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Archivo para octubre, 2010

La palabra enamorada

lunes, 11 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo del libro Nostalgia de la luz)

Toda la obra poética de Inés Blanco, compuesta hoy por seis libros, converge a un solo concepto: el amor. La escritora ha hecho del amor –vivido o idealizado– un soplo mágico que explora las intimidades del alma y traduce en bellas palabras el caudal de las emociones, para su propio placer estético y el gozo de sus lectores. Desde que en 1993 inició su carrera literaria con la obra Paso a paso, hasta los días actuales, cuando entran en circulación los títulos Nostalgia de la luz y Los ojos de la noche, su producción ha sido un himno constante al amor.

Sobre el amor todo está dicho, pero su lenguaje nunca se agota. Jamás se agotará, porque el alma, la gran dispensadora del amor, nunca muere. La persona envejece, pero el amor, para quienes saben protegerlo y consentirlo, permanece joven a pesar de las arrugas del tiempo. Los poetas han empleado todas las palabras imaginables para expresar el idioma del corazón, y no obstante las infinitas creaciones y obras maestras que han salido de todos los idiomas, la mina de la emotividad continúa inextinguible.

Inés Blanco, que desde la edad adolescente ya incursionaba en los predios de la poesía, ha sabido afinar su inspiración en la búsqueda minuciosa de los vocablos y las imágenes que transmiten sus emociones. Prima en su obra la brevedad de la palabra, en armonioso enlace musical con la metáfora y el ritmo. Ha escogido el verso libre como un recurso –muy propio de su estilo– para elaborar con donaire las  ideas e imprimirle modulación al poema. La sola brevedad no sería suficiente para cumplir dicho propósito si no estuviera movida por la magia de la elocuencia.

Con la economía expresiva del lenguaje, que se manifiesta en su escritura desde el primer libro, se ha hecho maestra en el arte de la síntesis, quizá el mayor atributo de la poesía. Muchos poetas sacrifican a veces la fluidez y la claridad en aras de los cánones impuestos por la métrica. Creo que Inés Blanco es una buena discípula de Luis Vidales, quien en 1926, con su perdurable obra Suenan timbres, rompió los moldes tradicionales de la poesía y estableció el verso libre como un canal apropiado de comunicación, escuela que desde entonces ha conquistado numerosos adeptos.

De todos modos, sea cualquiera la pauta que se utilice para hacer poesía, si esta no tiene ritmo, embrujo y melodía y carece además de fuerza para conmover el espíritu e irradiar la belleza, deja de ser poesía. Debe anotarse, por otra parte, que si el poema no brota del corazón, su autor marcha en contravía de lo que debe ser la obra de arte. La alquimia poética, que es como un sortilegio preparado por dioses ocultos,  debe conducir al encantamiento. Si logra este objetivo, el poeta está salvado.

Leyendo el poemario Nostalgia de la luz, que Inés Blanco pone hoy en circulación luego de cinco años de silencio editorial, encuentro, para mi personal deleite, que las premisas anteriores están cumplidas. El canto al amor que brota de estas páginas etéreas es el mismo, aunque con diferentes matices, que ha marcado sus libros anteriores. El amor en su obra es persistente, delicado y diáfano. La transparencia de la palabra enamorada ilumina todas las entretelas del sentimiento humano, que van desde el placer hasta el dolor, desde la alegría hasta la pesadumbre, desde el deseo hasta la soledad. Libro hecho de presencias y ausencias, de silencios y nostalgias, de sueños y quimeras, de evocaciones y esperanzas. Ese es el amor.

Amor también son el padre, o la madre, o los hijos, o la flor que siente la cercanía del poeta, o el ave que revolotea por su entorno. Y amor es la patria, esta patria lacerada y cubierta de dolor y lágrimas, que hiere la sensibilidad de la escritora y estremece el alma nacional.

Cuando se degustan los breves cantos de Inés Blanco, se escucha como un sutil movimiento de alas que pasa sobre amantes invisibles para eternizar el sentido romántico de la vida. El amor intemporal, que puede ser también el amor inmaterial, y que los poetas saben glorificar en sus poesías sin tiempo, hacen posible hoy la Nostalgia de la luz y Los ojos de la noche, dos poemarios unidos por el mismo sentimiento.

Bogotá, 8 de junio de 2007.

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Evocación de Gómez Valderrama

lunes, 11 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En el año 1992 falleció en Bogotá Pedro Gómez Valderrama, que prestó valiosos servicios al país: ministro de Estado en dos ocasiones –de Educación y Gobierno–, magistrado, parlamentario, embajador ante la OEA, la URSS y España.

Por encima de esas dignidades, ejercidas con brillo y donaire –notas predominantes de su exquisita personalidad–, se encuentra la de escritor, campo donde obtuvo alta nombradía como uno de los promotores más destacados de la cultura colombiana en la segunda parte del siglo XX.

Egresado de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional, adelantó estudios de especialización en Londres y París. Fue estudioso permanente, tanto dentro del ámbito de su formación académica como en el campo de las letras. Sus disciplinas y espíritu viajero por distintas latitudes del mundo le hicieron adquirir vasta cultura, de la que jamás hizo alarde. Como profesor universitario, irradiaba sencillez y gallardía y transmitía sabiduría. Escribía en periódicos y revistas notas de grata lectura para el común de la gente, y ensayos sustanciosos para niveles superiores.

Recuerdo el cordial encuentro que tuve con él en Pereira, a finales de 1980, cuando un selecto grupo de escritores y periodistas de ambos partidos, con participación del entonces expresidente Lleras Restrepo, rindió clamoroso homenaje a Otto Morales Benítez, cuyo nombre ganaba adhesiones como candidato a la Presidencia de la República. Meses atrás, Gómez Valderrama me había hecho llegar su último libro, con amable dedicatoria que honra mi biblioteca.

Nacido en Bucaramanga en 1923, inicia su carrera de escritor en 1938, como poeta. De esta etapa quedan huellas en sus libros Norma para lo efímero y Biografía de la campana. En 1946, de 23 años, renuncia a la poesía y se dedica a la prosa. Prosa rigurosa, castiza y sagaz. Su mente inquieta lo lleva al descubrimiento de las obras maestras del mundo, entre las que siente especial atracción por el ensayo y la narrativa. Este último género se convierte en acicate de su portentosa imaginación. La novela y el cuento serán sus dones literarios de mayor riqueza estilística.

En 1955 ocurre un hecho relevante en el mundo de las letras: la creación de la revista Mito, ideada por Jorge Gaitán Durán y que cuenta con la codirección de Gómez Valderrama. Mito no solo será el nombre de una revista literaria, sino que se convierte en el emblema de una generación. Sus páginas son engrandecidas por selecto grupo de escritores que representan un aire renovador del talento nacional. Hacen parte de dicho movimiento Hernando Valencia Goelkel, Eduardo Cote Lamus, Gabriel García Márquez, Fernando Charry Lara, Jorge Eliécer Ruiz, Álvaro Mutis, Hernando Téllez, Fernando Arbeláez, Álvaro Cepeda Samudio, entre otros.

La palabra mito tiene especial significación en la narrativa de Gómez Valderrama. Sus criaturas literarias dejan de ser personas corrientes, por más que retraten la realidad del  ámbito en que actúan, y se vuelven fantásticas bajo el manejo de la fábula y la historia. El realismo mágico (cuando todavía no se había inventado esta patente) permitió al autor recrear su universo de diablos y brujas, de ángeles caídos y monjes libertinos, de lujuriosos deseos y dudosas virtudes, de que es tan rica su obra.

Como maestro en el conocimiento de las artes diablescas, sugiere en sus libros que la libertad del demonio sucede cuando las almas se adormecen. En sus creaciones cuentísticas, se abren infiernos como trampas mortales, por aquí y por allá, pero no son los infiernos pintados por la religión, sino los que vive el hombre en su cotidiano transitar por las asperezas del mundo. A veces llegan sus escritos a lindes de la demencia humana, ante la que el autor se detiene presa de alguna dubitación, y no deseando enturbiar la mente, le da un empujón a la nave de los locos.

Gómez Valderrama no reprueba, sino insinúa. No lanza juicios moralistas, ni enrostra el pecado, sino dibuja estados del alma. En este terreno es gran sicólogo, como competente fabulista. Y lo hace con sutileza y fino humor, “con aire de Mefistófeles bonachón, de amaestrado diablo de sí mismo”, como lo describe alguien. El mito camina con él.

La Historia –en mayúscula– surge al paso de sus personajes. La otra raya del tigre, su obra maestra, es un cuadro mítico del departamento de Santander, y como tal simboliza el proceso histórico de la comarca nacida al impulso de la aventura: el viaje a lo largo de los mares y los montes del inmigrante alemán Geo von Lengerke, perseguido por la justicia de su país, y que en Colombia se transforma en conquistador. Detrás de él llegan otros alemanes que se asientan en el territorio que dará vida a una civilización. En esos tramos de la historia santandereana del siglo XIX surge la epopeya en la pluma maestra del escritor. Su imaginación hace brotar, con el recurso de su palabra mágica, el mito de la fundación de su patria chica.

Pedro Gómez Valderrama es autor de libros de excelente factura, traducidos a varios idiomas, entre cuyos títulos se destacan Muestras del Diablo, El retablo del maese Pedro, La procesión de los ardientes, Invenciones y artificios, La otra raya del tigre, Los infiernos del jerarca Brawn, La nave de los locos.

Al registrar los 15 años de su muerte, es grato verificar, como el mejor homenaje que pudiera tributársele, que su nombre y su obra enaltecen el patrimonio cultural de Colombia.

El Espectador, Bogotá, 13 de abril de 2007.

* * *

Comentarios:

Es un justo homenaje a su memoria, llena de merecimientos y de gloria para las letras colombianas. Lo acompañé personalmente en el camino de Lengerke y disfruté enormemente su amistad. Eduardo Durán Gómez, Bogotá.

Muy interesante tu artículo, donde citas la creación de Mito, la revista literaria de la que fue codirector, grupo donde perteneció mi primer marido, Fernando Arbeláez. También conocí, en los días en que yo salía con Fernando, a Jorge Gaitán Durán. Después en Estocolmo, Cote Lamus estuvo tres días con nosotros. Beatriz Segura de Martínez de Hoyos, Ciudad de Méjico.

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Recuerdo de Moravia

martes, 5 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No voy a hablar, como pudiera pensarse, del novelista italiano Alberto Moravia, autor, entre otras obras, de Los indiferentes, La campesina y La romana. Tampoco de la región de Moravia en la República Checa. Hablaré del barrio Moravia en la ciudad de Medellín.

Dicho nombre lo lleva un sector pobre que en estos días se volvió noticia nacional debido al voraz incendio que destruyó humildes viviendas y dejó en la calle a más de 1.000 habitantes. Hace 17 años visité el suburbio, ubicado en una ladera abrupta del nororiente de Medellín, cuyo asentamiento se iniciaba sobre el terreno que había sido basurero de la ciudad.

Gloria Inés Palomino, directora de la Biblioteca Pública Piloto, me llevó a conocer Moravia. Deseaba mostrarme el prodigio surgido alrededor de la biblioteca que  había fundado allí y que hacía parte de la red que se extendía por diferentes sectores marginados, como organismos satélites de la Piloto. Una manera de rescatar de la vagancia a los jóvenes castigados por la pobreza y el abandono era crear en su propio territorio el motor cultural de una biblioteca pública.

Unas calles mal trazadas le daban a Moravia apariencia de barrio. Brotaban las primeras casas con fallas evidentes de construcción –muy explicables, desde luego–, que los propios vecinos levantaban de afán, ignorantes de toda norma de planeación. Aquellos pobladores presurosos, movidos por la necesidad del techo propio, iniciaron la invasión que dos décadas después está hoy constituida por más de 40.000 personas que se alojan en 8.300 viviendas, la mayoría de ellas auténticos tugurios.

Regresando a la época de mi visita, que coincidió con los días en que el novelista  Alberto Moravia moría en Roma (personaje que podría ser el padrino de este barrio deprimido), alcancé a vislumbrar el nacimiento caótico que tendría la comuna 4, de la que hacen parte los sectores de El Bosque, Moravia, El Morro, El Oasis Tropical y la Herradura.

Con Gloria Inés llegué a la biblioteca local al filo del medio día, cuando los alumnos, que asistían a la pequeña escuela en la mansión de los libros, finalizaban la jornada matinal y convertían sus pupitres en mesas para almorzar. La directora del grupo era una vecina del sector dotada de idoneidad para fomentar el hábito de la lectura y enseñar los primeros conocimientos escolares.

Los jóvenes del barrio aprendieron a querer los libros. Y como deseaban que su casa de cultura tuviera más volúmenes, una brigada de aquellos muchachos entusiastas se encargó los fines de semana de buscar chatarra en los basureros, que vendían a clientes seguros para comprar nuevos libros.

Los estudiantes disponían de un carné que les permitía llevar las obras a su casa. Entre ellos había un lector apasionado que a la vuelta de los días solicitó la expedición de otro documento para su padre, ante lo cual la directora se mostró extrañada, ya que un carné era suficiente para los dos. Pero el alumno le explicó que su padre, que también se había vuelto lector, utilizaba sus libros y no le permitía una lectura tranquila. Por lo tanto, sorprendió a su progenitor, el día de su cumpleaños, con el regalo de un carné expedido a su nombre.

Moravia ya no es aquel barrio sosegado que conocí hace 17 años: se volvió un problema social. La invasión de nuevos moradores llegados en tropel y acosados por la angustia de sobrevivir rompió los límites razonables y creó un caos en la montaña de basura. Se levantaron ranchos de tablas, plásticos y cartón. Las casas de cemento son muy contadas y las condiciones de vida, desastrosas. Como consecuencia del crecimiento desordenado, la zona se llenó de cantinas, droga y prostitución.

A una veladora se atribuye el incendio colectivo que acaba de pasar, el quinto ocurrido en los últimos cinco años. La fragilidad de las viviendas y la existencia de materias comburentes del antiguo basurero seguirán perturbando la vida de estas familias hermanadas en la desgracia. La Alcaldía de Medellín trabaja desde el año pasado en un plan cuyo costo es de 53 mil millones de pesos, con el que se busca trasladar parte de la población a viviendas de interés social. Ojalá le alcance el tiempo al alcalde Fajardo para dejar en marcha su programa.

Moravia, por afinidad, es cualquiera de las zonas de invasión de los centros urbanos del país. El éxodo del campo a la ciudad representa una de las principales causas para la creación de los cinturones de miseria que algún día explotan, como sucedió en Medellín, y muestran la cara amarga de la pobreza y la desigualdad social.

Quiero pensar que el viejo basurero de Moravia, que por ironía lleva nombre de escritor, conserva en pie aquella biblioteca ejemplar que formó lectores y sembró ideas para combatir la desesperanza.

El Espectador, Bogotá, 30 de marzo de 2007.

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Los tres caballeros

martes, 5 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Colombia debe sentirse orgullosa de contar con escritores de la calidad de Lucas Caballero Calderón, Eduardo Caballero Calderón y Enrique Caballero Escovar, protagonistas los tres, en los últimos días, de sonados acontecimientos que hicieron acrecentar más aún el prestigio de sus nombres.

Estos tres caballeros se han mantenido en el primer plano de la cultura del país por espacio de largos años. Son carreras paralelas, cada una encajada en su estilo particular, que tiene como común denominador la lucidez de pensamiento y el vigor de ideas que se esgrimen con vehemencia y convicción.

Era común en los tiempos pretéritos que los caballeros se presentaran con arreos distintivos de su condición de hidalgos, título que en la antigüedad era sinónimo de persona distinguida, y que debían demostrar especiales atributos de nobleza, generosidad, gallardía y temple. Don Quijote, caminante de largas travesías y héroe de aventuras y lances grandiosos, con la lanza y el escudo, como armadura visible, y con la pluma manejada con denuedo en sus insomnios por entre posadas y vericuetos, como estigma espiritual, exterminó a sus enemigos y conquistó el mundo.

Los tiempos actuales no son propicios para esos seres idealistas que otrora recorrían los polvorientos caminos y los dorados salones defendiendo postulados de moral y entereza y dispuestos a sacrificarse por sus convicciones. Hoy la humanidad prefiere vivir sin caballeros, porque quiere olvidarse de los principios éticos que trata de pisotear.

Pero siempre que los tiempos se distorsionan y que las costumbres se deterioran, se echan de menos la lanza y el escudo de don Quijote, listos para el ataque, y su pluma vigilante y altiva que nunca dejó enmohecer bajo el rigor de tortuosos senderos.

Los tres caballeros ostentan eximias virtudes de auténticos paladines de la democracia y la intelectualidad del país. Son las suyas plumas aceradas en el diario ejercicio de pulir ideas, censurar vicios, repeler ataques, reprobar arbitrariedades, delinear patrones morales. Cada cual en su estilo, estos precursores de la palabra se destacan como líderes de la libertad.

Los tres, periodistas de la mejor estirpe, no se han dado tregua en el empeño de señalar yerros y desbarajustes del país, y a la vez que denuncian las maniobras que ocurren en los altos estamentos del Estado, descienden a los menudos engranajes de la administración para enjuiciar rudas maquinaciones que frenan la eficiencia de un país tropical como el nuestro. Esas actitudes son las que permiten la supervivencia de los pueblos libres y que dan al traste con las dictaduras, como sucedió en el pasado inmediato con otro insigne caballero, el gran Lenc.

Cuando en recientes episodios los tres caballeros protestaron por actitudes que no compartían y prefirieron retirarse del periódico en el que durante largos años venían librando sus campañas, antes que permitir que sus ideas no tuvieran absoluta libertad de expresión, estaban afirmando que no en vano llevaban el talante de los caballeros de antaño que escogían el propio sacrificio a la entrega de sus arreos.

La fortaleza, la intrepidez, el coraje, el honor, eran emblemas que en aquellos tiempos de aventuras y caballerías se defendían a como diera lugar. Con la metamorfosis de los días, tales principios han venido en decadencia y cada vez resultan más escasos estos personajes que no se conforman con la mediocridad.

Por eso es motivo de orgullo nacional la demostración que los tres escritores hicieron de su integridad. Estimula hallar todavía caballeros no dispuestos a entregar sus armaduras y listos a defender los principios con la bizarría de sus plumas.

El Espectador, Bogotá, 27 de mayo de 1977 y 26 de marzo de 2007.

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Comentario:

Siempre, en todo tiempo y lugar, se han necesitado, se necesitan y se necesitarán espíritus libertarios que luchen por las ideas, que hagan respetar los principios y que no traguen entero. Y más en un país de pusilánimes y arrodillados como Colombia. Andando el tiempo, la historia reivindicará a los rebeldes y denostará a los conformistas o a los que se limitan a bajar la cabeza, cuidando, muchas veces, sus propios intereses. Hernando García Mejía, Medellín.

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Laureano Gómez, monstruo de la moral

martes, 5 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace cuatro décadas, el 13 de julio de 1965, falleció en Bogotá, a los 76 años de edad, Laureano Gómez, el líder conservador más destacado del siglo XX. Sobre él escribió Hugo Velasco Arizabaleta en 1950 –una de las épocas más agitadas de la política colombiana– el libro Biografía de una tempestad, título que refleja el temperamento del caudillo. A raíz de su tempestuosa vida pública y sus encendidas arengas parlamentarias, que alternaba con fulgurantes escritos periodísticos, fueron varios los apelativos que le endilgaron a Laureano Gómez: monstruo, máquina infernal, relámpago, basilisco, águila, tempestad…

Estremecedor en la tribuna, su voz vibraba en el país con ímpetu arrollador, y tanto los gobiernos liberales como los conservadores, que lo temían y lo respetaban, y asimismo lo odiaban o lo amaban, sabían que era el implacable catón que denunciaba la deshonestidad pública y condenaba con furor a los transgresores, en cualquier sitio donde se hallaran.

Recuérdese la censura proferida contra el presidente Marco Fidel Suárez, su copartidario, por haber vendido a un banco extranjero sus sueldos y gastos de representación, para atender los costos de traslado del cadáver de su hijo, fallecido en un accidente en Estados Unidos. Esta venta fue calificada por Gómez como una indignidad, y fue uno de los motivos que llevaron al Presidente a renunciar al poder, dominado por profundo abatimiento. A la muerte de Suárez, su crítico severo, cicatrizado ya aquel episodio, escribió bellísima página donde exalta las grandes cualidades del patriarca.

La mejor expresión que se ha expresado sobre Gómez la dio Guillermo Valencia: “Formidable este Laureano Gómez. Como una racha huracanada, firme, impasible y sonoro como un yunque propio para forjar los más finos montantes, las mejores corazas, las más audaces quillas. El hombre tempestad, a quien sólo se puede amar u odiar. Que deslumbra y hiere como el rayo y con el trueno de su voz hincha y colma las sordas oquedades del abismo y del pecado”.

Nunca conoció la claudicación y vivió siempre convencido de sus principios, aun en medio de los peores riesgos y de las graves equivocaciones en que a veces incurrió. Es común equivocarse en la política y en el trato con los hombres. Lo que él no admitía era que se pudiera resbalar en la moral.

En épocas adversas, cuando el poder se alejaba de sus manos y los amigos lo abandonaban, que no fueron pocas, más se robustecía su voluntad y crecía su fibra espartana. Jamás transigió en materia doctrinaria, porque el pensamiento estaba por encima de mezquinas circunstancias. Prefirió la cárcel, el oprobio y la pobreza, e incluso el destierro cuando lo derrocó la dictadura militar, al desdoro de la dignidad.

Formado con los jesuitas, de ellos aprendió la solvencia intelectual. Frente al clero y la religión mantuvo distancia en algunos momentos cruciales, pero acataba la divinidad y solía repetir que “el hombre es una brizna en la mano de Dios”. Lector impenitente de los clásicos, incursionó en los rigurosos caminos de la dialéctica, de donde extrajo la erudición y el bello estilo que forjaron al maestro de la elocuencia y del lenguaje castizo.

En la Revista Colombiana y los periódicos El Siglo y La Unidad, fundados por él, explayó la mente y escribió páginas memorables. Allí hizo célebres varios seudónimos: Jacinto Ventura, Cornelio Nepote, Eleuterio de Castro, Juan de Timoneda, Gonzalo González de la Gonzalera. Ocupó las más altas dignidades de la República y de su partido y en todas desplegó posiciones radicales, que a unos fascinaban y a otros exasperaban. Los campos más acordes con su carácter demoledor eran el parlamento y el periodismo, desde donde vigilaba al país con ojo de águila. Era hombre diverso y desconcertante.

Hoy, tanto tiempo después de aquellas épocas turbulentas, todavía quedan rezagos de la pasión sectaria que no ha dejado purificar la conciencia nacional de viejos resquemores. Los adversarios no podían ver al caudillo avasallante, al periodista fiscalizador, al tribuno grandilocuente, al estadista intelectual y probo. Ni admitir que era el orador más brillante que ha tenido el parlamento colombiano, dotado de vasta formación humanística y admirado en los países latinoamericanos.

En aquellas calendas, Colombia vivía una terrible época de rivalidad política, con muertos diarios a lo largo y ancho de la nación, que hoy ensombrecen las páginas de aquel pasado fratricida. De esa ferocidad no se libró ninguna de las dos colectividades. Quienes sin mucho análisis de la historia sólo han visto en el líder conservador un terror de la lucha partidista, y acaso interpretan el mote de El Monstruo como equivalente a hombre cruel, deberían considerar que la denominación va más allá, bajo esta acepción del diccionario: “persona de extraordinarias cualidades para desempeñar una actividad determinada”.

Tanta era la garra de Laureano Gómez para la lucha y tanta su jerarquía nacional, que en momentos aciagos para la democracia, cuando el país se derrumbaba en 1957 entre los peores actos de la dictadura, pactó con Alberto Lleras Camargo los acuerdos que terminaron con el régimen militar y crearon el Frente Nacional.

Monstruo de la moral: quizá sea la nota precisa que puede dársele a Laureano Gómez. Todos sus actos estaban subordinados a la cátedra de la pulcritud y la honradez en la vida pública, norma que no se cansó de sostener con denuedo. Su lucha fue infatigable e inclemente, porque la moral no podía tener esguinces. No puede tenerlos, a pesar de la disolución social de la época actual.

Cuánta falta le hace hoy Laureano Gómez al país. Si él viviera, la corrupción chocaría contra una roca. Colombia sería otra.

El Nuevo Siglo, Bogotá, 31 de julio de 2005.

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Comentarios:

Soy tu lector impenitente. Divulgaré entre mis alumnos, desde mi orilla liberal, el conocimiento del “monstruo”. Utilizaré para ello tu columna, si así me lo autorizas. Olympo Morales Benítez, Bogotá.

Siquiera me hiciste caer en la cuenta de que Laureano Gómez ya hace 40 años que murió. Creo que ya podemos irle perdiendo el miedo. En cuanto a los seudónimos del caudillo conservador, creo que te faltó Fray Jerónimo, con el que se autoentrevistaba en El Siglo. José Jaramillo Mejía, Manizales.

Leí sus escritos sobre Laureano Gómez y Marco Fidel Suárez. Magnífica labor desarrolla usted, al igual que muchos otros, no muchos, compatriotas, tratando de rescatar la verdadera historia de Colombia. Ojalá todos los colombianos pudiéramos, más temprano que tarde, llegar a conocerla. Alberto Segura Rojas, Lima (Perú).

Nunca miré con simpatía a Laureano Gómez, porque me parecía un sectario y por lo que le hizo a Marco Fidel Suárez. Pero leyendo tu artículo sobre él pude apreciar una serie de facetas desconocidas para mí y mi concepto varió mientras te leía. ¡Trascendencia de la palabra, que puede edificar o destruir, arrancar o sembrar! Aída Jaramillo Isaza, Manizales.