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Archivo para noviembre, 2010

Don Juan de Castellanos, cuatro siglos después

martes, 9 de noviembre de 2010 Comments off

Por Gustavo Páez Escobar

Dos escritores boyacenses, Fernando Soto Aparicio y Mercedes Medina de Pacheco, exaltan en sendos libros de reciente publicación la figura mítica del cronista español don Juan de  Castellanos, muerto en la ciudad de Tunja hace cuatro siglos (el 27 de noviembre de 1607).

Don Juan de Castellanos, nacido de familia de labriegos en la aldea andaluza de Aldanís, en marzo de 1522, viaja muy joven con su familia a América, y años después se incorpora como soldado. En este último carácter, cumple durante el recorrido por barcos, selvas y geografías diversas –y adversas– una serie de aventuras que le servirán más tarde para presentar en sus escritos el cuadro fidedigno, manejado con la riqueza de su pluma y el prodigio de su imaginación, sobre lo que fue la gesta conquistadora del continente americano.

Aunque no hay completa claridad sobre algunos pasajes de su vida, existen datos que permiten ubicarlo en tres facetas generales: la primera, su llegada a América de cuatro años de edad, y de ocho, su ejercicio como monaguillo en Puerto Rico, donde el obispo le da instrucción en latín, clásicos y humanidades, disciplina que le servirá de base para su futuro sacerdocio en Tunja; la segunda, su ingreso a la milicia, que lo llevará en intrépidas misiones a lugares conflictivos, como la isla Trinidad, Santo Domingo, Curazao y Aruba, la isla Cubagua, la isla Margarita y, a la postre, el territorio colombiano; y la tercera, el comienzo de sus estudios sacerdotales en Cartagena, donde ejercerá como cura, lo mismo que en Riohacha, para más tarde ser beneficiado de la parroquia Santiago de Tunja, donde cumplirá largo apostolado de 45 años, hasta su muerte, a la edad de 85 años.

Cansado de la guerra que tiene que enfrentar en todas partes, se decide por la vida religiosa. Y a ésta llega con amplia visión del mundo, tanto por su actividad como hombre sensual que ha vivido frenéticas relaciones con las indígenas, como por su experiencia sobre los conflictos armados y la condición humana.

Con ese bagaje, escribe, en octavas reales, la monumental obra “Elegías de varones ilustres de Indias”, conformada por 113.609 versos, una de las más extensas de la lengua española. Mercedes Medina de Pacheco, supongo que con estudiado sentido feminista –sin desconocer el carácter histórico–, señala en libro publicado en el año 2002, con el sello de la Academia Boyacense de Historia, las 179 mujeres que deambulan por las Elegías de don Juan y destaca en ellas sus atributos físicos y morales.

Para citar sólo una de esas mujeres legendarias –la valiente y astuta cacica Anacaona–, traigo a colación la referencia que hace el cronista sobre los poderes de seducción empleados por la lujuriosa indígena, en momento crucial de las escaramuzas aborígenes con los españoles: “Anacaona llena de pasiones / usaba todavía de sus tretas, / intentando mover rebeliones / las cuales no pudieron ser secretas”. Los versos de don Juan, manejados con gracia picaresca, sencillo estilo, precisión narrativa, ironía y sátira, son la mejor pintura de aquella época conmocionada por bárbaros episodios guerreros que darían lugar al surgimiento del nuevo mundo.

Con esos versos, nace la poesía en Colombia. Escritor prolífico y sagaz, a la par que historiador de la verdad, fuera de las Elegías es autor de otros libros valiosos: Rimas de la vida, Muerte y milagro de don Diego Alcalá, Discurso del capitán Francisco Draque, Elegía VI, Historia del Nuevo Reino de Granada, Historia de la Gobernación de Antioquia y de la del Chocó.

Los tiempos actuales, cuatrocientos años después, han echado al olvido a don Juan de Castellanos. No saben quién fue aquel valeroso soldado y respetable clérigo, y aquel insigne escritor y poeta que con los recursos precarios de la época elaboró en el silencio recoleto de Tunja una obra de vastas proporciones, que hoy nadie escribiría. Pero en la capital boyacense su figura sigue siendo señera: la presencia de don Juan de Castellanos se siente en el sitio donde moró, y en la catedral de Santiago que construyó.

La distinguida historiadora de Tunja Mercedes Medina de Pacheco despierta al cronista en este cuarto centenario de su muerte y lo pone a hablar –en el libro Don Juan de Castellanos y otros aventureros– con la niña Catalina Sánchez, que en medio de su candor y su precocidad le hace al cronista inteligentes preguntas sobre diversos aspectos tratados en las Elegías, y obtiene de él cabales respuestas.

Por otra parte, otro ilustre boyacense, Fernando Soto Aparicio, animado por el propósito de revivir al personaje, escribe su historia novelada bajo el título El sueño de la anaconda, libro patrocinado por la Gobernación de Boyacá. Preciosa novela forjada con aliento poético y con aproximación histórica, que dibuja la apasionante personalidad de uno de los hombres más sobresalientes de su tiempo. El relato destaca las características más notables que marcaron la vida del cronista español (digamos, mejor, del cronista tunjano): aventurero, poeta, filósofo, teólogo, sembrador de ideas, constructor de la catedral, amante, historiador, padre, pastor de almas, hacendado, confesor, soldado, cura, médico, visionario.

Dentro de los recursos estilísticos que utiliza Fernando en su mundo narrativo, no podía faltar en su novela el ardor sensual que marcó la vida del pecador y del aventurero: de este don Juan conquistador de bellas mujeres nativas, que se trenza en amores con la india Macopira y con ella concibe una niña encantadora. La hija –como en los finales felices– aparece en el crepúsculo del santo y transmite al lector la limpia parábola de amor que pertenece a la vida turbulenta del trotamundos, ahora santo tunjano convertido en leyenda.

Eje 21, Manizales, 27 de octubre de 2008.
El Espectador, Bogotá,  31 de octubre de 2008.

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Entre cuentos y realidades

martes, 9 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Llevaba dos años trabajando en Armenia como gerente de un banco, cuando un buen día, en mayo de 1971, intoxicado de cifras y abrumado por los ajetreos del cargo, me dio por escribir un cuento durante un fin de semana.

Todos en la ciudad me conocían como banquero, y nadie como escritor, que en realidad no lo era, si bien tenía una novela escrita de afán –y con pasión– en mi época de adolescente en la ciudad de Tunja, obra que durante 18 años mantuve escondida en mis archivos secretos. La gente de Armenia me veía como un ejecutivo eficiente que, llegado a la tierra quindiana con ánimo de servir, se había identificado con la idiosincrasia regional y gozaba por eso de general aprecio.

Pues bien: animado por un concurso de cuento que promovía el Magazín Dominical de El Espectador (en la venturosa época de los Cano Isaza), se me despertó de repente la vena de narrador que se hallaba dormida en mis intimidades. Ese fin de semana elaboré mi primer cuento durante intensas horas de esfuerzo atroz, y luego lo depuré con la máxima severidad de que fui capaz. Ya poseía, por supuesto, mayor dominio de la escritura que 18 años atrás. El lunes siguiente lo despaché por correo, a primera hora, sin darme tregua para el arrepentimiento. Una extraña premonición me indicaba que iba a tener suerte.

Tremenda alegría viví días después, cuando apareció mi cuento en el Magazín Dominical, seleccionado entre infinidad de trabajos que llegaban a esa página –la  más apetecida por los escritores– desde todos los sitios del país. Entraba así por la puerta grande de la literatura. Luego de paladeado el regocijo, sentí indecisión, por no decir que miedo, al verme señalado como cuentista ante el país entero. El triunfo me desestabilizó. ¿Qué dirían en mi banco, cuya materia prima es, como la de todos los bancos, el dinero, cuando supieran que tenían un escritor a bordo? ¿Acaso han convivido en sitio alguno las letras de cambio con las letras del espíritu?

El manejo de las cifras suele ser incompatible con el oficio literario. No es de buen recibo en la banca que el ejecutivo se dedique al mismo tiempo a las letras del espíritu, pues esto hace suponer el descuido de las letras de cambio, idea errónea en muchos casos, pero la banca es la banca, es decir, una máquina de producir billetes. Habrá excepciones, pero yo no podía saber si ese sería mi caso. Ahora bien, ¿cómo iba a renunciar a la literatura, si la sentía arraigada en mi personalidad desde siempre? Y en sentido contrario, ¿cómo iba a renunciar al banco, si de él derivaba el bienestar económico? O era banquero o era escritor, tal parecía el dilema que me había planteado mi primer cuento.

Ya en el despacho bancario, el lunes siguiente, cavilaba en semejante disyuntiva cuando entró a la oficina Alirio Gallego Valencia, prestante elemento de la intelectualidad quindiana, quien, mirándome con ojos de duda jubilosa, me lanzó esta pregunta obvia: “¿Serás tú acaso el autor del cuento publicado en El Espectador?”. Desde luego que era yo.

No quise decirle que al mismo tiempo me consideraba un mártir de la causa literaria, y recibí como premio su efusiva congratulación –que para mi caso parecía un latigazo–, con el comentario que me hizo el buen amigo de que tanto él como Euclides Jaramillo Arango, otro ilustre escritor quindiano, habían encontrado en mi trabajo un legítimo cuento.

¡Por Dios, en qué lío me había metido! De ahí en adelante comenzó a sonar mi nombre de banquero con la connotación del escritor que ya no podría dejar de serlo por el resto de mis días. Pero un escritor no puede ser autor de un solo cuento, o de un solo poema, incluso de un solo libro. Hay que demostrar mayor vuelo, y ese fue el reto que me impuse días después, ya fortalecido con la decisión irrevocable de seguir adelante en mi destino literario, sin desatender la función bancaria.

Poca gente sabe (y supongo que los directivos de mi empresa lo ignoraron) que para ser escritor y seguir siendo banquero al mismo tiempo adopté esta fórmula mágica: todos los días me levantaba a las cuatro de la mañana y me metía en mi oficina casera a leer y a escribir, hasta que llegaba la hora de enfrentarme a los rigores de las cifras.

Ya en el banco, dejaba de ser escritor durante la jornada laboral: entonces la mente solo me funcionaba para las finanzas, los sobregiros, los encajes y los mil intríngulis de esa febril actividad que tantos sofocos me produjo, y que al mismo tiempo me deparó inmensas complacencias al ver que las cifras y las metas, y sobre todo los principios éticos y morales que siempre presidieron mi desempeño, tenían cabal realización. Y, cosa prodigiosa, mi carácter de escritor, que cada vez obtenía nuevos logros y me imprimía mayor respetabilidad, se convirtió en medio para abrir nuevas puertas en el campo de los negocios.

No era fácil, por supuesto, el manejo simultáneo de los dos frentes. En mi banco me surgían por épocas tropiezos, sinsabores, envidias, intrigas, incomprensión, ¿celos?… (esa, en fin, es la condición humana), pero a la larga triunfó el escritor. Y el banquero coronó su carrera laboral, con 35 años de servicios y el justo derecho al descanso. En la vida cambiante de las empresas, es natural que sucedan estas cosas. La empresa es un monstruo, pero a veces tiene corazón. (Corrijo: la empresa no tiene corazón: lo tienen en ocasiones algunos directivos, como yo tuve la suerte de disfrutarlo, cuando no se dejan deshumanizar).

Si me hubiera detenido después de mi primer cuento en aquel lejano 1971, no contaría hoy con el tesoro inapreciable de 12 libros publicados y cerca de 1.800 artículos de prensa.

Una vez me escribió Tulio Bayer desde París, refiriéndose a esta doble carta que le gané a la vida: “Mirando bien la cosa, sos un jodido, estás avanzando muy bien en dos frentes, de los cuales uno apoya al otro. Imposible saber si detrás del gerente de hoy está un poco ahogado el escritor de siempre”.

El Espectador, Bogotá, 20 de octubre de 2008.
Eje 21, Manizales, 20 de octubre de 2008.

* * *

Comentarios:

Me has hecho soltar una que otra lagrimilla al compás de la lectura. Yo escribí mi primer cuento a los tiernos ocho años, la primera novela a los doce y la segunda a los quince. Todas ellas en los cuadernos de aritmética, historia, álgebra, física… Fui a la universidad (donde me taré bastante en el sentido creativo), pero luego, en mi vida laboral (ya completé treinta y cinco años) escribía o me daba cuenta… Cómo hiciste revivir mi enorme incertidumbre con tu artículo, ¡bellísimo!, por cierto, pero a pesar de que tú sí lograste concluir, yo aún sigo esperando el día en que “no tenga que robarle tiempo a la vida” para escribir. Marta Nalús, Bogotá.

¡Qué historia tan bien contada! Y así hay quien se atreve a decir que los banqueros no tienen alma! Orlando Cadavid Correa, Medellín.

Tu nota me hizo recordar el cordial almuerzo que nos ofreciste con motivo de la presencia de Alfredo Arango en Colombia y en el que tuviste a bien relatarnos tu iniciación en las letras. Guillermo El Mago, Bogotá.

Excelente capítulo de su fascinante biografía de intelectual banquero, combinación singularísima que sólo a un mago alquimista le puede haber sido dado hacer. José Trino Campos, Bogotá.

Grata tu columna sobre tus comienzos de escritor y tu trabajo bancario. Menos mal que el banquero fue recompensado y que, finalmente, el escritor se salvó. Hernando García Mejía, Medellín.

Esta historia de tu primer cuento es también un cuento en sí mismo. Alfredo Arango, Miami.

Qué maravilla de lectura. Me sacó sonrisas y miradas a mi propio pasado de observadora del escritor que es mi esposo y que, como tú, se ha visto obligado a desempeñar otros oficios para procurar el sustento del hogar. Tienes mucha razón en que el escritor no para en un solo trabajo, aunque uno de los poetas malditos paró su obra a los 19 años. Colombia Páez, Miami.

Muy buen artículo. Una de las frases que me llamaron la atención es la de que “la empresa no tiene corazón: lo tienen en ocasiones algunos directivos, como yo tuve la suerte de disfrutarlo, cuando no se dejan deshumanizar”. Mauricio Borja Ávila (alto ejecutivo del Banco Popular), Bogotá.

Me acordé de todo lo que tuvo que hacer mi papá para mantenerse en el banco siendo escritor, ante la mirada envidiosa de algunas personas. Fue toda una maravilla, pues antes que escritor y banquero existía un ser sensible que supo debatirse ante estos dos frentes. Fabiola Páez Silva, Bogotá.

El señor Alfredo Arango, igual que yo, coincidimos en que la historia de tu primer cuento es otro cuento de verdad, y mira a dónde te ha llevado ese primer intento. El que sabe, sabe… Inés Blanco, Bogotá.

La hipoteca

lunes, 8 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Nos cuenta Euclides Jaramillo Arango, en deliciosa crónica publicada en La Patria, que “en un principio, en nuestra incipiente sociedad caldense, y como herencia paisa, la ‘palabra del arriero’, la grande, la mentada de madre, era escasa”. Y agrega: “A pesar de que la palabra era herencia de los españoles y venía en sus obras clásicas, en nuestra sociedad estaba proscrita. Decírsela a otro era peligroso porque casi siempre se mataba por ello.

Para citarla se decía siempre “la del arriero”. Fulano le gritó a zutano la del arriero, y éste le contestó con dos puñaladas…”

Se llamaba “la del arriero”, porque era éste el personaje que la llevaba a flor de labio por los caminos de sus sudores. La expresión, por estas trochas enredadas y peligrosas, sonaba como un himno de batalla. El arriero, para hacerse entender de su recua de mulas, e inclusive para hacerse querer, la soltaba a cada trecho y la hacía silbar, como un latigazo, si la caravana se detenía. Diríase que los nobles animales tenían afinado el oído para la fórmula mágica importada por los españoles, y como además de nobles eran brutas aquellas mulas andariegas, obedecían sin protesta y con entusiasmo. Es posible que desde entonces la mentada de madre comenzara a perder el rigor de las dos puñaladas de que habla Euclides.

Como los tiempos cambian y los hábitos se civilizan, ya no hay lances a muerte cuando se pronuncia la terrible invocación de antaño. Hoy el término, por lo menos en los territorios paisas, al ser tan común, se volvió familiar y cariñoso. Y no es que seamos unas mulas, sino que tenemos otra dimensión de la vida. En Boyacá, o en Santander, o en Cundinamarca, es posible que todavía se maten con el pretexto de la madre ofendida. Aquí, “la del arriero” se pronuncia con gracia, con música y con afecto. Todos tranquilos, y la madre glorificada. Ella sigue siendo el ser más grandioso de la creación, y naturalmente no se inmuta cuando oye mentiras.

“La del arriero”, como se ve, ganó categoría al pasar de los caminos de herradura a los clubes sociales. Es término cabalístico que hay que saber emplear. No en todos los labios suena lo mismo y por eso hay quienes lo vulgarizan. Si se desvía, hace estragos. Lo de las puñaladas no pertenece únicamente al folclor de Euclides, sino que puede volverse realidad si la intención es mala o la pronunciación es defectuosa.

Para rematar la columna quiero traer a cuento la historia de la hipoteca. Es un episodio memorable de Armenia, que voy a dedicar a mis colegas los banqueros, dejando esta vez en paz a mis colegas los escritores.

La hipoteca, claro está, hace parte de la personalidad de un gerente de banco, y ahora la verán ustedes mejor representada. A Silvio Ramírez Vélez, gerente por aquellos días del Banco Central Hipotecario y hoy fallecido, le rendía la sociedad de Armenia caluroso homenaje por los magníficos servicios presados a la ciudad. Todo estaba listo en los salones del club, menos el discurso. Y como alguien tenía que pronunciarlo, se escogió a Alberto Gutiérrez Jaramillo, años más tarde alcalde de la ciudad y luego, por ironía y tal vez por descuido, gerente de banco, a quien todos llamamos “el poeta” por su chispa aguda y repentina. Buen improvisador, pidió un aguardiente y media hora de plazo para moldear su inspiración. Y ante la nutrida concurrencia que quería testimoniar un acto de reconocimiento, así se expresó:

En su banco don Silvio mantenía
despachando sus cédulas baratas,
cobrando cuotas y prestando platas,
y rajando de todo el que veía.

Buscando una hipoteca cierto día
preguntaba en el banco una mulata
cuál era la gestión más inmediata
que la entidad bancaria le exigía.

“Pues para hacerle el préstamo pedido,
don Silvio debe hacerle la minuta”.
Y ante esta frase de infantil sentido,

dijo la joven que este cuento enruta:
“No me hace la minuta mi marido,
¿y me la quiere hacer este hijueputa?”.

¿Ven ustedes que “la del arriero” ya no es trato sólo para mulas? ¿Y entienden por qué se la dedico a mis colegas los banqueros y no a mis colegas los escritores?

El Espectador, Bogotá, 7 de abril de 1983.
La Píldora, Cali, febrero-marzo de 2009.
Mirador del Suroeste, No. 53, Medellín, diciembre/2014.

* * *

Comentarios:

Hace muchos años leí en El Espectador un artículo suyo titulado Humor a la quindianaLa hipoteca; le tomé una fotocopia, la cual hoy encuentro ilegible. ¿Podría usted decirme la fecha de publicación de este artículo para buscarlo en una hemeroteca? Eduardo Vargas Carvalho, Bogotá, 11-v-2008.

Es un buen recuerdo de Alberto, a quien no solo le debo haberme enaltecido con el cargo de Secretario de Gobierno de su administración, sino también la maravillosa oportunidad de haber escuchado tantas y tan sabias enseñanzas de sus labios, amenas narraciones de lo que había leído, las utopías que soñaba realizar, sus chistes y sonetos. También, por último, su visionario consejo: “Acepte la postulación para la Alcaldía, porque será Alcalde y en Bogotá no ven en la provincia sino a los que se suben a la montañita”. Paz en su tumba. César Hoyos Salazar, Bogotá, 9-II-2009.

Siempre he pensado que es usted quien hace unos veintipico de años nos contaba del suceso ocurrido a la dama cuando en el despacho del notario, éste le precisaba a la señora que era necesario hacer la minuta. A lo cual respondió la señora ofendida: “no me hace la minuta mi marido y me la quiere hacer este negro jijueputa”. Ese era el tema de un poema humorístico que, repito, creo que fue usted quien publicó. Recuerdo ahora que el autor es conocido suyo y es quindiano, risaraldense o vecino de los alrededores. Agradecería que me sacara de la duda. Fernando Vélez Montoya, 7-II-2009.

Respuesta: Don Fernando: En efecto, en el año 1983, cuando vivía en Armenia, publiqué el artículo a que usted se refiere. Se lo envío con el mayor gusto. Por sus apellidos, se me hace que usted es oriundo de alguno de los departamentos paisas. GPE.

Tiene usted razón, soy de Medellín. Y todos mis abuelos, mis padres y muchos de mis tíos y primos son de Titiribí. Mi tío, Pedro Montoya, sastre de profesión toda su vida, decía después de 7 u 8 aguardientes, a propósito del pueblo: “En Titiribí la inteligencia crece como maleza”. Ya se sabe que el guaro nunca ha sido humilde ni discreto. Continuaré leyéndolo. Fernando Vélez Montoya, 11-II-2009.

El perenne tema del amor

lunes, 8 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo del libro Alba de otoño)

Se me ocurre pensar que con este poemario, compuesto por 114 sonetos de impecable factura y fulgurante belleza, Fernando Soto Aparicio corona su creación como poeta del amor. Puede asegurarse, sin duda alguna, que toda su obra literaria ha sido no sólo trabajada con amor, como la fuerza motriz de su alma romántica, sino dirigida a probar que el amor es lo único que puede salvarnos.

Por encima del novelista de renombrada prestancia, que todos conocemos a través de sus obras estelares, prevalece el poeta –poeta de alma y de convicción– que dio sus primeros pasos en las letras por medio de su Himno a la patria, publicado a la edad de 17 años, y de Oración personal a Jesucristo, a los 20. Estas cartas de presentación en el panorama nacional, cuando aún no era novelista, son mensajeras de lo que sería su destino en el campo poético.

Después, a lo largo del tiempo, vendrían títulos de gran valía en dicho género, como Diámetro del corazón, Palabras a una muchacha, Sonetos en forma de mujer, Motivos para Mariángela, Lección de amor, Las fronteras del alma. Todos ellos afirman la dimensión del sentimiento como energía vital del ser humano. Y gradúan a su autor como un perito en asuntos del corazón.

Ahora, con esta Alba de otoño, que da a la estampa en las horas de su sereno atardecer, el poeta sale de nuevo a proclamar que el amor no envejece y mueve el cielo y las estrellas. Fernando sabe, siempre lo ha sabido, que la mujer es la justificación del hombre, y sin ella no tendría sentido el ejercicio de vivir. Por eso, su constante canto a la gracia femenina está difundido a los cuatro vientos.

Es libro de júbilos, categórico, pleno de embeleso ante el eterno hechizo femenino. Sonetos sensitivos, imbuidos de encanto y de ternura, y manejados por las ansias y las esperanzas del alma romántica que no encuentra ocaso para su sed de amar. Sonetos que andan en busca de la belleza que irradia siempre la mujer, y cuentan los pesares, los deseos y las pasiones de todos los enamorados, para que ella calme sus pesadumbres y disipe sus temores.

El amor, que no tiene edad, florece aquí con toda plenitud cuando brillan las luces del otoño. Si en ocasiones aqueja la soledad o perturba la nostalgia, la fusión de las almas logra el milagro del retorno a la esperanza. El amor compartido se vuelve vivificante y destierra la tristeza. El mismo miedo a la muerte, que se advierte en algunas páginas del libro, se mitiga con la presencia de la mujer, faro luminoso que borra la angustia y restablece la claridad.

La obra recoge, además, otros enfoques ligados a percepciones sentimentales o estéticas del autor, como su canto a Tunja y su sentido de la libertad. Tales motivos se enlazan con el tema perenne del amor para señalar un itinerario marcado por el apego a las causas nobles del espíritu.

Fernando Soto Aparicio es maestro del soneto clásico. Lo ha trabajado con rigores de orfebre, en horas silenciosas de meditación y diálogo con sus dioses tutelares. Auténtico exponente del preciosismo, la magia y el destello que logra el verdadero cultor del género, reúne en Alba de otoño deslumbrantes joyas que enaltecen la literatura colombiana.

Bogotá, octubre de 2008.

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El ángel de los ojos tristes

lunes, 8 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En ninguna de las fotos de Luis Santiago Lozano, de 11 meses de edad, que en estos días ha publicado la prensa con ocasión de su asesinato a manos de su padre, en las condiciones más bárbaras de crueldad, aparece la sonrisa del niño.

Por el contrario, la expresión de su rostro tenso transmite la idea de que en su niñez  no existía ningún motivo para jugar y reír. El ambiente que rodeó los 11 meses de su existencia desolada y de su niñez inútil, carentes de ternura y complacencias, era de absoluta dureza: por una parte, estaba el padre despiadado que hizo de la sevicia un canal para vomitar la bilis de sus entrañas, y para quien su propio hijo representaba un estorbo; y de la otra, la madre asustada por el trato salvaje del hombre, la cual luchaba, en medio de la pobreza y la nimiedad de su destino, por infundir alegría a su ángel de los ojos tristes.

Imposible pretender que un hogar en tales condiciones pueda traer al mundo niños para la felicidad, y ni siquiera para eventuales instantes de contento, ya que en las almas mustias de esos infantes castigados por el desequilibrio de sus padres no puede germinar la legítima flor de la alegría. Esos niños no poseen aún capacidad para comprender la realidad, pero sienten la maldad humana. El corazón es el mayor receptáculo de las emociones.

Tanto el alma del niño como el alma del adulto saben distinguir los sentimientos de amor o de odio de las personas que los rodean. Para el niño de Chía estaba cerrado el manantial de la risa, porque su mundo estaba constreñido por la presencia de un sicópata.

Su padre no lo quería, y el bebé lo sabía. Lo escuchaba vociferar, y maldecir, y ultrajar, y él lo miraba con esos ojos inmensos de pequeñez, de estupor y miedo que muestran las fotos de los diarios. Luis Santiago sabía que su padre lo odiaba. Palpaba el odio sembrado en el aire de todos los días. Su tierna edad chocaba contra la rudeza del padre inexistente y brutal, que entraba y salía por la casa campesina de Chía como un ventarrón y una maldición, sin dispensarle un mimo, o llevarle un juguete, o mirarlo a sus ojitos entenebrecidos por el abandono, el miedo y la impotencia.

El padre ficticio era un ser desalmado, en los peores grados del término. Ni siquiera le había dado a su hijo el apellido, porque por su sangre no corrían genes de nobleza, sino torrentes de iniquidad. La misión del hombre responsable que engendra seres para consentirlos, educarlos y hacerlos ciudadanos de bien, estaba ausente del instinto ruin de Orlando Pelayo. Mujeriego irredimible, buscó siempre mujeres de ocasión, a las que seducía con sus maneras falsas, les dejaba hijos a la deriva y luego corría detrás de otra aventura fácil, evitando ataduras económicas y nexos sentimentales.

Al convertirse Luis Santiago en un obstáculo, tanto para él como para la nueva amante que mantenía oculta, decidió desaparecerlo de su vida errátil. Así de fácil jugó con la existencia de una criatura desvalida, sangre de su sangre, pero no pedazo de su corazón. Y además, blanco de su odio satánico, que no cabe ni en el instinto de los animales.

No veamos en este odio nada distinto a un resentimiento social inoculado en la psique quizá desde la cuna por quién sabe qué extraños genes, y que al paso de los días hace que la persona desfogue su pasión criminal en los seres que la rodean.

Un caso más de la demencia que tantas víctimas cobra y que hace clamar a los cielos por la injusticia abismal que, como en el caso de Luis Santiago, cubre de dolor y de sangre a una familia humilde. En esa familia está representada la sociedad entera. Todos somos víctimas, cuando no responsables, de esas fieras sueltas que con apariencia de ovejas son capaces de perpetrar tales acciones monstruosas.

Yo veo en los ojos inmensos con que Luis Santiago nos mira desde las páginas de los periódicos, una mirada enjuiciadora sobre los desvíos del hogar y la maldad de los padres que no asumen su papel de verdaderos guías y defensores de las criaturas que traen al mundo. Son los ojos de un ángel que pagó con su propia sangre ese drama dantesco de la desprotección infantil, que crece en infinidad de hogares pertenecientes a todos los rangos de la sociedad.

El Espectador, Bogotá, 6 de octubre de 2008.
Eje 21, Manizales, 7 de octubre de 2008.

* * *

Comentario:

A mí también me impresionaron los ojos del niño. Pobrecito, cómo debió de haber sufrido en el momento de la muerte. Yo lo vi en los correos horribles que manda la gente, y los ojitos se le cerraron, pero por los golpes que le dieron. ¡Muy lindo poder escribir con tanta sensibilidad! Fabiola Páez Silva, Bogotá.