Alberto Lleras: conciencia moral del siglo XX
Por: Gustavo Páez Escobar
Entre las grandes calidades que marcaron la personalidad del presidente Alberto Lleras Camargo, la más sobresaliente es, sin duda, su moral acendrada. Esa brújula dirigió todos sus actos, tanto en la actividad pública como en su vida privada. En la política, caracterizado por la ecuanimidad, la serenidad y la disposición al diálogo, fue respetuoso con los rivales del partido contrario, y dentro de su propia colectividad guardó absoluta compostura con quienes no compartían sus ideas.
Esto no se oponía a que fuera vehemente en la defensa de sus principios. Su opinión, en cincuenta años del siglo pasado –hasta que él mismo quiso marginarse de la política, argumentando quebrantos de salud en sus últimos tiempos–, pesaba en la nación como la de un certero orientador de la democracia. Resulta imposible concebir el desarrollo social y político de Colombia durante el siglo XX sin incluir a Lleras Camargo entre sus líderes más probos y decisivos.
Como político y gobernante, tuvo actuaciones grandiosas que lo engrandecen ante la historia. Con la tranquilidad y la firmeza de su voz, en julio de 1944, como Ministro de Gobierno, aplasta el movimiento sedicioso que había puesto preso al presidente López Pumarejo en la ciudad de Pasto. Como Primer Designado, en 1945, entra a ocupar la Presidencia por renuncia de López, y al año siguiente, dividido su partido entre Gaitán y Gabriel Turbay, sale victorioso el candidato conservador, Mariano Ospina Pérez.
En momentos de agudo enfrentamiento partidista como el que se vivía entonces, muchos de sus copartidarios le aconsejan que no entregue el poder. Pero él, obrando con el pundonor y el sentido republicano que lo distinguen, cumple con dignidad y gallardía el mandato de las urnas. Para él, la moral política estaba por encima de mezquinas apetencias que destrozaban la armonía entre los dos partidos.
Cuando se siente la peor época de terror y represalia implantada por el gobierno militar de Rojas Pinilla, renuncia a la rectoría de la Universidad de los Andes para dirigir un movimiento que active las fuerzas vivas de la nacionalidad y retorne al país a la democracia. Busca en España al presidente derrocado, Laureano Gómez, que es al propio tiempo la persona más importante del partido conservador –y de quien lo separan hondas ideologías–, y suscribe con él los pactos de Benidorm (24 de julio de 1956) y de Sitges (20 de julio de 1957), que ocasionan el desplome de la dictadura y originan el Frente Nacional.
La alternación en el poder de los dos partidos tradicionales por espacio de 16 años, si bien es criticada con el paso de los días como un sistema perjudicial para el ejercicio de la oposición, representa en el momento un mecanismo eficaz para restablecer el orden quebrantado y propiciar la convivencia de los colombianos. Es el jefe conservador quien señala el nombre de Lleras para iniciar ese período histórico, y el país acoge con entusiasmo esa proclamación. Ante Laureano Gómez, presidente del Congreso, Lleras se posesiona como primer presidente del Frente Nacional, el 7 de agosto de 1958.
Su Gobierno se caracteriza por la pulcritud, la concordia partidista, el respeto a la constitución y el progreso social. Debe enfrentarse, sin embargo, a serios problemas de orden público, y en su propio partido, a la fuerte oposición de López Michelsen, que se declara en disidencia contra el Frente Nacional. Lleras instituye un mandato equilibrado, reflexivo y firme, que se nutre de la legalidad, el decoro y el espíritu republicano, ejes primordiales que siempre han gobernado su desempeño público. Al término de su administración, la nación entera lo aplaude.
No se sabe qué admirar más en Alberto Lleras Camargo: si al estadista o al hombre de letras. En este último campo, autor de memorables escritos que van quedando registrados en periódicos y revistas, y de magistrales discursos que fijan el derrotero de sucesos destacados, su pluma pasa a la historia como forjadora de páginas de la mejor estirpe literaria.
Este 3 de julio, al celebrarse los cien años de su natalicio, Colombia rinde cálido tributo de admiración a uno de los mayores protagonistas del siglo XX, cuya vida inmaculada debe imitarse por políticos y ciudadanos del común, y cuyo acervo intelectual sirve de paradigma para un país que se ha olvidado de la disciplina de pensar.
El Espectador, Bogotá, 4 de julio de 2006.