscaba no dejar piedra sobre piedra, acaso para sentirse más déspota y más perverso. Se vieron escenas dantescas como la de aplastar a los niños bajo las orugas de los tanques, para causar mayor pánico en la población civil.

Edificios enteros se habían venido al suelo, y los que permanecían en pie estaban perforados por las descargas de los bombardeos y mostraban una decadencia de años, como si la ciudad se hubiera envejecido en contados minutos. Los tranvías, los buses y los automóviles yacían calcinados en plazas, calles y avenidas, mientras los osados habitantes que transportaban en bidones el agua escasa existente en algún sitio remoto, hacían verdaderas acrobacias para circular por entre los escombros y protegerse de las lluvias de proyectiles, que podrían dejarlos quietos a cualquier momento y en cualquier lugar.

Los postes del alumbrado público se habían doblado como en una oración conjunta que imploraba piedad para una ciudad devastada y huérfana. De algunos cables brotaban aisladas chispas eléctricas como constancia de una tecnología agonizante que duraría años en volver a restablecerse. Sarajevo era un mapa de ruina y desolación. Era una ciudad fantasma, cadavérica, pisoteada por la insania de una de esas bestias apocalípticas de las que el mundo no podrá librarse jamás.

¿Qué solución podían dar los hospitales, sin agua y sin luz y carentes de sitio para atender a miles de enfermos moribundos? ¿De dónde saldrían los médicos y las enfermeras en número suficiente para manejar semejante calamidad? En los centros de salud, lo mismo que en las funerarias, los cadáveres iban copando todos los espacios y luego se amontonaban en las aceras.

La saña de los fundamentalistas panserbios no respetaba siquiera el transporte de los muertos al cementerio, pues convertían los desfiles fúnebres en blanco fácil de las balas y cobraban de esa manera nuevas vidas humanas. Por lo tanto, estos actos tenían que hacerse bajo las sombras de la tarde o de la noche, y ni aun así podía confiarse en la supervivencia. No solo en Sarajevo, sino en toda la geografía de Bosnia, los habitantes tuvieron que vivir en físicas ratoneras humanas y rodeados de angustia y precariedad, huecos que perforaban por todas partes para lograr proteger la vida.

Este capítulo de Bosnia entraña un drama pavoroso para la humanidad. Fue un pueblo que se quedó solo y se desangró ante los ojos del mundo entero. Fueron ineficaces las medidas de la ONU, de Estados Unidos y de los países europeos. El tirano actuó a sus anchas, como si estuviera en el solar de su casa. Y luego desapareció.

Doce años después de cometido uno de los mayores genocidios de la humanidad, acaban de encontrarlo en Belgrado, capital de Serbia, país que gobernó como amo omnipotente. Estaba camuflado bajo la apariencia bonachona de un monje de barba blanca y figura inofensiva, que fingía ser un médico alternativo. Salía a la calle, viajaba en bus, hablaba con los vecinos, y nadie se había percatado de que se trataba de Karadzic. ¡Ni siquiera la policía secreta!, que a la postre lo capturó.

Impune, gozaba de la aparente vida pacífica de sus 63 años de edad, bajo la sombra protectora del imperio destructor del que se fugó cuando se sintió perdido. ¿Por qué no había sido descubierto? Es la pregunta obvia que aflora en la opinión mundial. Ahora falta que se localice al general Ratko Mladic, su mano derecha en estas atrocidades –el “carnicero de Srebrenica”, donde fueron asesinados bajo su mando cerca de 8.000 musulmanes en 1995–.

Dos carniceros del género humano, que merecen un castigo ejemplar. Y que aprendan la lección los gobernantes sanguinarios del mundo. Más aún: todos los gobernantes que atropellan los derechos humanos.

El Espectador, Bogotá, 28 de julio de 2008.

* * *

Comentarios:

Excelente columna. Goytisolo junto con Jean-Luc Godard hacen una excelente visión en el documental de este último, “Nuestra música”. Camilo Perozzo R., Bogotá.

Excelente tu artículo sobre el monstruo de Sarajevo. Jorge Mario Eastman, Bogotá.

Conmovedora tu columna acerca de la carnicería de Sarajevo y estos villanos que, como tantos otros, arruinan la condición humana con sus peores armas. ¡Qué horror! ¿Hombres o monstruos? Inés Blanco, Bogotá.

Impresionante la crónica de Sarajevo. El Carnicero las pagará. Me pareció increíble que posteriormente aparecieran simpatizantes en su patria tan vejada. Luis Eduardo Gallego Valencia, Bogotá.

Puesto de Combate

jueves, 4 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En el año 1965, navegando por los océanos del mundo como marinero de un barco mercante, Milcíades Arévalo concibió la idea de hacer una revista literaria. El capitán de la embarcación, el argentino Ariel Canzani, que además de arrojado lobo de mar era brillante poeta, manejaba en el cuarto de máquinas una imprenta donde editaba la revista de poesía Cormorán y Delfín.

Dicha revista había visto la luz en enero de 1964 y realizaría 29 ediciones, hasta diciembre de 1972. Importante publicación internacional de vanguardia, que suscitó interés en los círculos intelectuales y que, al igual que la mar donde había nacido, era abierta a todas las corrientes de opinión y suscitaba grandes debates por la soberanía del pensamiento y el pluralismo de las ideas.

Famosos poetas crecieron bajo el abrigo de Cormorán y Delfín. El cormorán, un atlético cuervo marino, y el delfín, un esbelto cetáceo, se hermanaron en la revista de Ariel Canzani para pregonar la poesía y la majestad de los océanos. En aquella casa náutica aprendió Milcíades Arévalo no solo el arte de la imprenta, sino a querer los libros, que leía con pasión en la biblioteca formada por Canzani en el oleaje marino. Cuando después de larga travesía se despidieron en tierra firme, el colombiano le prometió que seguiría su ejemplo: sería escritor y fundaría una revista literaria al estilo de Cormorán y Delfín.

Así nació Puesto de Combate, el 23 de septiembre de 1972. Es decir, el mismo año que llegaba a su final la revista argentina. Bajo el buen augurio de esta dichosa coincidencia, puede decirse que la revista colombiana recibía la savia que le inyectaba la publicación argentina. Hubo empalme intelectual. Empalme de estilo, de espíritu de lucha, de independencia ideológica, de mirada abierta a todas las expresiones literarias.

En 1983 moría Ariel Canzani, a la temprana edad de 55 años. Debo suponer que Milcíades Arévalo llora todavía la ausencia de su maestro y mantiene su nombre como faro del ánimo batallador que él le transmitió en alta mar, y que se ha mantenido firme hasta el día de hoy, a pesar del oleaje de las múltiples dificultades, sobre todo de tipo económico, que atentan contra la supervivencia de un medio tan frágil y desprotegido como es una revista literaria.

El discípulo superó al maestro en los largos años en que Puesto de Combate ha  permanecido en la predilección de sus numerosos lectores. Hoy es una de las revistas más antiguas del país, que se ha dado el lujo de prolongar durante estos 36 años, sin ninguna interrupción, su auténtica vocación de apoyo al ancho mundo de los escritores.

Por sus páginas han desfilado literatos prestantes tanto de Colombia como del exterior, y sus páginas han estado abiertas a toda clase de inquietudes culturales. Lo mismo el escritor veterano que el que apenas se inicia en los rigores del noble oficio han encontrado las puertas abiertas de esta publicación. La insignia de la revista es el pluralismo literario, sin exclusiones ni padrinazgos. Lo único que se exige son las reglas elementales del bien decir.

Milcíades Arévalo, antes de ser editor de Puesto de Combate, se desempeño como marinero, empleado bancario y vendedor de libros. De difusor de la palabra a través de la venta de libros pasó a rendirle honores al pensamiento por medio de su propia empresa editora. Actividad que le ha dejado íntimas complacencias, y al mismo tiempo hondos sinsabores por la falta de apoyo económico de las entidades encargadas de apoyar la cultura en el país, comenzando por el ministerio del ramo, que apenas llega a unos cuantos privilegiados.

En su haber literario, Milcíades Arévalo acredita sólida producción en los ramos de la narrativa y la dramaturgia, con títulos como El oficio de la adoración (relatos, 1988), Inventario de invierno (cuentos juveniles, 1995), Cenizas en la ducha (novela, 2001). Además, es autor de media docena de títulos inéditos.

El Espectador, Bogotá, 8 de agosto de 2008.
Puesto de Combate (editorial), No. 73, 2° semestre de 2008.

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Comentarios:

Realmente es digno de admiración por el tesón para que su revista, que es muy buena, sobreviva a la turbulencia, no de las aguas marinas, sino a la falta de apoyo, a la vanidad de muchos colegas y a la lucha que ha sostenido durante 36 años para que ésta no naufrague en la mente de los lectores. Creo que una de las tantas cualidades y calidades de Milcíades es, sin duda, su franqueza y repudio a la mediocridad de tantos que se creen estrellas, cuando apenas son nubarrones en el cielo de la poesía, narrativa, ensayo, en fin, del mundo esquivo y exigente de las letras. Inés Blanco, Bogotá.

Interesante artículo, interesante revista e interesante personaje. Me llama mucho la atención el nombre dado de Puesto de Combate, que tiene mucho de “marino de guerra”, pues son esos puestos los que ocupan los marinos en los zafarranchos de combate, e incluso son los puestos para los zarpes y arribos de puerto. ¿Él perteneció en alguna época a la Armada? Capitán de navío (r) Jorge Alberto Páez Escobar, Bogotá.

Respuesta: Milcíades Arévalo fue en los años 70 grumete de un barco mercante, y en ese carácter viajó por muchos mares del mundo. El capitán de la embarcación, intrépido lobo de mar que al mismo tiempo era poeta, le infundió la idea de fundar una revista. El nombre Puesto de Combate lo tomó de sus experiencias marineras, sin que hubiera pertenecido a la Armada. Milcíades dice que ese nombre le pareció contestatario y por eso lo llevó a la revista con el sentido de “combate cultural”. “Mi único combate ha sido con las palabras”, dice el amigo. Ariel Canzani, el capitán, adquirió prestigio en las letras argentinas y murió de 55 años. En Google pueden leerse muchos de sus poemas. Allí encontré una foto suya, en la que se aprecian sus condiciones físicas de lobo de mar, en medio de una expresión a la vez dura y dulce, signada, sin duda, por el mar y la poesía. GPE.

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