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Archivo para martes, 5 de octubre de 2010

Recuerdo de Moravia

martes, 5 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No voy a hablar, como pudiera pensarse, del novelista italiano Alberto Moravia, autor, entre otras obras, de Los indiferentes, La campesina y La romana. Tampoco de la región de Moravia en la República Checa. Hablaré del barrio Moravia en la ciudad de Medellín.

Dicho nombre lo lleva un sector pobre que en estos días se volvió noticia nacional debido al voraz incendio que destruyó humildes viviendas y dejó en la calle a más de 1.000 habitantes. Hace 17 años visité el suburbio, ubicado en una ladera abrupta del nororiente de Medellín, cuyo asentamiento se iniciaba sobre el terreno que había sido basurero de la ciudad.

Gloria Inés Palomino, directora de la Biblioteca Pública Piloto, me llevó a conocer Moravia. Deseaba mostrarme el prodigio surgido alrededor de la biblioteca que  había fundado allí y que hacía parte de la red que se extendía por diferentes sectores marginados, como organismos satélites de la Piloto. Una manera de rescatar de la vagancia a los jóvenes castigados por la pobreza y el abandono era crear en su propio territorio el motor cultural de una biblioteca pública.

Unas calles mal trazadas le daban a Moravia apariencia de barrio. Brotaban las primeras casas con fallas evidentes de construcción –muy explicables, desde luego–, que los propios vecinos levantaban de afán, ignorantes de toda norma de planeación. Aquellos pobladores presurosos, movidos por la necesidad del techo propio, iniciaron la invasión que dos décadas después está hoy constituida por más de 40.000 personas que se alojan en 8.300 viviendas, la mayoría de ellas auténticos tugurios.

Regresando a la época de mi visita, que coincidió con los días en que el novelista  Alberto Moravia moría en Roma (personaje que podría ser el padrino de este barrio deprimido), alcancé a vislumbrar el nacimiento caótico que tendría la comuna 4, de la que hacen parte los sectores de El Bosque, Moravia, El Morro, El Oasis Tropical y la Herradura.

Con Gloria Inés llegué a la biblioteca local al filo del medio día, cuando los alumnos, que asistían a la pequeña escuela en la mansión de los libros, finalizaban la jornada matinal y convertían sus pupitres en mesas para almorzar. La directora del grupo era una vecina del sector dotada de idoneidad para fomentar el hábito de la lectura y enseñar los primeros conocimientos escolares.

Los jóvenes del barrio aprendieron a querer los libros. Y como deseaban que su casa de cultura tuviera más volúmenes, una brigada de aquellos muchachos entusiastas se encargó los fines de semana de buscar chatarra en los basureros, que vendían a clientes seguros para comprar nuevos libros.

Los estudiantes disponían de un carné que les permitía llevar las obras a su casa. Entre ellos había un lector apasionado que a la vuelta de los días solicitó la expedición de otro documento para su padre, ante lo cual la directora se mostró extrañada, ya que un carné era suficiente para los dos. Pero el alumno le explicó que su padre, que también se había vuelto lector, utilizaba sus libros y no le permitía una lectura tranquila. Por lo tanto, sorprendió a su progenitor, el día de su cumpleaños, con el regalo de un carné expedido a su nombre.

Moravia ya no es aquel barrio sosegado que conocí hace 17 años: se volvió un problema social. La invasión de nuevos moradores llegados en tropel y acosados por la angustia de sobrevivir rompió los límites razonables y creó un caos en la montaña de basura. Se levantaron ranchos de tablas, plásticos y cartón. Las casas de cemento son muy contadas y las condiciones de vida, desastrosas. Como consecuencia del crecimiento desordenado, la zona se llenó de cantinas, droga y prostitución.

A una veladora se atribuye el incendio colectivo que acaba de pasar, el quinto ocurrido en los últimos cinco años. La fragilidad de las viviendas y la existencia de materias comburentes del antiguo basurero seguirán perturbando la vida de estas familias hermanadas en la desgracia. La Alcaldía de Medellín trabaja desde el año pasado en un plan cuyo costo es de 53 mil millones de pesos, con el que se busca trasladar parte de la población a viviendas de interés social. Ojalá le alcance el tiempo al alcalde Fajardo para dejar en marcha su programa.

Moravia, por afinidad, es cualquiera de las zonas de invasión de los centros urbanos del país. El éxodo del campo a la ciudad representa una de las principales causas para la creación de los cinturones de miseria que algún día explotan, como sucedió en Medellín, y muestran la cara amarga de la pobreza y la desigualdad social.

Quiero pensar que el viejo basurero de Moravia, que por ironía lleva nombre de escritor, conserva en pie aquella biblioteca ejemplar que formó lectores y sembró ideas para combatir la desesperanza.

El Espectador, Bogotá, 30 de marzo de 2007.

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Los tres caballeros

martes, 5 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Colombia debe sentirse orgullosa de contar con escritores de la calidad de Lucas Caballero Calderón, Eduardo Caballero Calderón y Enrique Caballero Escovar, protagonistas los tres, en los últimos días, de sonados acontecimientos que hicieron acrecentar más aún el prestigio de sus nombres.

Estos tres caballeros se han mantenido en el primer plano de la cultura del país por espacio de largos años. Son carreras paralelas, cada una encajada en su estilo particular, que tiene como común denominador la lucidez de pensamiento y el vigor de ideas que se esgrimen con vehemencia y convicción.

Era común en los tiempos pretéritos que los caballeros se presentaran con arreos distintivos de su condición de hidalgos, título que en la antigüedad era sinónimo de persona distinguida, y que debían demostrar especiales atributos de nobleza, generosidad, gallardía y temple. Don Quijote, caminante de largas travesías y héroe de aventuras y lances grandiosos, con la lanza y el escudo, como armadura visible, y con la pluma manejada con denuedo en sus insomnios por entre posadas y vericuetos, como estigma espiritual, exterminó a sus enemigos y conquistó el mundo.

Los tiempos actuales no son propicios para esos seres idealistas que otrora recorrían los polvorientos caminos y los dorados salones defendiendo postulados de moral y entereza y dispuestos a sacrificarse por sus convicciones. Hoy la humanidad prefiere vivir sin caballeros, porque quiere olvidarse de los principios éticos que trata de pisotear.

Pero siempre que los tiempos se distorsionan y que las costumbres se deterioran, se echan de menos la lanza y el escudo de don Quijote, listos para el ataque, y su pluma vigilante y altiva que nunca dejó enmohecer bajo el rigor de tortuosos senderos.

Los tres caballeros ostentan eximias virtudes de auténticos paladines de la democracia y la intelectualidad del país. Son las suyas plumas aceradas en el diario ejercicio de pulir ideas, censurar vicios, repeler ataques, reprobar arbitrariedades, delinear patrones morales. Cada cual en su estilo, estos precursores de la palabra se destacan como líderes de la libertad.

Los tres, periodistas de la mejor estirpe, no se han dado tregua en el empeño de señalar yerros y desbarajustes del país, y a la vez que denuncian las maniobras que ocurren en los altos estamentos del Estado, descienden a los menudos engranajes de la administración para enjuiciar rudas maquinaciones que frenan la eficiencia de un país tropical como el nuestro. Esas actitudes son las que permiten la supervivencia de los pueblos libres y que dan al traste con las dictaduras, como sucedió en el pasado inmediato con otro insigne caballero, el gran Lenc.

Cuando en recientes episodios los tres caballeros protestaron por actitudes que no compartían y prefirieron retirarse del periódico en el que durante largos años venían librando sus campañas, antes que permitir que sus ideas no tuvieran absoluta libertad de expresión, estaban afirmando que no en vano llevaban el talante de los caballeros de antaño que escogían el propio sacrificio a la entrega de sus arreos.

La fortaleza, la intrepidez, el coraje, el honor, eran emblemas que en aquellos tiempos de aventuras y caballerías se defendían a como diera lugar. Con la metamorfosis de los días, tales principios han venido en decadencia y cada vez resultan más escasos estos personajes que no se conforman con la mediocridad.

Por eso es motivo de orgullo nacional la demostración que los tres escritores hicieron de su integridad. Estimula hallar todavía caballeros no dispuestos a entregar sus armaduras y listos a defender los principios con la bizarría de sus plumas.

El Espectador, Bogotá, 27 de mayo de 1977 y 26 de marzo de 2007.

* * *

Comentario:

Siempre, en todo tiempo y lugar, se han necesitado, se necesitan y se necesitarán espíritus libertarios que luchen por las ideas, que hagan respetar los principios y que no traguen entero. Y más en un país de pusilánimes y arrodillados como Colombia. Andando el tiempo, la historia reivindicará a los rebeldes y denostará a los conformistas o a los que se limitan a bajar la cabeza, cuidando, muchas veces, sus propios intereses. Hernando García Mejía, Medellín.

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Laureano Gómez, monstruo de la moral

martes, 5 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace cuatro décadas, el 13 de julio de 1965, falleció en Bogotá, a los 76 años de edad, Laureano Gómez, el líder conservador más destacado del siglo XX. Sobre él escribió Hugo Velasco Arizabaleta en 1950 –una de las épocas más agitadas de la política colombiana– el libro Biografía de una tempestad, título que refleja el temperamento del caudillo. A raíz de su tempestuosa vida pública y sus encendidas arengas parlamentarias, que alternaba con fulgurantes escritos periodísticos, fueron varios los apelativos que le endilgaron a Laureano Gómez: monstruo, máquina infernal, relámpago, basilisco, águila, tempestad…

Estremecedor en la tribuna, su voz vibraba en el país con ímpetu arrollador, y tanto los gobiernos liberales como los conservadores, que lo temían y lo respetaban, y asimismo lo odiaban o lo amaban, sabían que era el implacable catón que denunciaba la deshonestidad pública y condenaba con furor a los transgresores, en cualquier sitio donde se hallaran.

Recuérdese la censura proferida contra el presidente Marco Fidel Suárez, su copartidario, por haber vendido a un banco extranjero sus sueldos y gastos de representación, para atender los costos de traslado del cadáver de su hijo, fallecido en un accidente en Estados Unidos. Esta venta fue calificada por Gómez como una indignidad, y fue uno de los motivos que llevaron al Presidente a renunciar al poder, dominado por profundo abatimiento. A la muerte de Suárez, su crítico severo, cicatrizado ya aquel episodio, escribió bellísima página donde exalta las grandes cualidades del patriarca.

La mejor expresión que se ha expresado sobre Gómez la dio Guillermo Valencia: “Formidable este Laureano Gómez. Como una racha huracanada, firme, impasible y sonoro como un yunque propio para forjar los más finos montantes, las mejores corazas, las más audaces quillas. El hombre tempestad, a quien sólo se puede amar u odiar. Que deslumbra y hiere como el rayo y con el trueno de su voz hincha y colma las sordas oquedades del abismo y del pecado”.

Nunca conoció la claudicación y vivió siempre convencido de sus principios, aun en medio de los peores riesgos y de las graves equivocaciones en que a veces incurrió. Es común equivocarse en la política y en el trato con los hombres. Lo que él no admitía era que se pudiera resbalar en la moral.

En épocas adversas, cuando el poder se alejaba de sus manos y los amigos lo abandonaban, que no fueron pocas, más se robustecía su voluntad y crecía su fibra espartana. Jamás transigió en materia doctrinaria, porque el pensamiento estaba por encima de mezquinas circunstancias. Prefirió la cárcel, el oprobio y la pobreza, e incluso el destierro cuando lo derrocó la dictadura militar, al desdoro de la dignidad.

Formado con los jesuitas, de ellos aprendió la solvencia intelectual. Frente al clero y la religión mantuvo distancia en algunos momentos cruciales, pero acataba la divinidad y solía repetir que “el hombre es una brizna en la mano de Dios”. Lector impenitente de los clásicos, incursionó en los rigurosos caminos de la dialéctica, de donde extrajo la erudición y el bello estilo que forjaron al maestro de la elocuencia y del lenguaje castizo.

En la Revista Colombiana y los periódicos El Siglo y La Unidad, fundados por él, explayó la mente y escribió páginas memorables. Allí hizo célebres varios seudónimos: Jacinto Ventura, Cornelio Nepote, Eleuterio de Castro, Juan de Timoneda, Gonzalo González de la Gonzalera. Ocupó las más altas dignidades de la República y de su partido y en todas desplegó posiciones radicales, que a unos fascinaban y a otros exasperaban. Los campos más acordes con su carácter demoledor eran el parlamento y el periodismo, desde donde vigilaba al país con ojo de águila. Era hombre diverso y desconcertante.

Hoy, tanto tiempo después de aquellas épocas turbulentas, todavía quedan rezagos de la pasión sectaria que no ha dejado purificar la conciencia nacional de viejos resquemores. Los adversarios no podían ver al caudillo avasallante, al periodista fiscalizador, al tribuno grandilocuente, al estadista intelectual y probo. Ni admitir que era el orador más brillante que ha tenido el parlamento colombiano, dotado de vasta formación humanística y admirado en los países latinoamericanos.

En aquellas calendas, Colombia vivía una terrible época de rivalidad política, con muertos diarios a lo largo y ancho de la nación, que hoy ensombrecen las páginas de aquel pasado fratricida. De esa ferocidad no se libró ninguna de las dos colectividades. Quienes sin mucho análisis de la historia sólo han visto en el líder conservador un terror de la lucha partidista, y acaso interpretan el mote de El Monstruo como equivalente a hombre cruel, deberían considerar que la denominación va más allá, bajo esta acepción del diccionario: “persona de extraordinarias cualidades para desempeñar una actividad determinada”.

Tanta era la garra de Laureano Gómez para la lucha y tanta su jerarquía nacional, que en momentos aciagos para la democracia, cuando el país se derrumbaba en 1957 entre los peores actos de la dictadura, pactó con Alberto Lleras Camargo los acuerdos que terminaron con el régimen militar y crearon el Frente Nacional.

Monstruo de la moral: quizá sea la nota precisa que puede dársele a Laureano Gómez. Todos sus actos estaban subordinados a la cátedra de la pulcritud y la honradez en la vida pública, norma que no se cansó de sostener con denuedo. Su lucha fue infatigable e inclemente, porque la moral no podía tener esguinces. No puede tenerlos, a pesar de la disolución social de la época actual.

Cuánta falta le hace hoy Laureano Gómez al país. Si él viviera, la corrupción chocaría contra una roca. Colombia sería otra.

El Nuevo Siglo, Bogotá, 31 de julio de 2005.

* * *

Comentarios:

Soy tu lector impenitente. Divulgaré entre mis alumnos, desde mi orilla liberal, el conocimiento del “monstruo”. Utilizaré para ello tu columna, si así me lo autorizas. Olympo Morales Benítez, Bogotá.

Siquiera me hiciste caer en la cuenta de que Laureano Gómez ya hace 40 años que murió. Creo que ya podemos irle perdiendo el miedo. En cuanto a los seudónimos del caudillo conservador, creo que te faltó Fray Jerónimo, con el que se autoentrevistaba en El Siglo. José Jaramillo Mejía, Manizales.

Leí sus escritos sobre Laureano Gómez y Marco Fidel Suárez. Magnífica labor desarrolla usted, al igual que muchos otros, no muchos, compatriotas, tratando de rescatar la verdadera historia de Colombia. Ojalá todos los colombianos pudiéramos, más temprano que tarde, llegar a conocerla. Alberto Segura Rojas, Lima (Perú).

Nunca miré con simpatía a Laureano Gómez, porque me parecía un sectario y por lo que le hizo a Marco Fidel Suárez. Pero leyendo tu artículo sobre él pude apreciar una serie de facetas desconocidas para mí y mi concepto varió mientras te leía. ¡Trascendencia de la palabra, que puede edificar o destruir, arrancar o sembrar! Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

La loca de la casa

martes, 5 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Plinio Apuleyo Mendoza escribió hace poco, en Lecturas Dominicales de El Tiempo, excelente ensayo sobre La loca de la casa, el último libro de la periodista y narradora española Rosa Montero. Cuando me enteré de la llegada de la obra a Colombia, pregunté por ella en mi librería amiga y allí me dijeron que era tanta la demanda que sólo les quedaba un ejemplar. Quienes sentimos la pasión de la escritura (el libro está dirigido sobre todo a los escritores), no podemos menos de leerlo de un tirón, y uno desearía que las 276 páginas fascinantes no hubieran concluido.

A propósito del título del libro, recordé que hace setenta años el canónigo Peñuela, tío de la poetisa Laura Victoria, se refería a ella como “la loca de la familia”. Lo hacía con sentido de censura, por no admitir que en su abolengo ilustre existiera una oveja descarriada, y pecaminosa para aquellos días, en medio de la sociedad pudorosa y puritana de entonces. Sociedad reprimida para la mujer, que vino a liberar Laura Victoria con su estremecida voz sensual e iconoclasta. Supongo que el canónigo ignoraba que Santa Teresa de Jesús había calificado la imaginación como “la loca de la casa”.

Libro exquisito y misterioso que no puede encasillarse ni como novela, ni como ensayo, ni como autobiografía, y que reúne los tres géneros a la vez. Sólo al final viene uno a enterarse de que los episodios que presenta la autora como suyos, y que pueden corresponder o no a aspectos de su vida, son reflejo de su propia alma. En eso consiste el arte de la imaginación: en hacer figurar como reales los sucesos que se narran. He ahí el oficios de “la loca de la casa”. La escritora trae a cuento, ya como hechos ciertos, una serie de historias sobre personas y libros que, entrelazadas con la ficción y el ensayo, estructuran un conjunto en verdad apasionante.

Rosa Montero nació en Madrid en 1951 y es una de las periodistas y novelistas más prestigiosas de su país. Ha publicado diecisiete libros: ocho novelas, un libro de cuentos, siete relacionados con el periodismo, y el que se comenta en esta nota. Ha recibido dos distinciones españolas: en 1980, el Premio Nacional de Periodismo en el campo del reportaje y el artículo literario, y en 1997, el Premio Primavera por su novela La hija del caníbal.

Manifiesta que gasta entre tres y cuatro años en la redacción de una novela. Como autora exigente sabe que narrar no consiste sólo en unir palabras y forjar situaciones, sino en darles peso y vivacidad a las historias, poniendo en ellas la propia alma. Esta disciplina me hace recordar a Flaubert, que podía gastar una semana entera en la fabricación de una sola página bien sazonada. El género que a Rosa Montero le agrada más, y de hecho ha trabajado con mayor fiebre y rigor, es el de la narrativa, por ser el campo más propicio para explayar los sueños, fantasías, angustias y esperanzas del ser humano.

Dice ella que mientras el periodismo exige claridad, la ambigüedad de la novela se presta para recrear los mundos complejos de la condición humana. En este terreno priman la imprecisión y la desmesura como factores inseparables de la vida. Según sus palabras, es género “sucio, híbrido, alborotado”, como el mismo hombre. La novela, cuyo primer objetivo es recoger y construir vivencias propias y ajenas, sirve para poner la casa en orden, después de desalojar de la mente, dentro del proyecto en turno, los fantasmas y pesadillas que no dejan en paz al escritor.

Escribir es una manera de conquistar la paz del espíritu, así los espíritus que invaden las celdas cerebrales no terminen nunca su ronda implacable. Esos fantasmas son los viajeros más pertinaces de la mente y a veces llevan a la locura, como a Rimbaud, Verlaine, Tolstoi o Salgari, depresivos famosos que sacrificaron un mundo por desentrañar sus miedos y expresar sus verdades. “Cuando recobro la razón, me vuelo loco”, exclamó Julio Ramón Ribeyro. La imaginación linda con la locura, pero por locura hay que entender el gesto soberano de salirse del montón, romper la esclavitud y decir cosas insólitas y trascendentales.

Escribir cuentos y novelas es un modo de vivir y respirar, y quienes transitamos por esa senda sabemos –con Rosa Montero– que “la narrativa es al mismo tiempo una mascarada y un camino de liberación”. Ella, perfeccionista impenitente, no cree en la existencia de las musas y sabe que la obra sólo se consolida como resultado del esfuerzo. Hay que sudarla y sufrirla. Para que el escritor se mantenga vivo, debe llevar un niño despierto en su imaginación.

“Conviene no crecer demasiado”, afirma, porque el éxito fácil puede acabar con la carrera. Eso sucedió con Truman Capote, quien después de haberse hecho famoso con la novela A sangre fría se dejó atrapar por la fama y no fue capaz de volver a producir nada importante. Una cosa es la gloria (premio al mérito) y otra la fama (truco de la publicidad). Capote se volvió alcohólico y drogadicto, y murió deteriorado y desesperado a los 59 años de edad.

Además, hay que mantener la independencia y no hipotecar el alma. Goethe, con la publicación de Las desventuras del joven Werther a los 25 años, obtuvo la celebridad. Al año siguiente fue invitado por los archiduques de Weimar para su residencia en la corte como intelectual a su servicio. Allí estuvo hasta los 83 años, dentro de un ambiente de pleitesía y servilismo que debilitó su imaginación y lo desdibujó ante la historia.

La novelista española encuentra que escribir novelas es el acto más parecido a enamorarse, debido a la deliciosa imaginación que causa el desarrollo de los sucesos. Y revela otras verdades irrefutables, como aquella de que ningún escritor ignora cuándo se vende; o la de que ni el éxito ni el fracaso, lo mismo que el elogio artificial o la antipatía de los críticos, pueden determinar la calidad de la obra; o la de que “el buen artista sólo sabe escribir bien, de la misma manera que el malo sólo es capaz de escribir mal”.

Este maravilloso libro de Rosa Montero se convierte en manual para el escritor. Es lectura alucinante que cumple con el doble oficio de deleitar y enseñar. Escrito, además, con lenguaje vigoroso y ameno, donde campean al mismo tiempo la agilidad del periodismo, la certeza del ensayo y la donosura del estilo. Una demostración, en fin, del imperio de la palabra como arte supremo de la imaginación. “Es la palabra lo que nos hace humanos”, proclama la escritora.

El Espectador, Bogotá, 6 de noviembre de 2003.
Revista Susurros, No. 7, Lyon (Francia), agosto de 2005.
Revista Aristos Internacional, n.° 21, España, julio de 2019.

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