Las guerrillas del Llano
Por: Gustavo Páez Escobar
Uno de los testimonios más representativos y veraces de la violencia política que azotó al país en los años cincuenta del siglo pasado lo presenta Eduardo Franco Isaza en su libro Las guerrillas del Llano.
La primera edición de dicha obra apareció en Caracas en 1955, y en Colombia circuló en forma clandestina debido al clima de represión y censura que se vivía entonces. La segunda edición es de la Librería Colombiana, de Bogotá, en 1959, con prólogo de Juan Lozano y Lozano; la tercera, de Hombre Nuevo, de Medellín, en 1968; la cuarta, del Círculo de Lectores de Colombia, en 1988; la quinta –que logré conseguir hace poco, luego de buscar el libro durante largos años– la efectuó Planeta Colombiana en 1994.
El autor, nacido en Sogamoso en 1920 y miembro de una prestigiosa familia, fue uno de los principales dirigentes guerrilleros del movimiento liberal que surgió en el Llano para combatir el régimen conservador que se había encarnizado contra su partido. Eduardo Franco Isaza vivió, entre los años 1947 y 1953, dentro de la guerrilla que él mismo ayudó a organizar junto con otros tenedores de tierra en las sabanas de Casanare, todas las peripecias, angustias y horrores que representó aquella contienda histórica, una de las más demoledoras de Colombia.
Esta rebelión campesina estaba orientada desde Bogotá por el doctor Carlos Lleras Restrepo, presidente del Partido Liberal, quien en asocio de otros copartidarios suyos realizaba colectas para financiar los gastos inherentes a dicho conflicto armado, que no eran pocos ni fáciles de sostener. Mientras tanto, los guerrilleros luchaban casi con las uñas –sin armas suficientes y en precarias condiciones de alimentación y salubridad– para contrarrestar los ataques del adversario que se replegaban en el amplio territorio bajo el ímpetu de los “chulavitas”, denominación proveniente de una vereda del municipio boyacense de Boavita, que se hizo célebre por salir de allí las hordas asesinas que causaron en el país innumerables estragos.
Los “chulavitas” les dieron encarnación a los “pájaros” y unos y otros pasaron a la historia con la connotación de matones. Los cuerpos armados del régimen conservador exhalaban por los poros sangre chulavita, y a ellos se enfrentaban con arrojo, como centauros, los 1habitantes del Llano, acaudillados, entre otros, por Guadalupe Salcedo Unda, Eliseo Velásquez, Eduardo Franco Isaza, Rosendo Colmenares, Tulio Bautista, Dumar Aljure, Antonio Villamarín, Eduardo Fonseca. Eran dos poderosas fuerzas de choque y destrucción que se disputaban el dominio de las pampas y los montes para destruir al enemigo.
En esta guerra a muerte, que no solo estaba declarada en los Llanos Orientales, sino en el país entero, Colombia se desangraba en una pavorosa ola de criminalidad. El nervio de tal conflagración eran los odios políticos entre liberales y conservadores. Odios atávicos que comenzaron desde el propio nacimiento de la República con la rivalidad entre Bolívar y Santander, continuaron con las guerras del siglo XIX y llegaron a las entrañas del siglo XX. Colombia siempre ha estado en guerra.
Dice Augusto Trujillo Muñoz en su reciente libro De la Escuela Republicana a la Escuela del Tolima: “Tanto a nivel nacional como en las distintas regiones del país el lenguaje de la oposición conservadora era vehemente y, a menudo, agresivo. También lo había sido el del liberalismo frente a la hegemonía conservadora durante los años veinte. Quizá eso ayudó a incubar el fenómeno de la violencia de la mitad del siglo”.
Esta última lucha fratricida, pintada por Franco Isaza con realismo y lenguaje vehemente, donde a veces campea el alma poética de la llanura en medio del fragor de las balas, dejó en la comarca llanera alrededor de doscientos mil muertos, y en Colombia, alrededor de trescientos mil. Los combates se extendían desde Villavicencio hasta Arauca y desde el río Meta hasta el Vichada, en una extensión de 200.000 kilómetros cuadrados de llanuras, montañas y selvas.
La crueldad chulavita llegaba hasta los límites de la demencia. No solo se mataba, sino que se mataba con sevicia. El siguiente relato, que sitúa Franco Isaza en Puerto López, pinta la maldad diabólica que se aposentaba en las almas sanguinarias: “Un día un sargento conduce a cinco ciudadanos a la cantina del popular turco Chalela. Los hace beber hasta la embriaguez, él también se anima con unas cuantas copas. Al final los hombres mareados quedan dormidos sobre el mostrador y las mesas, entonces el sargento desenfunda su revólver y los despacha uno por uno con un tiro en la cabeza, les aligera los bolsillos de dinero y se larga en un avión de guerra”.
Los llaneros buscaban despejar su territorio de esta gente advenediza y bárbara. Y estos, a su turno, incitados por la peor pasión partidista de que se tenga noticia en la historia colombiana, no podían comportarse como mansas palomas. El terrorismo se apoderó de las tierras y de las almas. En la capital del país, los dos partidos libraban, desde la cumbre de sus mandos desquiciados, inútiles tentativas por conseguir la paz de la nación. Lejos de lograrlo, ardían las rotativas de El Espectador y El Tiempo y las llamas llegaban hasta las residencias de Alfonso López Pumarejo y Carlos Lleras Restrepo.
Con la caída de la dictadura civil de Laureano Gómez y el inicio de la dictadura militar de Rojas Pinilla, se sintió un respiro en el Llano. Vino la invitación a que los guerrilleros abandonaran las armas, y a cambio se les ofreció la amnistía. Esto sonaba bien, por supuesto. La mayoría de los líderes rebeldes, creyendo en la buena fe del armisticio, se aprestó a firmar la paz, para regresar a sus hatos. En sentido contrario, Eduardo Franco Isaza, que pedía garantías para dar este paso, se opuso a la rendición incondicional.
A la postre, se quedó solo. Fue el único que no se entregó al general Rojas Pinilla, y se asiló en Venezuela. En ausencia, un juicio de guerra lo condenó a 24 años de cárcel. En Caracas escribió el libro a que se refiere esta nota. Allí, casado con una hija del jefe liberal Plinio Mendoza Neira, ejerció el periodismo durante varios años. Hoy, de 87 años de edad y residente en Bogotá, ya el país no lo recuerda. Dice él que luchó con coraje por la libertad del Llano y por la paz de los colombianos. Desde luego, hay que creerle. Se trata, sin duda, de un personaje legendario de aquellos episodios de sangre y violencia que concluyeron, en apariencia, hace medio siglo.
Eduardo Franco Isaza se queja en su libro del abandono en que los jerarcas del liberalismo dejaron a la guerrilla llanera, que ellos mismos habían empujado a la revolución. En el momento del naufragio del partido y de la angustia nacional que sufrió Colombia durante aquellas calendas, las figuras más importantes de la colectividad se ausentaron de la escena: Alfonso López Pumarejo se residenció en Londres; Eduardo Santos, en París; Alberto Lleras, en Estados Unidos; y otros se acomodaron en el exilio: Plinio Mendoza Neira, Alberto Jaramillo Sánchez, Julio Ortiz Márquez, Germán Zea Hernández… En esta crítica lo acompaña el autor del prólogo, Juan Lozano y Lozano, alta cifra del liberalismo.
El comandante general de las guerrillas del Llano, Guadalupe Salcedo, que creyó en la palabra oficial e hizo entrega solemne de las armas –con foto histórica que le dio la vuelta al mundo–, terminó traicionado. El 6 de junio de 1957, cuando se hallaba en la zona industrial de Bogotá, agentes de la policía lo cercaron y le ofrecieron respetarle la vida si se rendía. Con las manos en alto, murió acribillado por varios disparos. Hoy es una leyenda de la violencia de los Llanos Orientales.
Con la muerte de Guadalupe Salcedo hace medio siglo se cerraba un capítulo atroz de la vida colombiana, y comenzaba otra guerra, la que ha llegado a nuestros días: la del secuestro y el narcotráfico. La diferencia entre ambas es que la anterior no perpetraba secuestros y tenía otros ideales. Pero toda guerra es abominable. Así lo expresa Eduardo Franco Isaza en su libro: “La guerra siempre es desastre, muerte, destrucción, dolor. Ningún hombre normal quiere la guerra”.
El Espectador, Bogotá, 25 de enero de 2008.
Revista Susurros, Lyon (Francia), No. 18, mayo de 2008.