Por: Gustavo Páez Escobar
A finales de la década del setenta, Vicente Landínez Castro editaba en la ciudad de Tunja, como director de publicaciones de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, la importante revista titulada Pensamiento y Acción. No me cabe duda de que ese nombre expresivo, que definía en solo dos palabras la personalidad del propio editor, lo escogió él mismo. La revista era un interesante vehículo de ideas concebido y realizado con elevadas miras humanísticas, que no solo destacaba los valores boyacenses en los campos de la educación, las letras y las artes, sino que se paseaba por la cultura universal con atisbos novedosos.
Hoy, con la mirada retrospectiva hacia una de las facetas sobresalientes de este escritor de vastos horizontes -la de difusor de cultura-, es oportuno señalar que su vida toda ha girado alrededor de las dos palabras enlazadas, especie de signo cabalístico que mueve su existencia: pensamiento y acción. Tal el principio aplicado en la escritura de sus libros y de los numerosos ensayos que han visto la luz en conferencias, periódicos y revistas, sin contar las páginas que se encuentran escondidas en el secreto de su mesa de trabajo.
Cuatro décadas han transcurrido desde que apareció en el panorama de las letras nacionales, con el libro Almas de dos mundos, este gran estilista boyacense. Habitante sigiloso de la ilustre ciudad de Tunja adormecida en el sueño de los siglos, el nuevo escritor, oriundo de la apacible Villa de Leiva, sabía que el oficio escogido representaba un acto de libertad, pero también de renuncia y tormento. Y en él se quedó.
Su destino irrevocable, manifestado en forma clara desde su inquieta niñez y su juventud ansiosa, y proclamado a los 36 años con este libro inaugural, era una vena abierta imposible de cerrar. No ha retrocedido desde entonces un solo paso en la búsqueda vehemente de sus horizontes creativos. Si escribir es también acto de humildad, resulta cuestión de honor que hace descubrir la luz y la verdad. Las emociones del escritor son espíritu.
Landínez Castro nació escritor. La tierra boyacense, de tan fértiles esencias espirituales, le inyectó el alma de ensueños y poesía y lo familiarizó con los temas del pensamiento y los caminos del arte. La prosa maestra que maneja, aquilatada y pulcra, a la par que florida y diáfana, es su más cara presea. Pensar y crear ha sido su compromiso y su reto irrenunciables a lo largo de una vida de entrega absoluta al noble ejercicio de la inteligencia.
Hitos del pensamiento
Estas son las obras de Vicente Landínez Castro que han sido publicadas hasta el momento, mientras nuevos títulos vienen en camino:
Almas de dos mundos (1958), en la que muestra, desde sus iniciales escarceos en las letras, el donaire de su estilo y el ingenio de su espíritu, en consistentes ensayos sobre personajes y temas literarios de Europa y América. Con este título el autor publicaba su primer libro, pero es evidente, por el bagaje y la propiedad que contiene la obra, que ya había avanzado mucho terreno.
Primera antología de la poesía boyacense (1960). Resumen selecto de la poesía regional desde la época de la Colonia, hasta 1960, con inclusión de treinta voces líricas de la comarca y sustanciosos juicios sobre sus obras. Cuatro siglos de creación poética de la tierra boyacense. Una antología obedece al criterio personal, al placer íntimo y así mismo subjetivo -cuando no al capricho excluyente y castigador con que algunos ejecutan las antologías-, y no puede evitarse, a pesar de la rectitud y el buen juicio que se pongan al frente de la empresa, el generar controversias, disgustos y a veces enconos incurables. Bajo otro aspecto, el autor del trabajo -en el caso de Landínez Castro- demuestra su categoría e independencia intelectual, como también su habilidad para bucear en las aguas torrentosas del arte.
El libro se abre con este epígrafe: “Si queréis conocer a fondo un pueblo, leed primero a sus poetas”. Y en las palabras de presentación se anota: “Esta antología demuestra -entre muchas cosas admirables- que el boyacense posee un alma cosmopolita y sensitiva en alto grado; que con la misma intensidad y la misma capacidad puede expresar la problemática de su terruño tanto como la problemática del universo (…) En fin, que el hombre boyacense es un ecléctico de sensaciones, un poderoso receptor de culturas”. La edición pasó de 10.000 ejemplares y tuvo amplia divulgación tanto en Boyacá como en el resto del país.
Testigos del tiempo (1967). El ensayista, más analítico e intenso, pero no menos perspicaz que en los estudios anteriores, exhibe fina destreza para manejar temas y personajes de severa complejidad, tanto del panorama universal como de la propia tierra colombiana, y nos embelesa con sus juicios y pinturas geniales. Logros formidables obtiene al revelar bocetos sorprendentes que surgen de sus hondas indagaciones. Menciono algunos casos:
El Greco, pintor del alma de Toledo, es dibujado a su turno, a través de sus figuras melancólicas y atormentadas, como el intérprete alucinado de los seres místicos y las existencias mustias; Amiel, inmerso en su mundo interior, voluptuoso e idealista a la vez, es el hombre angustiado que descubre las delicadezas del alma; Julio Flórez, poeta erótico y espíritu atribulado, recorre en sus bohemias y miserias humanas los caminos insondables del dolor y el sentimiento, y los hace poesía popular que conmueve a toda clase de lectores; Goethe, eterno enamorado de la mujer y la belleza, personifica con sus obsesiones la pasión sensual del escritor y entroniza en las letras a sus heroínas, esta vez -en la pluma de Landínez Castro- a Lisa Schoenemann, la hermosa rubia de 20 años que le conquista el corazón en forma avasalladora cuando él apenas comienza a conocer las mujeres.
Son muchas las mujeres que pasan por la vida de Goethe: Margarita -inmortalizada en Fausto-, Federica Brion, Ana Catalina, Carlota Buff -frustración amorosa que recoge en Werther-, Carlota von Stein -larga relación enajenante-, Cristina Vulpius, Lisa -llamada Lilí por el poeta-… Lisa es captada en Testigos del tiempo acaso como la pasión más tierna y voluptuosa de Goethe. El biógrafo boyacense, que se ha sumergido con ojo de zahorí en la fibra amorosa del genio alemán, saca esta conclusión: “De las mujeres no le interesaba el rango, la posición social, la riqueza o la edad, sino las perfecciones de la forma física y las opulencias del alma. Buscaba, sobre todo, un corazón apasionado que marchase al mismo ritmo impetuoso del suyo”.
En Breve biografía del cosmético, capítulo de extraordinario colorido y gran sicología sobre el alma femenina, como sucede con El arte de amar, de Ovidio, los afeites y aderezos proclaman sus dimensiones reales y sus poderes mágicos. El Coloquio de las piedras es un tratado de sabiduría que obliga a reflexionar, como le enseñaron a pensar al escritor sus dos patrias amuralladas, la natal y la adoptiva: Villa de Leiva y Barichara.
105 sonetos de la literatura universal (1973). Delicada misión la de seleccionar 105 sonetos de los grandes maestros, cuando son tantas y tan refinadas estas composiciones en los países que practican dicho género. ¿Por qué 105 sonetos y no un número redondo, por ejemplo 100? Porque quien hizo la recopilación no iba a llenar una cifra matemática, sino a expresar sus preferencias hasta el límite que le permitiera el austero escrutinio de su conciencia crítica.
Novelando la historia (1973). Otro acopio de ideas sobre grandes obras de la literatura. Se analiza en este trabajo la mezcla entre novela e historia que hacen famosos escritores para rescatar, dándoles vitalidad, hechos memorables de la vida de los pueblos y las naciones, como sucede con Flaubert en Salambó respecto a la historia guerrera de Cartago.
El lector boyacense (1980). Con el sello La Rana y el Águila -serie bibliográfica que divulgó el talento boyacense y que hizo famosa Landínez Castro como director de publicaciones de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia- fue editada esta obra excepcional, de difícil repetición, contenida en dos tomos y en 1.120 páginas. Especializado en antologías, que ha realizado con agudo sentido crítico y generoso mecenazgo, el desvelado protector de las letras boyacenses pergeñó para las futuras generaciones esta guía cultural y espiritual de vasto alcance, que entraña, como pocas, la más amplia identidad de la raza boyacense.
Esta galería abarca 85 escritores, pensadores y poetas boyacenses, con una selección de páginas destacadas sobre variados aspectos de la tierra y del arte, y la elaboración de las respectivas fichas bio-bibliográficas. Quien hoy, oriundo de Boyacá o de cualquier otra geografía, posea El lector boyacense -libro que hace veinte años se distribuyó en forma profusa en todas las entidades docentes y culturales de la región y llegó a atildados escritores del país-, puede sentirse privilegiado.
En el número 324 de Repertorio Boyacense (1989) el ensayista publica el trabajo titulado Breviario de literatura boyacense, donde presenta una visión panorámica de los escritores de la comarca y describe sus rasgos literarios y sus producciones bibliográficas.
El héroe de San Mateo: vida y hazañas del capitán Antonio Ricaurte (1984). Breve y precisa semblanza sobre el valiente patriota colombiano que, asediado por los realistas en San Mateo (Venezuela), ejecutó el acto heroico de volar un polvorín para destruir al enemigo e inmolarse él mismo, antes que rendirse, escribiendo una de la mayores epopeyas de las gestas libertadoras.
Estampas (1989). Landínez Castro, por encima de cualquier otra ponderación, es ensayista. Ensayista de casta. Esta es su fibra más sensible y su mayor identidad. Es tallador de ideas y alquimista del pensamiento, para quien la magia de la palabra se prodiga en armoniosa floración de metáforas e imágenes y en serenos juicios sobre las personas y sus creaciones. Busca y rebusca los vocablos y los adjetivos exactos para resaltar la virtud, valorar una circunstancia o señalar una imperfección, y no descansa hasta conseguir el equilibrio de la frase y el brío y garbo de la expresión. Eduardo Torres Quintero -su maestro y su guía, a quien puede calificarse como su álter ego como puristas del idioma, y luchadores incansables de la cultura boyacense- lo definió como “un verdadero señor del idioma, cuyos más íntimos secretos percanza y cuyas complicadas estructuras le son cada vez más familiares, le resultan más nítidas y sabe manejarlas día a día con mayor elegancia y mejor brío”.
Estampas es un nuevo eslabón de su carrera reflexiva por los mundos del arte y por los embrujos de la naturaleza. De entrada, hay una sentida remembranza de su patria chica, bella página que exalta su hondo cariño por el terruño, como grito incontenible de la sangre. Le canta a Villa de Leiva a través de sus piedras y sus silencios, de sus conventos taciturnos y sus campanas tristes, de sus casonas legendarias y sus monjas enclaustradas, de sus glorias y fascinaciones, y dice:
“Aquí, en esta antañona ciudad, tenemos el pretérito detenido, hierático, fosilizado delante de nuestros ojos; nos es dado oírlo, verlo, sentirlo, olerlo y palparlo por doquier. Por eso encontrarse uno en la Villa de Leiva equivale a estar sumergido en lo más profundo de la historia de la patria. Esta es una ciudad-síntesis, representativa, simbólica; un encantado lugar que compendia y guarda milagrosamente las excelencias y las glorias de nuestro pasado”.
Cierra el libro, tras sucintos y cincelados capítulos sobre escritores y diversas motivaciones, con otra página no menos emotiva y lírica, que titula Acuarela verbal de Barichara. En ella explaya su corazón emocionado hacia el albergue que hoy llena de paz y regocijo sus horas del crepúsculo, y expresa su sentimiento con el gozo de las gratitudes. Por similitud prodigiosa de las dos ciudades blasonadas y míticas, en la villa santandereana se siente como en su propia tierra nativa al encontrarse de nuevo con el alma de la piedra, tan arraigada en su sensibilidad soñadora y poética. Esta página es una canción a la piedra, y al mismo tiempo una canción de amor, sobre la que exclama con hondo sentimiento:
“Este es el pueblo, del que una tarde, al arribar a él, me enamoré de repente y a primera vista como de una de esas mujeres leonardinas de la remota época colonial, de las que los historiadores y los biógrafos se afanan tanto por desentrañar y apoderarse hasta de sus más íntimos secretos (…) En Barichara todo es calma, silencio, soledad. Hay momentos en que uno tiene la impresión de estar recorriendo un pueblo ha mucho tiempo abandonado”.
Miradas y aproximaciones a la obra múltiple de Otto Morales Benítez (1997). Siendo la brevedad uno de los rasgos característicos que rigen el estilo de Landínez Castro -brevedad fascinante y ejemplar-, en el presente estudio sobre la obra gigantesca de Otto Morales Benítez demuestra el ensayista boyacense, en menos de 200 páginas ágiles y profundas, lo que vale el poder de la concreción.
El escritor y estadista Otto Morales Benítez, uno de los valores más descollantes del país por su formación democrática y su labor intelectual, poseedor de una de las obras más densas sobre nuestras raíces aborígenes, sobre la idiosincrasia colombiana y los asuntos sociales, políticos y culturales, y quien a lo largo de su fructífera existencia no ha hecho cosa distinta que propender al bien de la patria y profundizar en el alma de los libros, es analizado en este ensayo con rigurosa precisión y esmerada crítica valorativa. “Toda mi existencia la he desenvuelto cerca de las palabras”, manifiesta Morales Benítez, a lo que agrega su biógrafo que “es, ante todo, un escritor conceptual, un trabajador de la literatura de ideas”.
La correspondencia
como género literario
Otro asunto significativo en la obra de Vicente Landínez Castro es el relacionado con su correspondencia particular, donde, entre el tono entrañable de sus deliciosas confidencias, suele deslizar verdaderos ensayos sobre los más variados tópicos en torno al acontecer cultural y humano, salpicados de gracia y erudición, agudeza sicológica y hondura de las ideas. Cartas donde lanza sutiles censuras sobre el comportamiento humano y los sinsabores de la vida. Y algo más: de impecable dicción, aspecto que muchos descuidan e incluso consienten, por considerar que las cartas pertenecen a los actos privados, desprovistos de rigores y solemnidades.
Creo que nuestro estilista impenitente suda cada una de sus cartas. Un día me llamó por teléfono, antes de que me hubiera llegado el correo al que iba a dar alcance, para disculparse por dos gazapos nimios que había cometido su secretaria inexperta, y que él -el maestro exigente- había dejado pasar por ‘imperdonable descuido’. Lo mismo que una vez expresé en relación con el poeta Germán Pardo García: que cada carta suya era un poema, sobre Vicente Landínez Castro tengo que decir que sus cartas son auténticos ensayos.
Si algún día se publicaran estas cartas admirables, al estilo de las series que analiza y divulga el Instituto Caro y Cuervo, saldrían varios volúmenes de inestimable valor. El alma del escritor se refleja mejor en su correspondencia que en sus libros. Mientras en éstos hay acicalamiento e incluso prevención, en aquélla sucede lo contrario: el tono, por lo confidencial, surge espontáneo y libre de cosméticos y afectaciones, como es el alma genuina. La correspondencia se vuelve género literario cuando se escribe con la elegancia y la sindéresis que practica nuestro humanista boyacense.
Ejemplo de literatura epistolar es la de Gustavo Flaubert, recogida por Conard en 13 tomos. El escritor solitario, que en su castillo francés realizaba calurosas tertulias con sus amigos más cercanos, deja ver en su correspondencia los desiertos de la soledad y la angustia, al mismo tiempo que sus odios y afectos, sus amores y desengaños, sus inquietudes literarias y las polémicas que sostenía con sus críticos.
Las cartas de Bolívar pintan al genio y al ser apasionado, al estratega de la guerra y al esclavo de la mujer, al pensador y al literato, al hombre de Estado y a la víctima de la ingratitud humana. Es maestro de la literatura epistolar, que lo mismo que lanzaba consignas a los pueblos e impartía órdenes militares contundentes, volcaba su corazón en la delicadeza de la mujer amada. Sus cuitas sentimentales las mitigaba con el bálsamo de las palabras tiernas, y sus aires guerreros los encumbraba con el tono marcial de las proclamas. Buena parte de la historia de Colombia sale de estas cartas íntimas, y en ellas se dibujan además los perfiles secretos del prócer y las tristezas y regocijos de su corazón ardiente.
En el género romántico sobresalen las cartas de Pedro Salinas a su esposa Margarita, una correspondencia fascinante. También pertenecen a este estilo las 36 epístolas de Antonio Machado a Guiomar, cartas de encantadora belleza por su contenido poético y sensual, y además de gran misterio, porque nadie sabía quién era la destinataria. Hasta que ella misma rompe el enigma con el libro de memorias que titula Sí, soy Guiomar: se trata de Pilar de Valderrama.
Similar al caso anterior es el de Silvio Villegas con sus cartas a Carlota -haciéndole honor a la Carlota de Goethe-, a quien bautiza el hada Melusina. Misivas entrañables y apasionadas que se escriben en los días de mayor agitación política de su autor. Este romance furtivo se mantiene en la más absoluta reserva durante largo tiempo, y sale a la luz pública en libro maravilloso, por voluntad valiente, mezclada de afecto filial, de su hija Eugenia, 24 años después de la muerte del escritor. ¿Quién es Carlota, la bella y recóndita dama, esposa de un personaje de la sociedad manizaleña, que flechó el corazón del ilustre político y hombre de letras? No lo sabemos. Pero la revelación no es lo que más interesa: lo que vale en realidad es el aporte que reciben las letras nacionales con esta obra precursora entre nosotros del género epistolar amoroso.
Recopiladas y anotadas por Enrique Santos Molano, se publican, al cumplirse el primer centenario de la muerte de José Asunción Silva, 45 cartas escritas por éste entre 1881 y 1896 -año de su suicidio-, en las que afloran sentimientos y frustraciones sobre diversas circunstancias de la vida del poeta en los campos familiar, intelectual y económico. Se capta en ellas el desespero de Silva cuando se siente estrangulado por el prestamista voraz, episodio de la vida prosaica que sería un detonante de la decisión faltal del suicidio, acosado el poeta por las deudas.
Cartas de inmensa ternura son las que remite desde Caracas a Vicenta Gómez de Silva y Julia Silva Gómez, su madre y su hermana, a quienes llama “mis viejas encantadoras y lindas”. A la pintora bogotana Rosa Ponce Portocarrero le dirige una carta abierta de gran sensibilidad, publicada en la Revista Gris (Bogotá, noviembre de 1892), en la que formula interesantes comentarios sobre el arte y en la que además alude, con marcada ironía, a cuestiones sociales y políticas de la vida bogotana. Esta es la legítima carta-ensayo, de la misma estirpe de las escritas por Landínez Castro.
Cartas a 14 personajes de la historia es libro novedoso en el que el escritor Carlos Arboleda González -hoy director del Instituto Caldense de Cultura- se comunica en lenguaje coloquial con protagonistas universales de las letras, la realeza, la música y la política, y compone -a través de este estilo peculiar- condensadas y certeras biografías sobre tales personalidades. Estas cartas, que a uno le provoca que tuvieran respuesta de los destinatarios desde sus moradas ultraterrestres, poseen tal desenvoltura, ingenio y gracia -rasgos fundamentales que debe tener la correspondencia-, que penetran con precisión en el alma de los personajes escrutados y ayudan a comprender la Historia.
Las anteriores divagaciones vienen a propósito de las cartas intelectuales, de delicioso contenido y acariciante amenidad, salidas de la fina pluma de Vicente Landínez Castro, maestro como pocos del arte epistolar. En ellas se esconde buena parte de su creación literaria. (Con las que a mí me ha escrito a lo largo de nuestra ancha amistad habría material para un libro). No sé si él se ha detenido a considerar este aspecto, o su proverbial modestia se lo impida aceptar. La obra de un escritor está no solo en lo que publica -o logra publicar-, sino en lo que permanece oculto. A veces esta última es su obra más valiosa.
Boyacá y el universo
Vicente Landínez Castro ha sido fervoroso apologista de los valores boyacenses. Al igual que Armando Solano -cantor visceral de la raza indígena-, nuestro personaje sabe que Boyacá se distingue por sus hombres, sus virtudes ancestrales y su estructura espiritual y culta. Y valora la naturaleza de la tierra a través de los escritores y poetas, de los músicos y artistas, de los pensadores y pedagogos, de los clérigos y militares, y de los simples artesanos de la vida cotidiana.
Boyacá es -siempre ha sido- oración y espíritu, paisaje y poesía, circunspección y silencio, paciencia y reciedumbre, lucha y epopeya. Las lides del espíritu las han acaudillado, desde remotos tiempos y en forma caudalosa, una pléyade de hombres superiores que han hecho de Boyacá un semillero de ideas, como son opulentos en nuestro terruño los trigales cargados de cosechas esperanzadoras.
Lo mismo que un día, en página magistral, dijera Landínez Castro sobre Eduardo Torres Quintero: que “gustaba, como nadie, poner el oído atento sobre los historiados caminos boyacenses para escuchar las mil voces de la tierra; y dialogaba con las gentes humildes para descubrir el escondido venero de los sentimientos populares”, esas mismas palabras cabe aplicarlas a su propio autor, uno de los escritores y ciudadanos más compenetrados con la idiosincrasia y las tradiciones de la comarca nativa, que ha sido siempre Vicente Landínez Castro.
En otro estudio afortunado, que elabora nuestro amigo sobre Juan Clímaco Hernández -uno de los valores más connotados del departamento-, manifiesta que este definido escritor indigenista afirmaba que “la genuina literatura colombiana no está en Europa sino aquí mismo, entre nosotros, en nuestro terruño, y que nosotros mismos somos la mejor materia para nuestros libros, nuestros mejores personajes, nuestros más universales caracteres”. Este énfasis sobre lo nuestro, sobre lo que tenemos y somos, sobre la autenticidad y la bizarría boyacenses, y sobre los poderes incalculables del espíritu y la raza, es reiterativo y clamoroso en toda la obra de Landínez Castro, y además en sus acciones. Lo que muchas veces dice sobre el carácter terrígena de otros escritores resulta un eco de lo que él mismo siente y de lo que él mismo es.
Claro: ¡Boyacá es el universo! Y no es que lo diga un boyacense más, el autor de estas líneas, sino que es así. La provincia es el alma de la patria. No hay esencia más pura que la aldea, ni solaz más legítimo que el campo. La cultura nacional emerge incontaminada de la comarca y a veces se vuelve atroz en los centros. En el pueblo se refleja el mundo entero. Tolstoi le indicó a un joven escritor que le pedía consejo sobre cómo escribir una obra importante: “Dibuja bien tu aldea y serás universal”. En una de las tantas cartas que me dirige Vicente Landínez Castro declara que Boyacá es la tierra a la que “hemos amado con la fuerza de una pasión desenfrenada y a la que le hemos dedicado igualmente lo mejor de nuestro pensamiento y nuestro esfuerzo”.
Las antologías de escritores boyacenses a que atrás se hizo referencia son la mejor prueba del ánimo de su autor frente a esa patria grande que lo vio nacer y le ha llenado el corazón de afectos e hidalgos objetivos, si bien, por razones que no viene al caso analizar en esta semblanza, un día resolvió sentar sus reales en Barichara, en fortificado recinto de piedra y silencio, para desde allí “poder contemplar mi tierra serenamente -según sus palabras-, desde lejos, así como se contemplan las grandes montañas”.
Las letras, una insignia
Su talante es ser escritor. Eligió el oficio más hermoso del mundo. En el cultivo de la literatura conquistó su razón de ser. Esta actitud ante la vida lo hizo noble caballero. Gran señor de las letras. Hoy se pasea por el universo literario liberado de mezquinas vilezas y alimentado de altos ideales. La distinción y donosura de su estilo es su mayor logro. Su joya más valiosa. Cada uno de sus libros, ensayos y cartas están perfilados por el mismo bisturí: todos han sido forjados con el lenguaje castizo y elocuente que distingue a los grandes de la literatura, y por eso son obras maestras.
Toca temas de la más variada índole y se sumerge, avizor y penetrante, en las corrientes del pensamiento y de ellas extrae erudición y jerarquía. Semeja un buceador que baja a las profundidades para pescar los secretos submarinos, y ufano sube a la superficie para exhibir sus conquistas. La claridad singular de sus ideas, movidas por el impulso vital de su mente y apoyadas en el soporte de sus extensas y minuciosas lecturas, ilumina, refresca y tonifica el espíritu de los lectores.
Nada en él es improvisado, ni recibido por soplo milagroso. Ha sido lector voraz y escritor atormentado, en el sentido de que la perfección no consiste en escribir mucho sino en hacerlo con lenguaje ajustado y sobrio, y con ideas claras, donde no falten el ritmo y la elocuencia de la oración, y por el contrario, se asesinen los ripios, las vaguedades y las disonancias. Ejerce la escritura como acto sagrado de alquimia, que permite la transmutación de las palabras en piedras preciosas. Es el orfebre más exacto y riguroso que yo haya conocido.
Su vida ha girado alrededor de las letras, la cátedra y la cultura. De ahí no se ha salido nunca. Durante mucho tiempo fue profesor de humanidades, español y literatura en colegios de Bogotá, Ibagué y Tunja, lo mismo que en la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, a la que estuvo vinculado por más de veinte años, los cinco finales como director-editor del Fondo de Publicaciones. Dirigió la Oficina de Extensión Cultural de Boyacá y allí cumplió ponderada labor. La Universidad Nacional de Panamá le otorgó la medalla “Octavio Méndez Pereira” por su significativo aporte a la cultura del continente. Es miembro de las Academias Colombiana de la Lengua, Colombiana de Historia y de las Academias de Historia de Boyacá y Santander.
“Hasta donde yo conozco -declara Germán Arciniegas en su columna de El Tiempo– no hay otro colombiano que escriba un castellano más perfecto, expresivo, elegante y jugoso que el suyo”. El maestro Arciniegas hace esta confesión el 14 de agosto de 1995, tras muchos años de rastrear los escritos del estilista boyacense, y sus palabras parecen el premio cumbre para quien ha sabido mantener alta calidad como literato, historiador, poeta, ensayista, académico, lingüista, filósofo, investigador, crítico… Tantas condiciones confluyen en su patrimonio culto, y es tan difícil y aventurado destacar una sobre las otras, que se trata, sin duda, del polígrafo extraordinario que ha hecho de su existencia un tributo a la vida, la familia y la patria.
Ya en la cima del saber, me revela que escribir es para él una tortura. Y se lo creo. Pero me viene a la mente la frase del poeta ruso cuando dice que “no hay tormento más exquisito que el tormento de las palabras”.
Remedios del alma
Como Borges, ha peregrinado en busca de un libro. Y comprende que la biblioteca es interminable. También sabe que no existen dos libros iguales. Quiere todos los libros, y hoy, tras su romería como lector insaciable a lo largo de su fecunda existencia, ha marcado en los dominios de su biblioteca las fronteras precisas que clasifican las obras allí acumuladas, un tesoro invaluable.
Allí lo visité en unión de Astrid, mi esposa, y al compartir con el viejo amigo intensas horas de placer y goce espiritual, comprobé una vez más que nos unía un vínculo perdurable e indestructible: los libros. Se llega a la hermosa casona colonial por una de las infinitas calles empedradas -lo que en Barichara está sobrentendido, pero es bello expresarlo- que ascienden como espiral mágico a lo alto de la población. En la entrada de la casona se lee sobre placa de piedra esta inscripción, que es al mismo tiempo una evocación: “Villa Laura”. No hay duda: se trata de la vivienda del escritor, bautizada con ese nombre como homenaje irrestricto a su amada esposa, compañera leal y cómplice discreta de todas sus horas y todas sus angustias y esperanzas.
En el interior de la residencia, la piedra brota por doquier con sus mantos espesos de misterio y eternidad. Una fuente rumorosa pregona la dulzura de las aguas absortas en medio de tanto silencio. Todo reposa en derredor como parte de sueño fantástico. La canción de la piedra murmura sus tonos litúrgicos. ¡Y otra vez, como en la religiosa Villa de Leiva, silencio y oración! Aquí como allá el tiempo se encuentra petrificado y estático, y las horas duermen entre toneladas de silencio.
En este ambiente recoleto e intenso, bajo la solemnidad y el sosiego de las horas mudas, y amurallada el alma con la coraza pétrea de la consistencia espiritual, pasa el escritor sus mejores momentos. De su biblioteca brota música tenue, y al penetrar en ella se acrecientan los aires filarmónicos de algún maestro inmortal. A la entrada del recinto, sobre piedra cincelada y vanidosa, Vicente ha escrito en recios caracteres el rótulo ideal con que ha bautizado su biblioteca selecta: Remedios del alma.
Desde aquí se comunica con el mundo exterior, y de tarde en tarde se le antoja calificar su callado y azoriniano albergue como un sepulcro de vivientes. “Los libros -me dice mientras recorremos la biblioteca y yo escondo mi emoción- son mi refugio más seguro y más apetecido, entre los cuales he pasado los más perdurables momentos de auténtica felicidad”.
Boletín de Historia y Antigüedades, Academia Colombiana de Historia, No. 808, enero-marzo de 2000.