Carta a un sacerdote
Por: Gustavo Páez Escobar
Desde Montería escribe a este periódico, en términos que denotan delirio o fanatismo, un vehemente sacerdote que me lanza a las tinieblas exteriores por haberme atrevido a criticar el celibato eclesiástico. Y me tilda como “escritor rebosante de espíritu anticatólico”.
Al presbítero le aclaro que no sólo soy católico, sino católico practicante. Pero no fanático. Admiro a Cristo como el líder más grande de la humanidad, y me aparto de los excesos religiosos. La pasión religiosa es tan funesta como la pasión política. La Iglesia del símbolo –como la llamo en uno de mis libros– es la que se echa de menos en este mundo actual tan carente de fe y tan urgido de esperanza.
Agrega mi censor, al calificarme de visionario, difamador y sicario moral, que no debo meterme en terrenos que no me competen. ¡Por Cristo! No alcanzo a entender la iracundia del presbítero y menos sus palabras injuriosas, que desentonan en su misión pastoral. La Iglesia fundada por Cristo y seguida por sencillos pescadores no vociferaba sino que enseñaba el bien con humildad. Siendo una religión de participación, a los fieles nos corresponde opinar, incluso sobre temas tan espinosos como el del celibato.
La propia Iglesia es consciente de la necesidad de cambiar algunas actitudes anacrónicas. Es cierto que ha evolucionado en muchos aspectos, antes por completo vedados, como el de permitir a las mujeres tocar los vasos sagrados para repartir la comunión. Se pasó del latín, una lengua muerta que sonaba misteriosa, a los idiomas vernáculos. Al facilitar la comunicación humana, algo básico en cualquier sociedad, se establecen lazos comunes para la hermandad que tanto se predica. Con torres de Babel es imposible la comprensión en medio de un mundo tan caótico como el actual.
La Iglesia debe llevar a cabo reformas profundas para interpretar las realidades contemporáneas. Los aires renovadores del Concilio Vaticano II se dejaron adormecer. Falta un verdadero revolucionario en el seno de la institución, y él alcanzó a vislumbrarse en la figura de un ilustre papa moderno, dotado de gran sentido social, cuya muerte súbita frustró muchas esperanzas.
Cristo ha sido el mayor revolucionario de la historia, y gracias a él se mantiene incólume su doctrina. Con criterios miopes, ingenuos o farisaicos se detiene la civilización y se causan perjuicios a la humanidad. Primero que todo hay que traducir la esencia del hombre, la criatura a quien Dios formó de barro y de soplos divinos en medio de las tempestades.
A pesar del sacerdote Gumersindo Domínguez, mi corresponsal de Montería, debe revisarse la disciplina actual del celibato eclesiástico. Ya se han dado algunos pasos. Tratándose de una legislación humana, no divina, implantada por el papa Gregorio VII (1073-1085), y más tarde ratificada por el Concilio de Letrán (1123), puede modificarse como toda norma de carácter canónico no sujeta a ningún dogma.
Lo ideal sería el celibato opcional. El duro renunciamiento, que atenta contra la ley natural, provoca grandes crisis espirituales. La soledad afectiva desquicia la personalidad. Matrimonio y sexo es actividad bendita por Dios.
El sacerdote casado sería modelo para la sociedad, estaría mejor capacitado para entender los problemas conyugales y dar consejos, y por otra parte se alejaría de las murmuraciones y las ocasiones de pecado a que hoy lo expone la prohibición. Los religiosos de los tiempos primitivos, por lo menos durante los primeros 400 años del cristianismo, llevaban vida marital. San Pedro, el primer apóstol y el primer Papa, era casado. San Pablo, en la epístola a los corintios, les habla así (incluyendo a sacerdotes y monjas): “Pero a causa de las fornicaciones, cada uno tenga su propia mujer, y cada una su propio marido”.
Las ideas y las costumbres, lo mismo que la noción de pecado, se modifican con la evolución de los tiempos. Tal vez ni el cura de marras, tan celoso de sus reglas y tan resistente al cambio, ni este escritor mundano que trata de interpretar los fenómenos sociales y religiosos, veremos la transformación.
Pero ocurrirá, padre Gumersindo. (Esta carta abierta la hago extensiva a monseñor Gustavo Ángel Ramírez, vicario apostólico de Mitú, cuya misiva sobre el mismo tema –aparecida en El Espectador del 4 de febrero– la he leído con el mismo interés y el mismo respeto que la del sacerdote de Montería).
El Espectador, Bogotá, 18 de febrero de 1993.