Homenaje póstumo a Riosucio
Por: Gustavo Páez Escobar
Don Rafael Vinasco Trejos solía comentarme, con vivo entusiasmo y discreta vanidad, el plan que desde años atrás adelantaba sobre una historia de Riosucio (Caldas), su pueblo nativo. De su coterráneo y maestro Otto Morales Benítez, de quien durante largos años fue cercano colaborador, había aprendido que la microhistoria es el nervio de la historia. Esto lo movía a reconstruir hechos menudos que dibujaban el alma del terruño.
Dados nuestros nexos de amistad, quiso don Rafael que yo conociera varios de esos capítulos, recogidos al paso de los días con el poder de su memoria prodigiosa, los que me remitía en entregas calculadas para que fuera aspirando el aire pueblerino de su comarca, y de paso le expresara mi opinión sobre su escritura meticulosa.
Dichos escritos me enteraban sobre diversos sucesos locales (como la llegada del primer automóvil al pueblo, o el cenadero de doña Temilda, o el sortilegio de la pólvora, o la semblanza de algunos personajes típicos), con esta particularidad: la de ser evocados no en los sistemas de la enredada tecnología actual, por los que sentía terror invencible, sino en su elemental maquinilla de largas travesías, que pulsaba con desenvoltura y placer.
Yo, por supuesto, lo animaba para que editara cuanto antes la obra tantas veces anunciada, de valor manifiesto, y él me decía que aún le faltaba algo por decir. La razón que aducía –y de ahí nunca salió– era la de que en ese momento escribía el último capítulo y que pronto, en cuestión de días (que podían volverse años), concluiría su tarea. En nuestro próximo encuentro, tres o cuatro meses después, volvía a repetirme lo mismo.
De pronto me acordé de que no había vuelto a saber nada de don Rafael ni de su programa interminable. (A veces las personas y sus ideales se nos esfuman sin darnos cuenta). Y me comuniqué con el teléfono de su casa, ansioso por conocer sus últimos progresos. Al otro lado de la línea, una voz femenina se mostró confusa con mi llamada, y yo alcancé a distinguir su sorpresa.
“¿Pregunta usted por Rafael?”, oí que exclamaba Sylvia, su esposa. Sollozó, y me contó que su marido cumplía, ese día exacto, dos años de muerto. ¡Por Dios! ¿Cómo era posible que nadie me hubiera contado su deceso? En medio de semejante aprieto, no pude evitar el preguntarle por las páginas escritas con tanto fervor y entusiasmo (después sabría que se trataba de cuatro libros sobre Riosucio), y recibí de ella esta respuesta tan común en el mundo de los escritores: la obra se encontraba inédita, y las gestiones para conseguir editor no resultaban favorables.
El autor se había ido del mundo sin haberle entregado a su patria chica el trabajo que consintió, pulió y repulió (con exceso de perfeccionismo) durante largos años. Cada línea que trazó reconstruyendo la historia regional, la gozó al máximo, al ponerlo en sintonía con el alma de su pueblo. Ese era su tesoro espiritual, y para él la edición tenía importancia secundaria.
Hace poco llegó a mis manos un precioso libro de 368 páginas, publicado en L. Vieco e Hijas Ltda., de Medellín, con prólogo de Otto Morales Benítez (excelente enfoque sobre el autor y su obra, lo mismo que sobre el espíritu de la población) y con el siguiente título: Apuntes sobre Riosucio.
Ante la falta de editor, fue la propia viuda quien con sus ahorros costeó la primera parte del trabajo impreso, y así lo hace constar en la dedicatoria del libro: “He querido hacer esta publicación como un sencillo homenaje a la memoria de Rafael. Sylvia Bonilla de Vinasco”.
Esta crónica, que en aras de la brevedad no entra a detallar el valioso material histórico de la obra, resalta en cambio la noticia grata sobre el entrañable homenaje ofrendado a Riosucio por uno de sus hijos preclaros, homenaje que se convierte, a la vez, en tributo a la memoria del propio escritor.
El Espectador, Bogotá, 20 de junio de 2006.