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Archivo para julio, 2010

Laura Victoria, dos años después

jueves, 22 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una importante revista me llamó en estos días, como biógrafo de Laura Victoria, para preguntarme algunos datos sobre ella. Y me informó que pensaba destacarla en próxima edición como pionera de la poesía erótica en el país. Este hecho coincide con los dos años de su muerte en Ciudad de Méjico, ocurrida el 15 de mayo de 2004, cuando le faltaban seis meses para cumplir el centenario de vida.

Me llamó la atención que dicha revista se ocupara de registrar el mérito de Laura Victoria, cuando su nombre ha sido olvidado por los nuevos tiempos, sin duda como consecuencia de su larga ausencia del país (65 años), a partir de 1939, cuando se radicó en Méjico por asuntos familiares. Allí se quedó por el resto de su vida.

En las décadas del veinte y el treinta fue nuestra poetisa más importante. Conquistó clamorosos éxitos en los escenarios internacionales y su obra mereció los mejores elogios de reconocidos personajes de las letras. En 1960 fue publicado en España, por la editorial Montaner y Simón, de Barcelona, quizá su libro más importante: Cuando florece el llanto, prologado por José María Valverde, una de las figuras más valiosas de la literatura española. En este libro se acentúa el dolor sentido por la lejanía de la patria y se estremece la vena amorosa, que hace de los poemas de la colombiana verdaderas joyas del lirismo sentimental.

“Ciertamente –dice Valverde–, aparece aquí el perenne tema inmediato de la mujer: el grito por la ausencia del amado. Pero, por ser de mujer, esta voz lleva detrás una conexión inmediata, poderosa, con la Naturaleza, que le confiere su legitimidad (…) Gabriela Mistral ha hecho inolvidables ‘Cantos a América’; su amiga Laura Victoria da voz a este sentir en una intimidad más íntima: canta a Colombia desde su ausencia de Méjico, que le da esa ‘distancia creadora’, posibilitadora de la palabra poética, según dijo Antonio Machado”.

Cuando Laura Victoria murió hace dos años, fueron pocos los que la recordaron. Algunas noticias aisladas registraron el hecho. El Tiempo, que antaño fue su casa editora, donde publicó sus maravillosos poemas iniciales que la llevaron a la celebridad (recogidos en sus dos primeras obras, Llamas azules y Cráter sellado), ha debido brindarle una página especial con motivo del deceso. Apenas apareció en el diario una breve, aunque enaltecedora nota, de autoría personal de Enrique Santos Molano.

Por eso me sorprende, con gran regocijo, que dicha revista me haya llamado para anunciarme el homenaje que piensa rendir a la pionera de la poesía erótica. Esta  manifestación se suma a otras que he recibido en torno a mi libro Laura Victoria, sensual y mística, publicado poco tiempo antes de su muerte, y que se convirtió en puente de solidaridad hacia la ilustre escritora olvidada.

Una de esas expresiones, emotiva y definidora, que deseo transcribir como justo tributo al nombre de Lara Victoria en el segundo aniversario de su muerte, está contenida en reciente carta que me remite Gloria Inés Palomino Londoño, directora de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín. Dice así:

“Pocos biógrafos restituyen con tanta vida, tanta sensibilidad, a una mujer difícil de reducir a un texto. De estar tan presente en su memoria, en la investigación extensa de su contexto histórico, social, geográfico –en el norte de Boyacá, Bucaramanga, Méjico–, de su familia, sus afectos, del tránsito intelectual de su pensamiento, nos llega como un ser humano valiente, sincero, confiable, frágil. La admiramos, la queremos y para siempre. Gracias a su libro la tendremos cerca como la amiga que añoramos no haber conocido.

“Laura Victoria y Jorge Eliécer Gaitán, ‘erudito en arte y literatura’: un encuentro conmovedor porque percibimos aspectos distintos a los que creemos conocer. Aparece Fidel Castro y la ayuda encubierta de la poetisa, además periodista, para que los cubanos no sean expulsados del barco que salía de Méjico para la isla. Barba-Jacob también está protegido por ella en sus momentos de enfermedad y necesidades. Hacer el bien, sin publicidad: la verdadera generosidad. Tuvo una vida de muchas riquezas, de altibajos, y sabiamente una adaptación al paso del tiempo y el logro de una búsqueda interior. Tal vez la paz”.

El Espectador, Bogotá, 15 de mayo de 2006.

 * * *

 Comentarios:

En cuanto a tu comentario sobre el olvido de El Tiempo con Laura Victoria, no es de extrañar que eso suceda en un periódico que se comercializó al extremo. Lo de los domingos en manos de Roberto Posada es voluminoso y trae mucho que leer, pero nunca de la calidad de las épocas de Eduardo Mendoza Varela y otros de su estirpe. Para mí, por ejemplo, cambiar el suplemento literario por ese petardo de New York Times es una lobería. “Costumbres tan distintas y edades diferentes”, como dijo Luis Carlos González. José Jaramillo Mejía, Manizales.

Nos pareció excelente la columna sobre Laura Victoria, la cual retransmitimos para su divulgación con los parientes de Estados Unidos. Pensamos que su quijotesca pero grata y noble labor se sigue viendo recompensada. Liderar un motivo, ideal u obra como la liderada durante tantos años, tiene satisfacciones íntimas que orgullosamente sentimos y compartimos. Jorge Alberto Páez Escobar, Rebeca, familia.

 

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Los restos de Camilo

jueves, 22 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El 15 de febrero de 1966, en Patiocemento, sitio rural de El Carmen de Chucurí, moría el sacerdote Camilo Torres Restrepo en combate con tropas de la Quinta Brigada de Bucaramanga, dirigida por el entonces coronel Álvaro Valencia Tovar. Cuarenta años después, cuando el país volvió a recordar aquel suceso trágico, surgió de nuevo la inquietud por saber dónde están sepultados los restos de Camilo.

Esa pregunta ha sido formulada muchas veces a través de los años, y la falta de precisión sobre tal hecho ha dado lugar a la incertidumbre. En columna de El Espectador del 7 de febrero, anotaba yo lo siguiente: “Fue enterrado en el monte y en sitio secreto que nadie ha revelado. Sospechaban que la llegada de los restos a Bogotá provocaría alborotos públicos, y por eso escondieron el cadáver. ¿Por qué no han exhumado sus huesos para darles cristiana sepultura?”.

Días después, el 26 de febrero, Ramiro Bejarano escribía lo siguiente en el mismo periódico: “¿Dónde está enterrado Camilo Torres? Se sabe que el general Valencia Tovar guarda el secreto sobre la tumba del cura guerrillero, desde hace 40 años, cuando comandaba las tropas en Bucaramanga. ¿No tenemos derecho los colombianos a saberlo, o será privilegio de un oficial retirado? ¿Hasta cuándo será considerado peligroso el inmortal Camilo?”.

Un año atrás, el 20 de febrero de 2005, el también columnista de El Espectador Alfredo Molano manifestaba: “Su cuerpo fue enterrado en secreto por un acuerdo entre Fernando Torres, médico que vivía en E.U., y el, en ese entonces, coronel Valencia Tovar, comandante de la V Brigada con sede en Bucaramanga. Hoy, cuarenta años después del sacrificio de Camilo y habiendo entrado el Eln en acercamiento con el Gobierno, parecería oportuno y justo que Valencia Tovar optara por revelar el lugar donde fue enterrado el cura”.

En respuesta a mi artículo arriba citado, el general Valencia Tovar me hizo llegar una comunicación en la que me comenta que en su libro El final de Camilo suministra todos los pormenores sobre esos acontecimientos. Por lo tanto, era preciso que yo consiguiera el libro para conocer la verdad. La obra fue tres veces editada por Tercer Mundo en 1976 (diez años después del fallecimiento y treinta años antes de la fecha actual) y hoy no se encuentra en librerías. La localicé en la Biblioteca Luis Ángel Arango y la  leí con mucha atención e interés.

El final de Camilo, libro bien documentado, describe los hechos con precisión y altura, aclarando algunos equívocos que se presentaron en torno a la actuación de Valencia Tovar frente a la muerte de Camilo. La primera imputación que cayó sobre el militar, dada su pericia en el combate contraguerrillero (demostrada en las operaciones del Vichada), fue la de que el Ejército lo había escogido para la Brigada de Santander con el fin preciso de eliminar a Camilo. El alto oficial, hoy destacado historiador y periodista, desvirtúa de manera fehaciente, apoyado en documentos y en hechos incontrovertibles, la sinrazón de aquellos ataques, lanzados contra él desde la prensa sensacionalista y algunos sectores apasionados para hacerlo aparecer como el asesino de Camilo.

Camilo y Valencia Tovar eran amigos personales y hablaban con frecuencia sobre los problemas sociales del país. El coronel nunca llegó a suponer que Camilo, por quien sentía sincero aprecio, terminara vinculado a la subversión y levantado en armas contra el orden legal. “Me dolió la muerte de un amigo y de un hombre generoso que quiso luchar por la redención de su pueblo”, confiesa el militar.

La primera noticia que tuvo sobre la incorporación de Camilo a la guerrilla de Santander ocurrió a raíz de la emboscada del Eln contra el Ejército, cuando las balas oficiales abatieron al sacerdote. En la refriega cayeron muertos cinco subversivos y cuatro soldados. Y vinieron las especulaciones, que en ocasiones tomaban vuelo como hechos ciertos: que el coronel había tendido la celada contra el cura guerrillero; que éste había sido asesinado por las tropas; que su cadáver había sido profanado; que el comandante de la Brigada se había negado a entregar el cadáver a la familia.

El Gobierno dispuso como medida prudente la de sepultar su cuerpo en el área de combate a fin de evitar alteraciones del orden público. Más tarde recibió sepultura en un sitio de clara y permanente identificación, y un oficial del Ejército se encargó de levantar el croquis riguroso que permitiera la exhumación en el momento que se creyera conveniente, para devolver los despojos a la familia. Sobre tales actuaciones y propósitos el médico Fernando Torres Restrepo, residente en Estados Unidos y hermano mayor del sacerdote, poseía completa información y apoyaba los planes a través de cartas cruzadas con Valencia Tovar y de otros contactos con el Gobierno.

En noble misiva enviada desde Minneápolis, Fernando le decía al coronel Valencia: “(…) el deber de sus verdaderos amigos es impedir que su imagen y la imagen de su muerte y su cadáver sean objeto de demostraciones vulgares y estentóreas (…) Es una baja más en una lucha eterna, pero es una baja por la cual no se puede inculpar a ninguna persona ni a ninguna institución”. Estas palabras coinciden con las siguientes, expresadas por Valencia Tovar en su libro: “Camilo personificó las ansias, la esperanza, la rebeldía, la inconformidad de los desposeídos (…) Tomó voluntariamente un rumbo de violencia, y si en ella pereció lo hizo a conciencia de lo que ello implicaba”.

En 1969, previos los trámites de rigor y contando con la presencia de un experto médico anatomista extraño a la Brigada, Valencia Tovar dispuso la exhumación del cadáver y su traslado a una urna funeraria, que fue llevada a un cementerio católico donde se celebraron los oficios religiosos.

En junio de 1971, ya como director de la Escuela Superior de Cadetes (época en que fue objeto de grave atentado del Eln en una calle bogotana, como represalia por el presunto asesinato de Camilo, atentado del que logró sobrevivir), el oficial obtuvo autorización del Presidente de la República y del Comandante General del Ejército para hablar con Fernando Torres y devolver los restos a la familia (“dentro del mismo espíritu de discreción y reserva que había gobernando el manejo de este caso”, anota en su libro).

El viaje de Fernando a Colombia, anunciado por él para realizar el acto fúnebre, no pudo ejecutarse en aquellos días. Más tarde éste se encontró con Valencia Tovar en el aeropuerto de Washington y allí tuvieron amplio y cordial diálogo. Y meses después, ambos se reunieron en Bogotá en compañía de sus esposas. Valencia Tovar, refiriéndose a mi reciente columna de prensa, me precisa sobre este aspecto: “En cuanto al sitio donde finalmente hallaron reposo los restos del sacerdote guerrillero, la única persona que puede revelarlo es su hermano Fernando, a quien le di la correspondiente información”.

Fernando Torres, que según entiendo continúa residiendo en Estados Unidos, tiene hoy 81 años de edad (nació en París en 1925). Como puede inferirse, ha preferido guardar, por motivos que se ignoran y al mismo tiempo hay que respetar, el secreto sobre el sitio católico donde reposan los restos de su hermano. De todas maneras, el cadáver de Camilo  no quedó abandonado en la selva, como muchos colombianos suponíamos.

El final de Camilo, libro revelador de estos sucesos históricos, escrito hace 30 años, merece reeditarse para que la época actual conozca esta historia dolorosa y digna, que le da mayor dimensión al mito de Camilo. Dicho libro representa un testimonio equilibrado, categórico, creíble y sincero, y por otra parte está movido por hondo sentimiento patriótico y humano, al igual que la novela Uisheda (1978), fruto de las experiencias del militar en las operaciones del Llano.

En cuanto a la muerte violenta de su amigo, dice el historiador Valencia Tovar: “Acompaño a Juan Gomis en sus palabras: ‘Quede Camilo Torres en el juicio amoroso y comprensivo de Dios: ¿dónde mejor? Dios sí sabe leer en una vida, dentro de un hombre».

El Espectador, Bogotá, 8 de mayo de 2006.
Revista Susurros, Lyon (Francia), No. 11, junio de 2006.

* * *

Comentarios:

Su juicio sobre mi obra está entre los mejores que yo haya conocido. Supo usted captar admirablemente lo esencial resumible en mi actuación al mando de la Quinta Brigada y despejar las intenciones equívocas y absurdas que se dieron y que usted clarifica con serenidad encomiable. Incorporaré su excelente artículo al ya voluminoso archivo que conservo sobre el tema de Camilo y su amargo final que yo quise dignificar. Álvaro Valencia Tovar, Bogotá.

En mi opinión no hay mejor muestra de amor que aquella de una persona que da todo, hasta la vida misma, por aquellos ideales de liberación y deseos de un mundo mejor. Nosotros los jóvenes, al conocer la historia, emprenderemos verdaderas luchas desde la academia, que de seguro terminarán creando conciencia para por fin construir la sociedad que nos merecemos. Alberto Castro.

Le agradezco al escritor de este artículo por la noticia de confirmar que el sacerdote católico Camilo Torres Restrepo fue sepultado en un cementerio católico y no en la intemperie. Martín González.

Pueda ser que los colombianos podamos hacer algún día a este personaje un monumento recordatorio donde reposen sus restos. Y a él no se le puede juzgar con los criterios de 2006. Fue una persona que amaba a la gente más desvalida de este país. Aunque yo no comparta el camino final que escogió, hay que tener en cuenta la fuerte presión que sobre él ejercían las fuerzas del gobierno. Jorge Restrepo A.

Yo no entiendo la admiración que se le da a una persona que cometió tantos crímenes y menos aún entiendo cómo una persona que supuestamente se dedicó a Dios haga todo lo contrario de lo que Cristo predicaba. Jorge I. Gómez.

La diferencia entre estar sepultado religiosamente o no es que hay que tener platica, y si el difunto atentó contra el orden establecido, hay que sepultarlo con una cruz NN. Asu Sasi.

Camilo le pertenece al pueblo colombiano y este pueblo debe reclamar su cuerpo para glorificar su inmaculada memoria. Si el pueblo no es capaz de arrebatar el cadáver de su más grande héroe a la oligarquía, es el síntoma más grave de su postración ante el opresor que lo domina. Viva Camilo.

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Homenaje póstumo a Riosucio

jueves, 22 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Don Rafael Vinasco Trejos solía comentarme, con vivo entusiasmo y discreta vanidad, el plan que desde años atrás adelantaba sobre una historia de Riosucio (Caldas), su pueblo nativo. De su coterráneo y maestro Otto Morales Benítez, de quien durante largos años fue cercano colaborador, había aprendido que la microhistoria es el nervio de la historia. Esto lo movía a reconstruir hechos menudos que dibujaban el alma del terruño.

Dados nuestros nexos de amistad, quiso don Rafael que yo conociera varios de esos capítulos, recogidos al paso de los días con el poder de su memoria prodigiosa, los que me remitía en entregas calculadas para que fuera aspirando el aire pueblerino de su comarca, y de paso le expresara mi opinión sobre su escritura meticulosa.

Dichos escritos me enteraban sobre diversos sucesos locales (como la llegada del primer automóvil al pueblo, o el cenadero de doña Temilda, o el sortilegio de la pólvora, o la semblanza de algunos personajes típicos), con esta particularidad: la de ser evocados no en los sistemas de la enredada tecnología actual, por los que sentía terror invencible, sino en su elemental maquinilla de largas travesías, que pulsaba con desenvoltura y placer.

Yo, por supuesto, lo animaba para que editara cuanto antes la obra tantas veces anunciada, de valor manifiesto, y él me decía que aún le faltaba algo por decir. La razón que aducía –y de ahí nunca salió– era la de que en ese momento escribía el último capítulo y que pronto, en cuestión de días (que podían volverse años), concluiría su tarea. En nuestro próximo encuentro, tres o cuatro meses después, volvía a repetirme lo mismo.

De pronto me acordé de que no había vuelto a saber nada de don Rafael ni de su  programa interminable. (A veces las personas y sus ideales se nos esfuman sin darnos cuenta). Y me comuniqué con el teléfono de su casa, ansioso por conocer sus últimos progresos. Al otro lado de la línea, una voz femenina se mostró confusa con mi llamada, y yo alcancé a distinguir su sorpresa.

“¿Pregunta usted por Rafael?”, oí que exclamaba Sylvia, su esposa. Sollozó, y me contó que su marido cumplía, ese día exacto, dos años de muerto. ¡Por Dios! ¿Cómo era posible que nadie me hubiera contado su deceso? En medio de semejante aprieto, no pude evitar el preguntarle por las páginas escritas con tanto fervor y entusiasmo (después sabría que se trataba de cuatro libros sobre Riosucio), y recibí de ella esta respuesta tan común en el mundo de los escritores: la obra se encontraba inédita, y las gestiones para conseguir editor no resultaban favorables.

El autor se había ido del mundo sin haberle entregado a su patria chica el trabajo que consintió, pulió y repulió (con exceso de perfeccionismo) durante largos años. Cada línea que trazó reconstruyendo la historia regional, la gozó al máximo, al ponerlo en sintonía con el alma de su pueblo. Ese era su tesoro espiritual, y para él la edición tenía importancia secundaria.

Hace poco llegó a mis manos un precioso libro de 368 páginas, publicado en L. Vieco e Hijas Ltda., de Medellín, con prólogo de Otto Morales Benítez (excelente enfoque sobre el autor y su obra, lo mismo que sobre el espíritu de la población) y con el siguiente título: Apuntes sobre Riosucio.

Ante la falta de editor, fue la propia viuda quien con sus ahorros costeó la primera parte del trabajo impreso, y así lo hace constar en la dedicatoria del libro: “He querido hacer esta publicación como un sencillo homenaje a la memoria de Rafael. Sylvia Bonilla de Vinasco”.

Esta crónica, que en aras de la brevedad no entra a detallar el valioso material histórico de la obra, resalta en cambio la noticia grata sobre el entrañable homenaje ofrendado a Riosucio por uno de sus hijos preclaros, homenaje que se convierte, a la vez, en tributo a la memoria del propio escritor.

El Espectador, Bogotá, 20 de junio de 2006.

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La oscura noche argentina

martes, 20 de julio de 2010 Comments off

Gustavo Páez Escobar

Una excursión por los alrededores del imponente lago Nahuel Huapi, en la Patagonia argentina, me llevó hasta un paraje solitario: la mansión El Mesidor, donde la presidenta María Estela Martínez de Perón, más conocida como ‘Isabel’, estuvo prisionera durante varios años tras su derrocamiento por la Junta Militar presidida por el general Jorge Rafael Videla.

En cercanías de la casa apareció un aviso que ordenaba reducir la velocidad y no detenerse en aquel lugar recóndito, que se me antojó lleno de fantasmas. Dicho espectro del pasado, símbolo de un terrible período de cárceles y desapariciones, aún se mantenía en pie en medio de fantásticos paisajes, y se mostraba al viajero como una atracción turística, aunque sin permitirle el ingreso a ese territorio de sombras.

Hace 30 años, el 24 de marzo de 1976, ocurría el golpe militar más funesto de la historia argentina, que no sólo quebró el orden constitucional sino que implantó la peor época de terror vivida a lo largo de las rebeliones militares iniciadas en 1930. La última dictadura del siglo, la del 76, explotó como consecuencia de la serie de desaciertos cometidos por la señora de Perón: abuso del poder, violencia implacable, ineptitud administrativa, enriquecimiento ilícito. La ciudadanía, por supuesto, recibió con júbilo la noticia del golpe de estado.

Sin embargo, no se presentía que con el mando militar se instauraban siete años y medio de represión y barbarie, en los que se emplearían métodos mucho más despiadados que los ejercidos por la mandataria depuesta, que una vez, desde un balcón de la Casa Rosada, amenazó con convertirse en “la mujer del látigo”.

Como ironía para la antigua bailarina, la Junta Militar usó con ella castigos más atroces que el látigo, al mantenerla recluirla en absoluta soledad en la casa de la provincia de Neuquén que hace poco me surgió a la vera del camino. Sólo se le permitía leer la Biblia y se le prohibía escuchar noticias y recibir diarios o correspondencia. Se rumora que durante algún tiempo mantuvo un idilio con el capitán Valverde, uno de sus guardianes, quien fue trasladado al descubrirse la noticia. El célebre síndrome de Estocolmo.

La dictadura, fuera de violar todos los derechos humanos, causó grandes estragos a la economía, de los que el país todavía no se ha repuesto. La deuda externa alcanzó niveles insoportables. La pobreza saltó de 3,2 a 38,5 por ciento. La brecha entre ricos y pobres se agudizó en forma exagerada y el país sufrió  una crisis de proporciones gigantescas.

Se calcula en 30.000 el número de desaparecidos. Con el llamado Plan Cóndor se puso en ejecución un sistema abominable para detener a los opositores, torturarlos y asesinarlos. Nadie podía hablar mal del régimen. La libre expresión estaba coartada. La represalia era la orden del día. En síntesis, los militares desempeñaban el mando supremo sobre la vida y la muerte.

Azucena Villaflor, fundadora de las Madres de la Plaza de Mayo, buscaba como una desesperada a su hijo Néstor, uno de los 30.000 desaparecidos. Y no lo encontró por parte alguna. Más tarde, ella también fue detenida y torturada en la Esma, organismo del que hacía parte Alfredo Astiz, el “ángel de la muerte”, que hoy se encuentra en presidio. Otro miembro de la siniestra organización, Emilio Massera, condenado a cadena perpetua, fue declarado loco.

En meses pasados vino a descubrirse que el cadáver de Azucena había sido lanzado al mar, lo mismo que había ocurrido con infinidad de víctimas: religiosos, laicos, periodistas, escritores, intelectuales, artistas, obreros, estudiantes, niños, jóvenes, adultos… todo el que protestara contra el régimen del pavor. La mayoría de los cadáveres fueron enterrados como personas anónimas en algún cementerio, o fueron a dar al mar.

Las madres y abuelas de los desaparecidos organizaron a partir del 30 de abril de 1977 marchas semanales (todos los jueves, a las 3 y 30 de la tarde) hasta la Plaza de Mayo, donde le mostraron al mundo el dolor que las afligía. En 29 años, sólo tuvieron una interrupción, entre 1978 y 1980, al haber sido desalojadas de la plaza por perros furiosos, tan satánicos como sus amos militares. La desgracia del pueblo argentino se esparció por todo el orbe como un polvo de la maldad humana.

Las marchas cesaron en diciembre del 2005 ante las cenizas de Azucena Villaflor (su cuerpo al fin logró ser rescatado del mar), que fueron depositadas junto a la Pirámide de Mayo como ofrenda perenne al valor de esta mujer y de todas las madres torturadas por el despotismo. La mayoría de esas madres están muertas o son mayores de 90 años. La viuda de Perón, liberada en 1981, reside desde entonces en España, con absoluta holgura económica.

Entre tanto, el octogenario general Videla, el mayor responsable de la “guerra sucia”, mirará desde su arresto domiciliario hacia las profundidades de su conciencia, y es posible que se estremezca. En realidad, las cenizas de Azucena fueron entregadas a la memoria de todos los pueblos para que nunca olviden que el ser humano, vilipendiado y masacrado como en este capítulo bochornoso de la Argentina, hace estremecer la tierra.

El Espectador, Bogotá, 25 de marzo de 2005.

Reflexiones sobre la vejez

martes, 20 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

He leído un interesante libro sobre el tema anunciado, que lleva por título Relatos sobre la vejez (Editorial Códice, Bogotá), cuyo autor es el médico tulueño Francisco Londoño Pineda, que durante largos años ejerció su profesión en Cali y hoy reside en Estados Unidos. También es autor de La vejez como oportunidad y ha publicado diversos artículos sobre la misma materia en revistas especializadas.

Ya en la edad del retiro (78 años), su vida discurre entre el reposo y la serenidad proporcionados por su experiencia en los campos de la gerontología y la geriatría, y entregado a vastas lecturas humanísticas y científicas. Es un jubilado feliz y posee, por supuesto, sólidas bases de filosofía sobre la vejez, área de la que fue docente universitario en Cali. En la misma ciudad obtuvo, a los 73 años, el título de magíster en ciencias políticas, conferido por la Universidad Pontificia Javeriana.

A todo esto, de por sí ejemplar, se agrega otra faceta encomiable: un día se enteró de la existencia de una entidad que apoyaba en Miami la tercera edad, llamada Legacy Corps, y ni corto ni perezoso se vinculó a esa campaña como voluntario para visitar ancianos, dialogar con ellos y ofrecerles sus amplios conocimientos sobre esta difícil etapa de la vida, donde era uno más del grupo.

El contacto entusiasta con su propia realidad se ha convertido en una terapia para él y sus amigos. Como si fuera poco, dicta conferencias para ancianos en una emisora de Miami y le queda tiempo para escribir una novela. Una vejez venturosa como la suya no es, por cierto, rasgo característico del declinar de la vida.

La regla ideal sería envejecer sin sentirnos viejos. Esto supone mantener el espíritu juvenil, a pesar del avance inexorable del calendario, que conlleva la visita ingrata de enfermedades propias del deterioro físico. A veces esas enfermedades suelen ser simples achaques, pero los viejos pesimistas las vuelven dolencias graves y se echan a morir. Es decir, se mueren antes de tiempo.

“La vejez aparece exactamente el día en que no queremos estar gozosamente asombrados”, dice el padre Bro, citado por Londoño en su obra. Esto del asombro como ingrediente del entusiasmo –agrego yo, que como escritor y lector vivo de asombro en asombro– ha de ser la chispa constante, sea cualquiera la edad, nivel educativo o actividad de la persona, para impulsar el ánimo y no declinar ante los reveses o caídas, que nunca dejarán de existir.

Cicerón, uno de los grandes filósofos de la senectud –autor de El diálogo sobre la vejez, escrito hace más de 2.100 años–, expuso para su tiempo, como si se tratara de la época actual, pautas inmejorables para que el anciano aprenda a vivir, como las contenidas en este párrafo:

“Es nuestra obligación resistir a la vejez, compensar sus defectos con una vida sana, luchar contra ella como si de una enfermedad se tratara. Gran cuidado se debe tener con la mente y con el espíritu, porque, igual que las lámparas, se apagan con el tiempo si no se las provee de gas. La actividad mental da energía a la mente. Los ancianos retienen sus facultades mentales cuando mantienen el interés y continúan usando sus capacidades”. 

El énfasis que da el médico escritor a las tesis siempre vigentes de André Maurois me llevó a releer una maravillosa obra suya (que leí por primera vez hace más de 30 años), titulada Un arte de vivir (Editorial Azteca, 1970), en cuyo capítulo final –El arte de envejecer– sostiene: “El verdadero mal de la vejez no es el debilitamiento del cuerpo: es la indiferencia del alma”.

Dicha afirmación la vigoriza Londoño con esta hermosa frase suya, que refrenda el sentido de su propia existencia senil: “Al adulto-anciano todas sus preguntas le han sido resueltas, pero debe continuar viviendo en primavera para que florezcan con mayor verdor sus sentimientos al llegar a la serenidad y a la paz”.

He aquí, en estas frases que resalto, el secreto para no languidecer en la edad provecta, cuya evidencia es común para todos, pero no todos saben vivirla: mantener prendida la llama del espíritu. Si falla el combustible, la oscuridad será total.

El Espectador, Bogotá, 3 de abril de 2006.

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Comentarios:

Lo importante es mantener prendida la llama del espíritu. Liliana Páez Silva, Bogotá.

Mientras el espíritu esté joven no hay temor a envejecer. Aunque te lleguen los achaques de este período de la vida, debe uno sentirse feliz de haber podido llegar a él con alegría y optimismo. Nydia Ramírez Londoño, Armenia.

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