Por: Gustavo Páez Escobar
Desde el retiro hace cuatro años de Ignacio Chaves Cuevas de la dirección del Instituto Caro y Cuervo, por injusta determinación de la ministra María Consuelo Araújo, la entidad entró en barrena.
A ella habría que cobrarle el daño inmenso que le causó a uno de los entes culturales más sólidos y aprestigiados del país, cuyo renombre alcanzó eco internacional y cuya labor se tradujo en hechos de imponderable significado. El más sobresaliente de ellos fue la culminación del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, obra que en 1999 le hizo ganar el Premio Príncipe de Asturias, con la anotación de que se trataba de “una investigación sin antecedentes sobre el régimen y el uso de la lengua castellana”.
En el 2001 obtuvo el Premio Bartolomé de las Casas, otorgado por el Ministerio Español de Asuntos Exteriores y la Casa de América, y en el 2002, el Premio Elio Antonio de Nebrija, concedido por la Universidad de Salamanca. Tres años después, la ministra, que ignoró la serie de realizaciones cumplidas por el diligente y erudito director durante sus 19 años de administración, le pidió la renuncia.
¿Qué razón existía para semejante actitud? Ninguna de peso. Uno de los argumentos expuestos por la funcionaria fue su propósito de adelantar un plan de renovación en esta y otras entidades bajo su cargo. La ministra había ordenado una investigación administrativa para determinar presuntas fallas de organización de la entidad, las que han debido evaluarse como graves, de ser el caso, para prescindir de los servicios de este funcionario eminente.
Pero valía más el afán burocrático, una alimaña que carcome la administración pública, que el sano criterio de corregir problemas internos, si en verdad existían, y propiciar la marcha eficaz de un organismo cultural que debe manejarse con reglas especiales. Esto de invocar, en el caso de Ignacio Chaves, su inexperiencia en la administración de empresas, fue pretexto fútil de la ministra. Bien lo precisó por aquellos días el doctor López Michelsen: “¡Como si el rescate del castellano, o la asesoría en materia de consultas universales, fuera algo semejante a la venta y distribución de coca-cola!”.
De todas maneras, el ilustre director fue sacrificado por una ministra fugaz, atrapada por la publicidad y sugestionada por el ánimo de “renovar”, que así desquició una institución respetable. Este proceder injusto ocasionaría meses después la muerte de Ignacio Chaves, víctima de profunda depresión, en viaje por Argentina.
En su reemplazo fue nombrado el filólogo Hernando Cabarcas, experto en asuntos del idioma pero carente de visión y de mayor experiencia para manejar un organismo de tan compleja estructura. Su estadía en el cargo fue muy breve: 18 meses. Señaló algunas fallas estructurales, derivadas sin duda de una entidad en desorbitado crecimiento, y adoptó medidas improcedentes, como ciertos recortes drásticos en gastos ordinarios, la suspensión de la imprenta y el cierre del Seminario Andrés Bello, una de las dependencias emblemáticas de la institución.
El nombramiento siguiente fue el de la directora actual, Genoveva Iriarte, con buena preparación académica y cierta visión sobre el instituto como profesora que fue de lingüística y semántica. Ella lucha por sacar adelante su delicada misión, luego de dos años en el cargo. Tiempo efímero frente a las extensas administraciones de los cuatro primeros directores –Félix Restrepo, José Manuel Rivas Sacconi, Rafael Torres Quintero e Ignacio Chaves Cuevas–, que cumplieron, en total, una trayectoria de 63 años. (El Caro y Cuervo tiene 67 años de vida). Aquí habría que decir que la experiencia hace maestros, si bien la ministra Araújo se encargó de contradecir la sabia regla, aplicando su propio criterio equivocado, que puso al garete una empresa meritoria.
Algunos enfoques fiscales tienen en aprietos la marcha de la entidad. Se dice que los libros en bodega representan un elevado pasivo, que debe reducirse mediante un “estudio de mercados”. Esta mira determina un criterio mercantil según el cual la institución debe ser rentable. Esta no fue la finalidad que le impuso la ley 5ª de 1942 –sancionada por el presidente López Pumarejo–, al crearla como casa de cultura, sin ánimo de lucro, dirigida a la investigación científica y la preservación y difusión del idioma.
Uno de los grandes logros del Caro y Cuervo reside en la publicación de obras científicas o literarias que se convirtieron en mensajeras de Colombia, aquí y en el exterior, ante embajadas, bibliotecas, casas culturales, universidades… La proliferación de libros en épocas anteriores a la actual –algo desordenada, por desgracia– llevaba implícito ese cometido: hacer cultura. Ahora bien: debe existir, claro está, una cantidad de libros para la venta, sin descuidar la razonable circulación gratuita como medio cultural que debe fomentar el Estado.
Hoy el instituto está estancado. La producción está detenida. Series famosas, como La Granada Entreabierta, no han vuelto a circular. El Gobierno no solo le restringe los gastos, sino que tiene en angustias a viejos servidores que trabajaron con pulcritud, empeño y eficiencia por las letras y el talento colombianos. La nómina no resiste más recortes. Con el anuncio de la reestructuración, que quedó incrustado en la vida del instituto desde la época de la ministra de marras, el cuentagotas financiero deja apenas circular unos pesos escasos.
Hay que salvar al Instituto Caro y Cuervo de la situación de inercia a que ha llegado. Ojalá se entienda, para bien de la cultura colombiana, que merece otra suerte.
El Espectador, Bogotá, 8 de mayo de 2009.
Eje 21, Manizales, 8 de mayo de 2009.
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Comentarios:
Como miembro del instituto mencionado, quiero referirme al artículo de Gustavo Páez Escobar, escrito que agradezco, al igual que muchos de mis colegas, pues muestra su sana preocupación por el presente y el futuro de la única entidad colombiana que se ha dedicado a la investigación de las lenguas del país, de la literatura y de nuestra historia cultural desde hace ya 66 años. Sí. Nosotros también estamos preocupados porque nuestro instituto presenta un desvanecimiento paulatino en su producción intelectual como consecuencia de las últimas administraciones que no han sabido dirigirlo (…) Podemos discernir y no faltamos a la verdad al firmar que estamos muy lejos de la actividad intelectual que conocimos, y muy lejos de la coherencia de las ya lejanas administraciones que mostraron al mundo que en Colombia también se puede hacer ciencia (…) María Stella González de Pérez, Bogotá.
La sociedad debe unirse para exigir al Estado y a este Gobierno respeto y atención a la cultura y a esta magnífica obra que es el Instituto Caro y Cuervo. He aprendido y me he informado muchísimo con este escrito. Víctor Entrena.
El Instituto Caro y Cuervo no escapa al sistemático menosprecio que el actual régimen prodiga a la educación de los colombianos. Johannes.
Muy acertado tu artículo. Ojalá tenga el eco para que sea una advertencia a tiempo y no un réquiem con inmenso lamento para el país. Eduardo Durán Gómez, Bogotá.
Colombia, que era un país de políticos cultos, dejó de serlo hace mucho tiempo. Yo creo que el último de esos políticos cultos fue Belisario Betancur, hace 30 años, y de los primeros el propio Miguel Antonio Caro y su mentor, el poeta cartagenero Rafael Núñez. Cualquier estudiante de filología o lingüística española, y desde luego de literatura española, sabe quién fue Rufino José Cuervo. Entonces, como una institución culta y emblemática, como el Caro y Cuervo, no puede estar a merced de ministros de cultura tan incultos, es necesario que sea autónomo (…) A los colombianos de ahora les ha pasado un poco lo que a los griegos modernos: tuvieron antepasados muy inteligentes, pero en nuestros días la gente sólo quiere divertirse, y piensan que todo puede asimilarse a la producción de zapatos. En fin, hay muchos colombianos en distintos lados que no querrán que el Caro y Cuervo se desplome. Creo que personas como el columnista Gustavo Páez, que ha tratado el tema, pueden coordinar una campaña, como de hecho va, para la defensa del Caro y Cuervo. Fernando Vallejo podría decir algo, tal vez Gabo, Eduardo García Aguilar, mucha gente. Y si desde México se puede hacer algo, coordinar con la gente de acá, pues estamos a sus órdenes. Salomón Cuenca, Ciudad de México.
Sobre la anterior carta, publicada en las páginas El Espectador, dice lo siguiente la funcionaria del Instituto atrás mencionada:
Tiene toda la razón su corresponsal, excepto por García Márquez, pues hace parte de la Junta Directiva del Instituto Caro y Cuervo, pero no parece que le interese mucho la suerte de nuestra entidad. Es más, de acuerdo con algunas personas cercanas a esa Junta, él ha delegado en Belisario Betancur su voto y representatividad. Vive fuera del país y su membresía sólo está en el papel. Sería muy interesante que alguien le preguntara a García Márquez qué opinión le merece el estado actual del Instituto. María Stella González de Pérez, Bogotá.
Quiero decirle que le estoy muy, muy agradecida. En realidad nadie defiende en público la labor de Ignacio. Los directores posteriores (tanto Cabarcas como Genoveva) parecen no entender que los resultados no se pueden medir a través de instrumentos inexistentes en su época. Hablan de “planes de acción”, de “indicadores de logros”, de “operatividad”, de “títulos”, etc., y se olvidan de la impresionante labor de sus predecesores que hacían lo mismo y mucho más con “otras etiquetas”. Infortunadamente hay mucha mentira y quizás otras razones que algún día saldrán a la luz. Por ahora lo único cierto es lo que usted acertadamente describe. El Instituto agoniza, porque no han pensado en objetivos actuales y realizables, en necesidades con prospectiva. Ignacio logró terminar lo que se propuso y prometió el día de su posesión. Agotó las ediciones previstas del señor Caro y terminó el Diccionario de Rufino José Cuervo. Las demás ideas las sepultaron para hablar de tonterías. Elisa Krausova (viuda de Ignacio Chaves), Bogotá.