Memoria de viejos escritores caldenses
Carta abierta al poeta de Anserma
Por: Gustavo Páez Escobar
Augusto León: leí la sabrosa crónica que publicas en Eje 21 sobre la irrupción hace 50 años de los poetas nadaístas en Manizales, en los inicios de su organización (o desorganización, dirían ellos) como grupo rebelde dentro de las letras colombianas.
Asimismo, el interesante cruce de correos que has tenido con Eduardo Escobar, de los que me has hecho partícipe. En ambos casos salen a la palestra insignes figuras literarias de tu Manizales del alma, amigos que tuve la suerte de tratar durante mi larga y jugosa estadía en Armenia, en una doble posición, reñida y por lo general incompatible: la de gerente de banco y hombre de letras. Es difícil –casi una proeza– que las letras del espíritu armonicen con las letras de cambio. En mi caso, como te consta, tuve suerte en ambos frentes. Me conoces ahora jubilado de la banca y prendiéndoles luces a los diablejos del espíritu, para manejar una senectud bien iluminada.
Mi vinculación por aquellas calendas como columnista de La Patria, de la que fuiste director eminente, me permitió conocerte de cerca, tomarnos unos buenos alcoholes por los caminos del Gran Caldas, torear a los dioses del parnaso y estrechar –lo más importante– una amistad que se ha mantenido incólume a lo largo de los años.
Recuerdo una grata tertulia contigo y con Hernando Salazar Patiño, por aquellos días director del suplemento literario de La Paria: el irreverente Hernando de siempre, a quien me encontré el año pasado en la Feria del Libro, embestido por una serie de infartos cardíacos, de los que se reía, quisquilloso y rebelde, y por otra parte autor de dos libros críticos y muy bien escritos: Herejías y Manizales bajo el volcán (entre otros). Este último fue presentado en Bogotá, en el Club Caldas, por Fernando Londoño Hoyos. Allí estuve.
Cuando publiqué en Armenia mi primera novela, Destinos cruzados, Iván Cocherín escribió en La Patria una nota elogiosa, que me sorprendió y me asustó. Días después mordió mi vanidad con una halagadora venta del libro. Yo seguí sus instrucciones al pie de la letra: empaqué los primeros 23 ejemplares (no me cupieron más en la caja) a nombre de la persona que él me indicó, residente en Bogotá; formulé una cuenta de cobro con generoso descuento, como me había sugerido para hacer más atractivo el negocio; hice el despacho por Velotax, y quedé a la espera del giro que debía recibir, sin falta, en un par de semanas. Dos meses después, mi vendedor estrella no había vuelto a tomarse su café acostumbrado en mi oficina, ni había vuelto a llamarme, razones suficientes para darme por notificado del ingenioso “robo literario”.
En esos días supe por alguien que ese era el sistema con que Cocherín se hacía presente ante los escritores primíparos, quizá para dejarles un recuerdo imperecedero, como sucedió en mi caso. Ante tamaña realidad, afilé la espuela y le envié a La Patria este telegrama con visos de seriedad: “23 destinos fugitivos punto Apremiado salúdolo, Gustavo Páez”. Su respuesta fue inmediata y contundente: “Semana entrante esa punto Nunca creí banqueros apremiáranse punto Saludos, Cocherín”. Ni a la semana siguiente, ni en semana alguna posterior, el novelista de Barbacoa volvió a asomar su respetable nariz por mi recinto de las cifras ajenas, donde se ofrecía muy buen tinto y se brindaba amplia amistad.
Volví a verlo, tiempo después, cuando me condecoraron en Calarcá con la medalla Eduardo Arias Suárez. Se presentó de repente al escenario y pronunció, por fuera de programa, una solemne oración animada por las copas de aguardiente que llevaba entre pecho y espalda, discurso emotivo –¡para mí, pichón de escritor!– donde me calificó, con mis Destinos cruzados que se cargó el viento, como una “revelación literaria”.
¡Ojalá Dios te hubiera escuchado, Cocherín! Cuando quise llegar hasta ti para darte las gracias por tu proclamación jubilosa y gozar con tu exquisita picardía, ya te habías esfumado, como un fantasma, de la sala cultural. Nunca más volví a verte. Pero siempre te he recordado con simpatía, créeme. Incluso con agradecimiento, por haberme abierto los ojos ante las mentiras de la literatura. Te fuiste debiéndome no unos libros efímeros, sino el aguardiente que me habías prometido para el segundo despacho…
Me produce mucha gracia la descripción que presenta Eduardo Escobar sobre Ebel Botero. Yo conocí a Ebel en Armenia, cuando él era profesor de la Universidad del Quindío. Nos hicimos buenos amigos alrededor de la literatura, por la época en que los escritores de la región teníamos nuestra cosecha de libros en Quingráficas, editorial de gratísima recordación. ¿Te acuerdas, Augusto León?
Ebel Botero, apabullado por su sodomía traumática, me contó que iba a superar su dolorosa condición mediante una novela que había escrito sobre el homosexualismo y que ya había entregado a Javier Londoño, el propietario de Quingráficas. Pensaba que al ventilar su caso por ese medio superaría su trauma, que no lo dejaba vivir en paz. Días después me dijo, más perturbado que antes, que había ido a Quingráficas a recoger la obra, que ya estaba impresa, y allí mismo, luego de pagar el saldo pendiente, la había incinerado sin salvar un solo ejemplar, por considerar que Colombia no estaba preparada en esos momentos para sacar a los homosexuales del clóset. Con su novela, me confesó, crecería su angustia.
Se fue para Medellín y tiempo después publicó Homofilia y homofobia, texto con fondo científico. Y se me perdió de vista. Pregunté por él a mucha gente, y nadie me daba razón. Hace poco descubrí en la internet que se había tomado un veneno en el hotel donde residía. Un amigo que llegó en ese momento lo encontró boqueando y logró prestarle ayuda. No murió de inmediato, sino seis meses después, en Manizales –donde residía el hermano suyo sacerdote–, de una hepatitis causada por el envenenamiento. Una vida desventurada y trágica. Brillante crítico literario que tuvo gran desempeño en el Magazín Dominical de El Espectador durante una época extensa, y que terminó destrozado por las garras de su angustia existencial.
Inyéctale ánimos a Omar Morales Benítez para que publique cuanto antes –y sin esperar el patrocinador que nunca llega– el valioso libro de cuentos que tiene maduro desde hace varios años. Omar tuvo la gentileza de hacérmelo conocer. Yo le expresé mi modesta opinión favorable, y le presenté esta disyuntiva: o lo publicas, o lo dejas inédito para que se lo coman las ratas. ¿Y Beatriz Zuluaga, su esposa? Gran poetisa, que se ha detenido en su producción y que requiere un empujón tuyo. ¿Y tú? ¿Cuántas veces te he dicho que nos has dejado con las ganas de seguir degustando tu fina poesía erótica?
Otras caras amigas de la nómina manizaleña que citas, con las que compartí afanes intelectuales y que han desaparecido de la escena en medio de la adversidad, son: Mario Escobar Ortiz, notable columnista de La Patria, y además pintor, muerto en una madrugada bohemia, aplastado por un vehículo; Jorge Santander Arias, gran pensador y maestro del idioma, consumido por un cáncer; Rodrigo Ramírez Cardona, el famoso “Gaspar”, que “se nos murió de soledad”, según dices. Él me brindó gran estímulo para mis primeros cuentos desde su columna Laberinto, de La Patria. Aquí tengo a la mano su voz ya lejana: “Páez parece confesar, según sus cuentos, el concepto de que el hombre asiste a una realidad trunca, en falencia; una realidad incompleta como un muñón, lo que excluye, de suyo, el final feliz”.
Sobre tu primo William Ramírez Tobón, connotado politólogo, hablamos en nuestra última tertulia con Jorge Mario Eastman. Con él les abriste las puertas de Manizales, hace medio siglo, a Gonzalo Arango, Jotamario Arbeláez, Eduardo Escobar y su gente, que escandalizaron a la ortodoxa y sacrosanta escuela de los grecolatinos: Fernando Londoño, Gilberto Alzate Avendaño, Silvio Villegas, Bernardo Arias Trujillo…
Bien está que hagas esta evocación como una constancia de fidelidad al movimiento nadaísta en sus 50 años de vida. Y que recuerdes, además, las entusiastas conferencias pronunciadas en honor del grupo insurgente por el futuro vicepresidente de Colombia, Humberto de la Calle Lombana. ¡Loor para todos!
En fin, poeta ilustre Augusto León Restrepo: tu memoria nadaísta me ha dado ocasión para volver sobre mis pasos por el Gran Caldas, cuando la vida era amable y veíamos sonreír a la luna. Y me has dado motivo para acordarme de los vivos y los muertos. ¿Cuándo almorzamos?
Eje 21, Manizales, 22 de septiembre de 2008.
El Espectador, Bogotá, septiembre de 2008. (Se le cambió el título: Carta abierta al poeta de Anserma).
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Me alegra que el artículo te hubiera dado la oportunidad de añorar esa tierra, que fue y es tuya, y el valioso aporte que le diste en las letras literarias y en las letras de los pagarés y cambiarias. En ambas ramas, fui testigo, contribuiste al reconocimiento cultural y financiero, especialmente del Quindío. Augusto León Restrepo, Bogotá.
Muy bella. Pensaba si en Manizales abundaba tanto la inteligencia, o se notaba mucho en la pequeña aldea de entonces. Mis amigos todavía se asustan cuando les digo que en los sesenta la mejor página de opinión la tenía La Patria. Un montón de señores mucho más viejos que nosotros, godos, pero algunos proustianos, cultos y con unas prosas muy inteligentes las más de las veces. Recuerdo también esa tristeza del diablo que andaba junto a Fernando Mejía y Mejía. Y que a Baudilio Montoya me lo presentaron como diez mil veces, como una figura de museo, que nunca se acordaba de haberme visto. Eduardo Escobar (nadaísta), San Francisco (Cundinamarca).
Tu recordación aparece tan vívida con el ropaje de tu castiza prosa, que hasta yo (¡ay de mí!) siento nostalgia de lo vivido por ti. Iván de J. Guzmán López, Medellín.
Excelente recordatorio. A muchos de los caldenses los leía yo en La Patria, que compraba en una esquina exclusiva de Bogotá donde llegaba con interrupciones. Haber vivido 38 años en la capital me privó de estar más cerca de la cruzada literaria de los caldenses, que agrupaba a los de Pereira y Armenia. Además, me picaba el gusanillo de la política y aquellos menesteres poéticos estaban lejos, excepto cuando Otto me actualizaba en las tertulias de Oma, en la calle 82, con alguna noticia de la comarca. Jaime Lopera Gutiérrez, Armenia.
Ese era Cocherín, de quien también fui su amigo y su blanco. Carlos Arboleda González, Manizales.
Me hiciste sentir como si te estuviera escuchando en una grata tertulia. ¡Qué interesantes todos tus comentarios! Desde los trágicos hasta los picarescos, como el ingenioso robo de tus 23 ejemplares, como para abrir bien los ojos. Sigue produciendo y participándonos de esa riqueza a tus amigos, no pares nunca porque se acabaría un filón de los que quedan pocos en la literatura. Mercedes Medina, Bogotá.