Baculazos
Gustavo Páez Escobar
La aplicación por primera vez en Colombia de la ley del aborto ha dado lugar a reñida controversia entre la jerarquía eclesiástica y la opinión pública. El cardenal Alfonso López Trujillo, presidente en el Vaticano del Consejo Pontificio para la Familia, se vino lanza en ristre contra quienes intervinieron en la suspensión del embarazo de una niña de once años a quien su padrastro había violado.
El problema residía en que el organismo de la niña no era apto para la formación del feto (que llevaba mes y medio de gestación), lo que impediría el nacimiento de una criatura normal. De ocurrir el parto, la joven madre expondría su propia vida, y en caso de supervivencia recibirían –ella y su hija– graves traumas sicológicos. La situación encajaba en los tres casos previstos por la ley para realizar el aborto: cuando haya violación o incesto, cuando se encuentre en peligro la salud de la madre o cuando haya malformaciones en el feto que hagan inviable su vida.
El aborto se realizó dentro del marco jurídico. No obstante, el cardenal López Trujillo señaló como “red de malhechores” a quienes habían participado en el proceso, y les anunció la pena de excomunión. Como “malhechores” –es decir, delincuentes– quedaban incluidos el personal médico y paramédico del Hospital Simón Bolívar, los magistrados que habían votado a favor de la ley, e incluso los periodistas que la habían apoyado con comentarios públicos.
Ante semejante desmesura, El Tiempo terció en el debate con el editorial titulado La lengua del Cardenal, donde apoya la legitimidad jurídica, al acatarse, como se acató, lo establecido por la norma (dentro de una “sociedad plurirreligiosa como la colombiana –enfatiza el editorial–, donde las leyes no tienen por qué someterse al ‘nihil obstat’ vaticano: les basta el ‘imprimatur’ de la Constitución y la ley”).
La polémica, acalorada en ocasiones, no debería llegar al extremo de la excomunión, figura temible que en viejas épocas de ingrata recordación –movidas por el fanatismo religioso y la pasión política– se prestó para el abuso y se convirtió en arma que asustaba las conciencias. A lo largo del tiempo, figuras famosas del país, lo mismo que entidades, han sufrido anatemas y excomuniones que hoy carecerían de razón.
El Espectador padeció censuras y hostigamientos, oficiales y religiosos. Fidel Cano, su fundador, fue encarcelado varias veces por capricho de las autoridades y recibió reprimendas religiosas por sus causas sociales y la defensa de la libre opinión. En 1888, cuando se adelantaban grandes preparativos para celebrar con pompa y lujo las bodas de oro sacerdotales de León XIII, un escritor criticó la suntuosidad de dicho suceso, frente a la pobreza y humildad vividas por Cristo. Como represalia por el artículo, el obispo de Medellín, Bernardo Herrera Restrepo, prohibió a los fieles, bajo pena de pecado mortal, “leer, comunicar, transmitir, conservar o de cualquier manera auxiliar al periódico titulado El Espectador”.
En 1948, monseñor García Benítez censuró un cuadro de Débora Arango en el que un obispo le daba la comunión a una prostituta, y amenazó con excomulgarla. El filósofo y escritor Fernando González fue excomulgado por sus escritos irreverentes. Lo mismo sucedió con Vargas Vila, por la publicación de su novela Ibis, en 1900, y por sus críticas contra el clero. El párroco de Choachí hizo quemar el granero del poeta Germán Pardo García por no pagar diezmos y primicias.
En los años 20 del siglo pasado, la familia Botero inició en Circasia la construcción del Cementerio Libre –“monumento a la libertad, la tolerancia y el amor”–, que recibió el apoyo decisivo del filántropo Braulio Botero Londoño durante el resto del siglo. La obra nacía como una necesidad –y una protesta– frente a la prohibición de enterrar en cementerio católico a los librepensadores, a los suicidas y a quienes, a criterio del párroco, vivieran en “estado de pecado”. Los promotores del proyecto fueron a dar varias veces a la cárcel por atentar contra la religión.
Enrique Santos Montejo –Calibán–, el columnista más leído del país con “La danza de las horas” en El Tiempo, recibió tres excomuniones cuando dirigía La Linterna en la ciudad de Tunja, debido a sus denuncias contra el clero por su intervención en política y su enriquecimiento personal y de las comunidades religiosas. Por aquellos días, un amigo ponderó el fino traje que lucía Calibán en la capital del país, ante lo cual éste le manifestó: “Estoy estrenando mi vestido de primera excomunión”.
Tiempo después, el ilustre periodista comentaba: “Instalado yo en Bogotá, me encontré un día con monseñor Restrepito, quien cariñosamente me dijo: ´Camina conmigo y te quito esa calamidad de la excomunión que puede entrabar tu carrera. No tienes que hacer declaraciones ningunas’. Así fue. Monseñor Restrepito me puso una estola en el hombro. Me dio una porción de bendiciones con muchos latines. Así regresé al seno de la Iglesia, dentro del cual espero morir liberado de la gran pesadumbre de mis pecados y locuras”.
Esto de la reconciliación y el perdón, de parte y parte, suena muy bien en estos días en que el cardenal López Trujillo anuncia una lluvia de excomuniones. Al dejarme perplejo esta actitud, corrí a desempolvar viejos capítulos del país dominado por el sectarismo, la ortodoxia y la intemperancia, y los comparé con los actuales.
En esta carrera me tropecé con Lutero, el monje alemán que criticó a la Iglesia por la práctica, entre otros casos, de ofrecer la salvación del alma mediante las donaciones, las bulas y las indulgencias. La salvación del alma solo se consigue, dijo el monje, con la fe y la confianza en Dios. Su censura le valió la excomunión. Y dio origen al protestantismo, hace cerca de 500 años. Después de tanto tiempo, Juan Pablo II vino a reconocer que Lutero tenía la razón y le levantó la excomunión. Lo mismo sucedió con Galileo Galilei, a quien Roma condenó como hereje (y por poco va a la hoguera, si no abjura ante la Inquisición), debido a su defensa del sistema cósmico de Copérnico. También Galileo tenía la razón. El Papa, por tamañas equivocaciones, le pidió perdón al mundo.
Viene al caso la sabia receta, que separa lo divino de lo humano: “Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”.
El Espectador, Bogotá, 9 de septiembre de 2006.
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Comentarios:
Sobre tu tema hay mucha tela para cortar. Una hermana de Luis Granada Mejía, Aleyda, que había sido monja y era mi compañera de trabajo en el almacén de Héctor Gutiérrez Mejía, decía con la mayor propiedad que matar liberales no era pecado. Y el padre Alzate, cura de Circasia cuando yo era un niño, azuzaba a la gente para que apedreara la casa donde vivía una familia de protestantes. El caso es que ya nadie se asusta por las excomuniones, menos cuando provienen de la arrogancia del cardenal López Trujillo, un Torquemada perdido en el siglo XXI. José Jaramillo Mejía, Manizales.
Gracias por tu artículo a propósito del tan cuestionado exabrupto de ‘Savonarola’ López Trujillo. Me pareció buenísimo y ojalá él lo lea para que se dé cuenta de que no solo él sino muchos otros han procedido en igual forma, hasta el punto de que el papa Juan Pablo II tuvo que pedir perdón en nombre de la Iglesia, tal como tú lo recuerdas. Daniel Ramírez Londoño, Armenia.
Haces un simpático relato de algunas situaciones en las que ha habido sanciones eclesiásticas. Y digo simpático porque aunque el tema es bastante delicado y complejo le has dado un tono intrascendente y el apunte de Calibán vale por un texto. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.